Dos musicales honestamente pretenciosos
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El impacto en cartelera no garantiza que las puestas en escena sean solventes en dirección musical, vocal y confección de libretos. Esto sucede con Canciones para un mundo nuevo y Sweeney Todd. Si no es el exceso de versatilidad, que resta unidad a las puestas en escena, es la anárquica monotonía
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POR IVÁN MARTÍNEZ
Si ya en Nueva York, meca del teatro musical, es raro que un autor que no sea Andrew Lloyd Webber tenga en cartelera dos musicales a la vez, imagínese hacerlo en la Ciudad de México. Por ello me dio gusto ver que a partir de este mes se puedan escuchar aquí dos piezas teatrales de Jason Robert Brown (1970), un compositor todavía joven, considerado de culto, cuyas obras no suelen entrar precisamente en los cánones más comunes.
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Si el registro no falla, el único que lo había hecho en el campo profesional era Stephen Schwartz, de quien se podía escuchar Godspell en el Teatro Milán, al mismo tiempo que triunfaba Wicked en el Teatro Telcel: dos hits del mainstream.
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Algo han avanzado en sus búsquedas los teatreros locales, que este verano, además de la reposición de The Last Five Years (Foro Lucerna, a partir del 13 de agosto), de la que ya hablé aquí en diciembre pasado, y el reciente estreno de Canciones para un mundo nuevo (Teatro Milán), se puede ver la que supone ser la primera producción profesional en México de otro compositor “de culto”, el veterano Stephen Sondheim (1930): Sweeney Todd, que se presenta en el Foro Cultural Coyoacanense.
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No son, ninguno de los dos, compositores para el público masivo, ni sus obras –aunque algunas tengan hasta adaptaciones fílmicas– títulos que duren en cartelera. Los unen varias cosas y la principal es la búsqueda, no son autores que se queden en el entretenimiento, sino que van por un resultado “artístico”; más “profundo” en el tratamiento de los temas que tocan y armónicamente más allá de lo que estamos acostumbrados a escuchar en este género.
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Para algunos, la búsqueda es cínicamente pretenciosa; para otros, me incluyo en ellos, es una pretensión honesta. Así que el problema no está en que sean autores propositivos, sino en los resultados de esas propuestas. Y no hablo todavía de las puestas que recientemente estrenaron, sino de sus mayores problemas, que vienen de origen.
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Canciones para un mundo nuevo es una “locura dramatúrgica” para quienes creen que descubrieron el hilo negro: no hay una historia, no hay personajes, ni siquiera una temática que una sus dieciséis canciones, sólo un concepto; es una cantata escénica como ha habido desde tiempos de Monteverdi. Se trata del primer musical de Brown y como tal, es una obra tremendamente inmadura en términos de su partitura: dato nunca más relevante, pues es una cantata más que una pieza teatral.
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Como canciones sueltas funcionan, pero como ciclo no tienen unidad. No es problema la variedad de estilos a los que acude, pero está fuertemente prendido aún de sus influencias armónicas –la más importante es Sondheim pero no es la única entre muchas–; el joven Brown no tiene todavía una voz propia, como la encontró años después con The Last Five Years y como se escucha establecida en The Bridges of Madison County.
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Lo anterior no debe entenderse como la inevitabilidad de un fracaso al llevarlo a escena. De hecho, la escena que está dirigiendo en México José Manuel López Velarde le funciona así, como puesta escénica. Funciona porque él ha creado un concepto, abstracto como puede parecerle a muchos, pero con unidad global, visual, de movimiento e introspectivo.
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El problema de lo que se presenta en el Teatro Milán es el primero que debía resolverse: el musical. Lo que se escucha es demasiado débil: no hay dirección musical y lo que hace desde el piano Edgar Ibarra podía hacerlo una pista prefabricada. No hay trabajo con sus cuatro actores, así que lo que se oye cuando cantan juntos es anarquía. Poco insoportable.
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Afortunadamente el cast es dispar y eso permite disfrutar cualidades personales de cada uno de ellos: Majo Pérez es, como en todos sus trabajos, impecable en su canto, su dicción y su interpretación actoral-musical de cada nota; Abel Fernando tiene un timbre muy bello de barítono y es actor que domina las tablas pero tiene un vicio con su pronunciación que hace inentendible muchas de sus partes; Paloma Cordero está inestable, con un primer acto estupendo, pero un segundo débil en términos de su emisión vocal; Anuar está sobreactuado y arruina cada parte que interviene con graves problemas de afinación y enormes deficiencias técnicas en el paso entre registros.
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El Sweeney Todd, quizá la pieza más establecida de su autor, no tiene mejores resultados. Le salva la dramaturgia clásica de Hugh Wheeler y en esta producción, tres de sus actores.
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El problema es Sondheim: es un erudito letrista, lo que hace débil cualquier montaje fuera de su idioma original, pero es un compositor de sólo tres canciones repetitivas (un adagio que es bello la primera vez, un andante de letras ingeniosas y un allegro vivace alla Gilbert & Sullivan que requiere virtuosismo difícil de lograr) que regresan una y otra vez ad nauseam en todos y cada uno de sus títulos. Así que una producción mexicana sin su poesía en inglés sólo auguraba el ad nauseam de mi breve descripción.
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En Coyoacán, empero, se puede disfrutar del arte de tres actores consumados, los tres en cast idóneo: sobre todo Beto Torres en el epónimo; Lupita Sandoval como Nellie Lovett y Eduardo Ibarra como Pirelli. Únicamente de ellos: la producción tiene elementos ostensiblemente cuidados, pero igual hay anarquía en la dirección tanto escénica como musical: el signo más obvio es la diferencia en el acercamiento actoral que hacen Sandoval y Torres de la pieza en su conjunto. Cada quién hace lo que puede.
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FOTO: Sweeney Todd, de Stephen Sondheim, se presenta en el Foro Cultural Coyoacanense. / Especial
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