Tarantino vs. Ford
POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA
Hace algunos meses, durante la promoción de su más reciente película, Django sin cadenas, Quentin Tarantino, el enfant terrible del cine finisecular hoy consagrado como marca pop, rompió el protocolo y se lanzó contra John Ford. Sí, ese John Ford: el hombre cuyas cintas Orson Welles estudió en repetidas ocasiones como curso propedéutico para filmar Ciudadano Kane, el padre del western, el icono sobre el que está edificada buena parte de la catedral del cine estadounidense.
En una entrevista concedida al sitio web The Root, el director de Perros de reserva y Pulp Fiction despotricó contra la herencia supuestamente racista del realizador de El hombre quieto:
“John Ford no es uno de mis héroes. Por decir lo menos, lo odio. Olvidemos por un momento a todos esos indios sin rostro que asesinaba como zombis, el problema es que por gente como él se ha mantenido viva esta idea de que existe una humanidad anglosajona en contraposición con la humanidad de todos los demás. Es algo presente en el cine que va de los treinta a los cincuenta, por lo que la concepción de que es una tontería es algo más o menos nuevo […] Ford apareció como extra en El nacimiento de una nación, con el uniforme del Klan, cabalgando hacia la subyugación de los negros. […] Mis héroes son otros. Sé de qué lado estoy”.
Las reacciones no se hicieron esperar. La más articulada fue la del crítico Kent Jones quien, en el número de mayo de Film Comment, cuestionó los sesgos del pensamiento tarantinesco. En un texto apropiadamente titulado como “Intolerancia”, Jones expone que a la distancia es fácil ver el western como una oposición abstracta de vaqueros e indios: la caballería contra los salvajes mudos, una larga marcha triunfal de humanidad anglosajona liderada por John Ford y John Wayne que fue parada en seco por la contracultura de los sesenta y la consolidación del movimiento de los derechos civiles. “Visto de cerca, cinta por cinta, el panorama es muy diferente”, remata el analista.
Lo es. Una buena parte de los westerns de Ford ni siquiera contemplan el conflicto indio como parte de su narrativa central. En Ford, la idea del western se centra en el conflicto entre la naturaleza salvaje e individualista del pionero y la comunidad naciente que desea consolidarse como un proyecto viable de progreso. Esta lucha explica la recurrencia con la que sus cintas son retomadas como plataformas para construir reflexiones sobre el alma oscura de Estados Unidos. En Taxi Driver, de 1976, el director Martin Scorsese, en colaboración con el entonces guionista Paul Schrader, utiliza la historia central de Más corazón que odio (The Searchers, 1956) para reflexionar sobre el Estados Unidos violento y confundido de fines de los setenta. Al igual que Ethan Edwards (John Wayne), Travis Bickle (Robert De Niro) es un ángel vengador sicótico que, en aras de purificarse, intenta rescatar a una adolescente de la otredad criminal y “salvaje”. La odisea no culmina en el regreso a casa: tanto Wayne y De Niro son desterrados por un país que busca consolidarse como una sociedad moderna. El exilio de Wayne consiste en silencio y grandes espacios; el de Bickle, en bullicio y decadencia urbana. Ambos, a su manera, infernales.
En El caballero de la noche (2008), Christopher Nolan retoma el concepto de Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) para abordar las mentiras y contradicciones detrás del proyecto occidental del naciente siglo xxi. De manera similar a Ransom Stoddard (James Stewart) y los poderes fácticos que lo rodean, Batman y James Gordon se ven obligados a ocultar la verdad sobre la naturaleza heroica de un candidato político con el fin de lograr que la comunidad crea en la posibilidad de un cambio positivo. Batman, en términos simples, es el hombre que le dispara a Liberty Valance, el mártir oscuro que se hace a un lado para que la gente crea en Harvey Dent, como Tom Doniphon (John Wayne) en la cinta de Ford.
Juzgar los trabajos del pasado con los valores morales del presente es, supongo, inevitable; sin embargo, pretender que estos sean descartados por no ajustarse al mundo maniqueo de la corrección política que domina hoy la industria cultural del orbe es una estupidez. Véase el extremo de este paradigma: los intentos de adecuar obras al código moral de la actualidad mediante alteraciones a conceptos que le puedan resultar denigrantes u ofensivos al ciudadano de este siglo, como la eliminación del término “nigger” en las obras de Mark Twain, o la sustitución de la palabra terrorista en la reedición de aniversario de E. T. (Spielberg, 1982).
La idea de Tarantino sobre lo que constituye la identidad anglosajona promovida por Ford no sólo es tramposa, sino que evidencia una ñoñez que sería risible de no ser potencialmente peligrosa. En el mundo de Quentin, la venganza cósmica siempre es posible, por lo que el mal nunca triunfa, no del todo. Es un universo donde Hitler es asesinado en un cine (Bastardos sin gloria) y un vaquero negro extermina a su opresor a ritmo de hip hop (Django sin cadenas). Como ejercicios irónicos de deconstrucción, ambos lances son válidos y hasta divertidos. El error es imponer esta lógica en la revisión factual. La tergiversación histórica no redunda en justicia, sino en desmemoria y autoengaño. Ford se caracterizaba por evadir cualquier situación pública que lo presentara como un “pensador”, al punto de que entrevistarlo era un ejercicio de frustración para cualquier crítico que buscara extraerle alguna reflexión. Tarantino, en contraste, nunca para de hablar. El primero confiaba en su obra; el segundo depende cada vez más de la verborrea para convencernos de la importancia de su trabajo.
*Escena de Más corazón que odio (The Searchers) de John Ford.
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