Temporada inestable de la Sinfónica de Minería
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La temporada de verano de este ensamble ofreció interpretaciones que fueron de lo excepcional a las sesiones rutinarias, de las que se rescatan temas de Tchaikovsky, Mahler y Webern
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POR IVÁN MARTÍNEZ
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Este domingo termina la temporada anual de la Orquesta Sinfónica de Minería, el ensamble estival que concentra la actividad sinfónica de la Ciudad de México durante el receso de las demás orquestas y que nutre sus filas con lo que serían los mejores atrilistas de éstas. Ser una orquesta “de festival” no querría decir únicamente que se reúne durante un espacio de tiempo específico, sino también un elemento distintivo, particular, en su programación: aunque ha habido ciclos memorables en el pasado, creo que la de este año fue particularmente ambiciosa.
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Pero no fue solo ésa la característica de este 2017, sino la inestabilidad de sus integrantes y el resultado sonoro que de ella depende. A diferencia de otros años en que la misma plantilla es la que toca durante los dos meses, este año, tanto en las maderas como en la sección de cornos, las filas fueron cambiando de rostro conforme avanzaba el verano y nunca será lo mismo cambiarlas de un año a otro (y en veranos recientes había permanecido más o menos igual) que hacerlo semana tras semana, interrumpiendo la naturalidad con que un atrilista se conoce musicalmente con otro, nace una química y surge la unidad, la compatibilidad de sonido, de color, de la forma en que se articula; e incluso la afinación entre pares.
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El segundo programa, del 8 y 9 de julio, lo protagonizó la pianista Lilya Zilberstein con el Segundo Concierto para piano de Tchaikovsky, haciendo gala de esa fuerza suya –sonora e interpretativa– tan justa con que acude al repertorio romántico. Me quedo en la memoria con el idílico Andante non troppo, segundo movimiento del que casi se podría hablar como un concierto interno para violín, violonchelo y piano por la prominencia de la escritura camerística que tiene el piano solista con el primer violín, ejecutado aquí por Shari Mason, y el primer violonchelo, a cargo de Vitali Roumanov.
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Dirigido por Carlos Miguel Prieto, ese mismo programa se abrió con el Preludio a la siesta de un fauno, de Debussy, que obtuvo una lectura más bien rutinaria en el que el protagonismo de la flauta, a cargo de Lenka Smolcakova, quedó a deber en la calidad de su canto: sin suavidad en los ataques y sin control de su legato. A La consagración de la primavera, de Stravinsky, que se tocó después, faltó fuerza, si bien logró caminar orgánicamente con momentos tocados con excepcional personalidad, como el solo inicial de la siempre espléndida fagotista Samantha Brenner.
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Para el programa sexto, tocado el 5 y 6 de agosto, acudió como huésped Aram Demirjian, uno de esos directores inexpertos que visualmente parecen tener mucho empuje pero que desde su primera entrada muestran la falta de técnica. Inició su visita con la Obertura a Ruslán y Liudmila, de Glinka, a la que se le perdió todo interés de virtuosismo con la entrada en falso (arpegiada) de toda la orquesta, a la que nunca pudo marcar con precisión ni en esa primera anacrusa.
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Él mismo acompañó a la pianista Natasha Paremski en la Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rachmaninov, caracterizada por el uso excesivo del pedal. Y tras el intermedio, brindó una Scheherezade, de Rimsky-Korsakov, a la que no ofreció ninguna lectura o idea, dejando que cada instrumentista dejara su visión de la obra, lo que de no ser por la narrativa presentada a través de los solos de indescriptible belleza de la concertino Shari Mason (y otros, de particular esplendidez pero no necesariamente unificados en acercamiento estético, como los de Brenner al fagot o los del clarinetista Manuel Hernández), hubiera pasado por un caos ante la falta de homogeneidad discursiva y sonora.
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Lo mejor quedó al final. Dirigido por Prieto, no hay manera de no elogiar sin parecer exagerado la realización del octavo programa, del 19 y 20 de agosto. Quizá el más ambicioso de toda la temporada, dedicado a lo más poético de la segunda escuela de Viena y a la última obra mahleriana, La canción de la Tierra, una “sinfonía” más emparentada con ellos de lo que parece.
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La Passacaglia de Webern con que abrió el programa tuvo una lectura redonda, que aportó comprensión. Y en sonido, una concepción muy unificada de cada sección, de cada textura. Sirvió perfectamente de base –intelectual, se diría– para el Concierto para violín, subtitulado “A la memoria de un ángel” (el ángel era Manon, la segunda hija de Alma Mahler) de Berg.
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Si bien escuchar el Webern más “clásico” sirve de preparación mental, no hay manera de preparar al escucha a este concierto –el más emotivo de cuantos se escribieron para el violín en el siglo XX– como la avalancha profunda de emociones que es. Lo que hizo Augustin Hadelich, el violinista más poético de la actualidad, con él es superior a cualquier descripción. La pureza de su sonido y la interpretación justa, introspectiva, de este testamento artístico sólo es comparable con la nobleza con que nos regaló el Andante de la Segunda Sonata para violín solo de Bach como encore.
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Por La canción de la Tierra, de Mahler, que concluyó la temporada, hay que decir del color de la voz de la mezzo Ruxandra Donose y el tenor Anthony Dean Griffey son idóneos para este repertorio, pero que en las condiciones geográficas de la ciudad es difícil apreciarlas a totalidad, quedaron a deber en volumen y proyección. Por la ejecución orquestal, hay que resaltar los espléndidos solos, de lo mejor que se le ha escuchado –que es mucho–, a la flautista Alethia Lozano.
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FOTO: La orquesta dirigida por Carlos Miguel Prieto cerró su temporada de verano con un programa dedicado a temas de Berg y Mahler. En la imagen, la violinista Shari Mason. / Lorena Alcaraz Minor, Orquesta Sinfónica de Minería.
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