Tardes con mamá
POR MÓNICA LAVÍNNo es fácil tener una mamá que actúa como una abuela y una adolescente. Se conmueve con los bebés que ve por las calles; se detiene frente a las carreolas y cuando ve pies desnudos agitarse en el aire, usa frases como la libertad despreocupada de los bebés y dice que siempre nos traía descalzas, que los bebés con zapatos son ridículos. Y se le nublan los ojos. Enseguida dice que ya quiere tener un nieto entre sus brazos, que es la única posibilidad de oler la piel de un bebé. Luego se ríe y dice que no tan pronto, que nos falta mucho. La verdad es que a mi hermana y a mí nos gustan los bebés también y queremos que pronto haya uno en la familia aunque mamá diga que cuando tengamos pareja pues ella no va a mantener y cuidar a otro aparte de nosotras. Cuando vemos revistas o visitamos tiendas fantaseamos con la ropa que tendrán los bebés nuestros, sus nietos, y ella insiste en que nos regalará la cómoda forrada de tela en que se guardó nuestra ropa. Eso sí, a la primera que tenga un bebé. Nos reímos pues la cómoda, aunque tiene un valor sentimental para las tres, es un mastodonte que ninguna queremos tener en nuestra casa ni como refugio del vestuario del futuro hijo nieto que ingresará a la familia, a las tardes nostálgicas de mamá, a sus propósitos renovados de coser o de hacer galletas que esta vez no se le quemarán.
Tardes así nos gustan a las tres y no es fácil tenerlas, mamá trabaja y luego tiene muchos compromisos y difícilmente se niega a una reunión o evento, pues le parece un desaire para con los otros. Mi hermana y yo estudiamos y vamos a clases de idiomas y baile por la tarde, y luego están nuestros amigos. Así que es fortuito cuando hay una tarde sin prisa para nosotras, para reírnos y platicar y sacar álbumes de fotos y escuchar las mismas descripciones que si una nació con el pelo oscuro y alborotado, que la otra una pelona sin cejas, que una comía y dormía de maravilla, que la otra no se llenaba nunca, dormía a pedazos, berreaba y se privaba. Como a la fecha, dice en son de broma.
En tardes como esas donde nadie tiene prisa ni pendientes ni el ceño fruncido y mamá no está atenta a lo luido del sillón, a la taza que nadie recogió o el cuaderno que lleva una semana abandonado en el estante, nos da por ver revistas o mirar la tele. Entonces cuando aparece algún hombre guapo —que en los programas de televisión ocurre con más frecuencia que en las calles— las tres suspiramos y cada quien anuncia su preferencia. Mamá y yo coincidimos a veces, que si el mentón, que si qué bonita mirada, que si los labios; mi hermana normalmente se cuece aparte y ella se apunta por los más exóticos pero hay veces que mamá la secunda. Es interesante, me gusta su rostro cacarizo. Esos güeritos tan perfectos aburren. Mamá nos cuenta de algún chico que le gustó cuando joven, antes de casarse con papá, siempre añade prudentemente. Mi hermana y yo le recitamos las resobadas facciones de ese galán juvenil: sus manos largas, sus ojos azules, la barba partida. Acabamos riendo y contándole qué chico nos gusta y por qué. Y sacamos comida del refrigerador porque esas conversaciones nos dan hambre. Y cada quien prepara platillos por turno: salami con maggi y limón, pan con paté, tacos con salsa, rematamos con un tarro de helado al que las tres metemos la cuchara. Esas veces mamá se divierte, le brillan los ojos y creo que, aunque la piel del cuello ya no es tersa y se le asoman las canas cuando le hace falta ir al salón, parece joven. Casi la podemos ver con el novio de los ojos azules aunque mi hermana diga que los ojos claros son muy insípidos y que ella nunca se casaría con uno así de desabrido. Yo le digo que qué bueno que se encontró a nuestro papá porque somos unas hijas muy guapas. Y mamá nos mira orgullosa porque le he recordado el pasado de golpe y la edad, y la posibilidad de que sea abuela.
Por eso hoy que es una de esas tardes en que las tres estamos en casa nos parece raro que mamá se haya subido a recostar y no baje para tomar el té de la tarde. Mi hermana dice que es por lo que pasó ayer, cuando llegó aquel muchacho con el que trabaja en algún proyecto. Yo le abrí y pasó a esperarla, mi hermana salía a su clase y lo saludó, mamá llegó apurada y yo fui a mi cuarto. O sea que aparte de mamá las dos tuvimos ocasión de verlo. ¿A poco no es guapo?, preguntó mamá esa noche. Le confesé que al abrir la puerta creí que era un modelo, y me pareció raro que trabajara con mamá. Que hasta pensé que mamá haría anuncios y que ahora sí tendríamos dinero, o por lo menos no sólo actuaríamos como si lo tuviéramos para luego escuchar: esto está muy caro, ya me rebotaron el cheque, cómo pago las tarjetas… Y mi hermana dijo que era muy varonil, que ella se casaría con uno así. Y de pronto las tres nos sentamos en la sala, calladas como si fuéramos actrices en una obra de teatro y estuviéramos esperando que subieran el telón. Después de un rato, mamá rompió el silencio y dijo pausada: por una vez tenemos los mismos gustos.
Pero aquel momento no podía perjudicar nuestras tardes. Mi hermana que veía más allá de lo evidente me dijo que a mamá le gustaba ese muchacho. Estás loca, le contesté. Si es mucho más chico que ella. Me dio vergüenza imaginar que mi madre lo miraba con los mismos ojos que los míos cuando le abrí la puerta: nerviosa, torpe, por aquella manera que tenía de sonreír, por su andar hasta el borde del sillón mirando como si no mirara. Fotografiando la casa.
Ve por ella, le dije cansada de hacer bocetos. Ve tú, me contestó y nos quedamos inmóviles mientras la tarde se ponía parda. Mamá, le grité desde la sala y no hubo respuesta. Mi hermana encendió el televisor. Después de un rato nos miramos las dos y resueltas subimos a su recámara. Tocamos y no respondió. La creímos dormida y abrimos la puerta con sigilo. Pero mamá miraba al frente tensa, como si explorara la composición del acabado en el muro. Mamá, vamos a la tele. Tenemos hambre.
Cuánto tiempo ha pasado, dijo, y señaló las fotos de la cómoda: cuando me llevaba en brazos, cuando salimos de vacaciones a la playa, cuando terminé la primaria, en otro viaje, mi hermana y yo disfrazadas. Dejó caer el brazo a su costado, abatida. Entonces nos sentamos, cada una de un lado, y la abrazamos. La dejamos llorar sin saber qué hacer.
*FOTOGRAFÍA: “Mimetismo” (1960), de Remedios Varo/Cortesía MAM
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