Testimonios

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Luego del mayor conflicto bélico del siglo XX, un alto oficial del ejército derrotado busca engañar a los jueces con trampas, como la búsqueda de una nueva identidad

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POR MARCELO WIO

Testimonio 254B-1C
2 de febrero de 1947
T. M.:
Me entregaron un rifle como si en realidad me estuvieran entregando una azada, una insignificancia, una rutina; sin fatalidad – acaso, apenas una circunspección improcedente. Entonces me pareció demasiado pesado, grande; en una palabra, engorroso – luego, apenas si lo notaba, un poco como pasa con las propias extremidades, que a no ser que uno piense en ellas, ni las advierte uno. Junto con el rifle me dieron unas palabras: “Apunte bien, no desperdicie balas. Una persona, una bala”. Con el tono de decir las cosas más evidentes, las más redundantes; las de andar por casa.

 

Ese día parecía que el arma era un elemento más de todo aquello que se me antojaba parafernalia, atrezo; un poco como las vestimentas y los abalorios de los curas, necesarias para escenificar un mito, para que el creyente, disminuido, pueda creer en todo aquello que se le cuenta más fácilmente. Pero a la mañana siguiente todo se volvió real: no hay fe que soporte eso. Y yo, pare empezar, no tenía ninguna fe. Lo más parecido a una que tenía era la aceptación de mi destino: la panadería de mi padre.

 

Como decía, a la mañana siguiente de mi arribo al campo llegó el primer grupo de personas. Fue la única que vez que tuvieron rostro. Aún los puedo ver; nítidos – más aún que aquella mañana vulgar: un cielo mediocre – como si mimetizara lo telúrico -, el suelo embarrado, el aire tajante traía el olor del abono de los campos cercanos. Uno que estaba a mi lado en aquella oportunidad, un tal B. Z., me dijo: “No los mires a los ojos. De hecho, ni siquiera los mires”. Nunca más los miré. Tampoco volví a ver a B. Z.; al punto que alguna vez llegué a pensar que había sido yo mismo, o un desdoblamiento o algo por el estilo, el que pronunció esas palabras en un idioma que nunca más volvió a existir.

 

Todas las fabricaciones y las ceremonias que nos habían ofrecido como justificación, como dispensa o lo que fuese, se deshizo en ese primer fusilamiento en el que participé. No es que hubiese creído mucho en todo aquello antes; pero la insistencia del mensaje algo había terminado por calar en mí. Después de todo, era apenas era poco más que un adolescente.

 

Los años se sucedieron uno tras otro como si fuesen el mismo que cambiaba indolentemente sus horas mínimas. Recuerdo mi estancia allí como un único y extenso invierno que sólo cedería cuando todo aquello acabase. Pero nunca terminaba: cada vez llegaban más y más grupos, y pensaba que arribaban de la misma manera en que debían llegar los desechos al vertedero. Una tarde, en el barracón que teníamos, dije sin más, ya se sabe, uno de esos comentarios que se sueltan para ver si uno aún tiene voz, o se le cayó: “Por lo menos no estamos en el frente”. A diario llegaban noticias sobre el desarrollo de la guerra que se iban superando en espanto. Un muchacho algo mayor que yo – aunque parecía mayor que mi padre cuando me despedí de él -, que había escuchado mi necia sinceridad, respondió: “No sabes lo que te dices. Ya me gustaría estar en el frente; así, si sobreviviese, sólo me quedarían malos recuerdos, y no la tortura de la conciencia que nos está reservada a nosotros”. El silencio del barracón se derramó y acalló todos los ruidos – un poco como cuando nieva, que acalla las urgencias que nos inventamos.

 

No lo comprendí entonces; después de todo, allí no arriesgábamos la vida – es decir, los sueños que uno había llevado consigo hasta allí para realizar o continuar una vez que todo terminara, estaban (o parecían estar) intactos -, comíamos bien (muy bien, incluso), teníamos buen alojamiento, buena indumentaria. Éramos, creía, unos privilegiados. Sí, estaba aquello que debíamos hacer. Pero si uno aprendía a abstraerse, llegaba a lograrlo más o menos acabadamente. Además – al menos en un principio -, nos hacían rotar bastante, con lo que teníamos bastante tiempo para despejarnos, para hacer de cuenta que estábamos en un cuartel o en cualquier otro lugar menos allí. Para hacer de cuenta que éramos soldados de veras.

 

No fue sino hasta cuando comenzaron estos juicios que comprendí – erróneamente, en un principio – lo que había querido decir aquel camarada. Pero finalmente lo entendí. Aunque ya no sirve de nada- Tampoco es que hubiese servido a esa altura, cuando apenas si quedaban unos meses de contienda y nosotros habíamos realizado tanto -: ni como culpa ni como franco arrepentimiento; apenas, quizás, como un tormentoso e inútil insomnio – que es una forma de castigo y, por tanto, de perdón – de quien no hizo más que obedecer una y otra vez la misma orden.

 

*

Testimonio 1713-17H (Extractos)
5 de junio de 1946
Helmut Karlsen – quien asegura ser T.M.:
Los últimos días fueron caóticos. No, miento, porque la orden perenne de eliminar a los prisioneros se seguía ejecutando sin perturbación, meticulosamente. Lo que sí había, era nerviosismo entre los oficiales. La inminencia de la derrota podía olerse más que el abono y el humo ese que aún no se me quita de encima. Ya había visto a algunos de ellos hurgando entre los documentos de los prisioneros.

(…)
No, Helmut Karlsen no actuaba así. Él, era evidente, ya tenía un plan. Claro que no tenía ni idea que su plan era yo. O, más precisamente, mi identidad.

(…)
La noche anterior a que nos marcháramos de allí con los prisioneros que quedaban, Karlsen me invitó a beber a su barraca. Me pareció de lo más extraño porque nunca nos invitaba – y que me agasajara únicamente a mí, se me hizo mucho más llamativo. Cómo imaginarme que aquello era la apertura de su plan: gambito de coñac y dos meseras fatigadas pero obedientes. Y luego un golpe para asegurarse la inconsciencia.

 

El resto ya lo saben. Entraron allí, me encontraron con su uniforme y sus papeles adulterados con mi fotografía.

 

(…)
Ustedes me han entrevistado en numerosísimas oportunidades ya; saben cómo soy, y, probablemente, más importante, cómo me expreso: como un panadero, no como el hijo de un empresario acomodado.

 

(…)
¿No les resulta extraño que al poco de ser tomado aquel lugar infame por los aliados, mis padres fallecieran en un incendio absurdo? Quienes me podían identificar, morían en poco tiempo. Mi hermana, por supuesto desamor y el efecto de la gravedad conduciéndola del puente ferroviario al río. Mi novia, fatalmente golpeada por el derrumbe de una pared que había quedado inestable a causa de los bombardeos y junto a la que, aseguran, no tenía por qué haber pasado. Todos ellos esperando al final de la guerra para morir. Llamativo. Mejor dicho, muy conveniente, porque todos ellos eran quienes efectivamente podrían decirles a ustedes sin lugar a dudas que yo soy T. M.

 

*

Testimonio 23.547-A (Extracto)
9 de junio de 1946
T.M. (o Helmut Karlsen):
Es muy sencillo. Los oficiales tenían un tatuaje en la parte baja de la axila. Ya saben, las dos iniciales conocidas. Pueden inspeccionar mi cuerpo y la ausencia de esa bochornosa marca.

 

….
EL SUJETO EFECTIVAMENTE NO PRESENTA NINGUNA MARCA – NI TATUAJE, NI EL INTENTO DE TAPARLO, DE SURPIMIRLO.

 

*

Testimonio 25.321-A3 (Extracto)
Helmut Karlsen (que aduce ser T. M.):
No puedo explicarlo… Pero ello no es evidencia de nada – acaso, a lo sumo, de sinceridad (la de quien no recurre a la mentira favorable para suplir el desconocimiento que, evidentemente, juega en su contra).

 

(…)
… me preocupaba, me aterrorizaba el hecho de que tomaran por quien no era, por quien no soy, con todo lo que ello implicaba (o, más bien, sospechaba que podría llegar a implicar, dada la naturaleza de aquel lugar, del trabajo… [duda] de lo perpetrado allí).

 

(…)
… no miré ni palpé (sentí dolor y ardor por un tiempo, claro) por la sencilla razón de que temía encontrarme con un rastro irrevocable, definitivo de su plan – ya sabe, uno tiene un dolor en el pecho y teme que sea algo del corazón, pero en lugar de ir al médico, prefiere quedarse con la duda; así, cree, no se materializará ni una ni otra cosa: sólo es una preocupación que se le ha metido a uno en la cabeza; ¿sabe lo que le digo? Como sea, evidentemente que mi impuesta transformación en Karslen debía ser acabada o, mejor dicho, más convincente que la verdad: debía hacerme (presentarme al mundo de la posguerra) a su imagen y semejanza en aquellos rasgos fundamentales (el parecido físico era irrelevante; después de todo, una fe entera se construye sobre esa supuesta igualdad que empareja a sus creyentes con un dios).Y ustedes también andan con ganas de creerse su rol actual – o, lo que es lo mismo, el papel que se me adjudica: es decir, quieren creer en la distinción nítida entre bien y mal, y, por sobre todas las cosas, quieren creer en el mal absoluto personificado en unos pocos seres; dicho de otra manera, como algo ajeno a ustedes, e, incluso, sospecho, a la humanidad. Así, si paga Karslen o un símbolo en su lugar, lo mismo da: la fe se erige a partir de símbolos.

 

Pero el verdadero asunto es de culpabilidad – y, ante todo, de grado de responsabilidad. Y hay una culpabilidad que les queda muy grande: la colectiva. Incluso la suya. [El entrevistador lo detiene y le pide que se centre en los hechos]

 

(…)
Efectivamente, esto de aquí es una quemadura [el sujeto muestra su brazo izquierdo; sobre la cara interior, a 17 cm sobre el codo hay una cicatriz hipertrófica característica]: Ustedes pueden afirmar que es consecuencia de mi intento por enmascarar el tatuaje, pero no pueden asegurar que tal pretendido tatuaje existía. Lo que, pensándolo, lo hace más efectivo que el propio tatuaje…

 

(…)
Karlsen habrá tenido tiempo (y dinero –eso no le faltaba antes de la guerra, mucho menos después) para someterse a algún tratamiento menos drástico que el del hierro candente.

 

(…)
Casi me he resignado a esta fatalidad. Acaso sea mi forma de pagar por lo que hice. Me refieron a mi sometimiento a esta suplantación de mi identidad; porque no creo en el destino, eso es demasiado fácil. No, fácil no; estúpido.

 

Y ustedes, pues, tendrán un culpable y un ejemplo para la humanidad – ejemplo breve, me temo, visto cómo actúa ésta. Juzgarán a un culpable…, sí…, eso sí; pero no la responsabilidad que creen estar enjuiciando…

 

Karlsen… Karlsen morirá de viejo, sin arrepentimientos y con un montón de nietos que creerán que su abuelo es un hombre entrañable, ejemplar. Casi una negación de este proceso, ¿no le parece?…

 

O quizás, quién sabe, por esas cosas de la vida, se haya producido una transustanciación y finalmente sí ejecuten a Karlsen cuando me ejecuten a mí.

 

A esta altura, da lo mismo. Al menos, a mí. Y, me temo, a todos – tan ansiosos como están de olvidar de una buena vez.

 

ILUSTRACIÓN: Iván Vargas

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