Tiempos de hielo (fragmento)

Oct 3 • destacamos, Ficciones, principales • 5187 Views • No hay comentarios en Tiempos de hielo (fragmento)

POR FRED VARGAS

 

Estos dos capítulos forman parte del adelanto editorial de la novela Tiempos de hielo,  publicado por editorial Siruela y que en breve estará disponible en las mesas de novedades.

 

I

Ya solo quedaban veinte metros, veinte pequeños metros por recorrer para llegar al buzón; resultaba más difícil de lo previsto. Es ridículo, pensó, no existen metros pequeños o metros grandes. Hay metros y punto. Es curioso cómo a las puertas de la muerte, desde esa posición eminente, seguimos pensando en fútiles bobadas, cuando se supone que uno va a enunciar alguna fórmula de importancia, de las que quedarán inscritas con hierro candente en los anales de la sabiduría humana. De las que se divulgarán luego por doquier: “¿Sabe usted cuáles fueron las últimas palabras de Alice Gauthier?”.

 

Aunque no tenía nada memorable que declarar, sí tenía un mensaje decisivo que transmitir, uno que se inscribiría en los anales de la infamia humana, infinitamente más vastos que los de la sabiduría. Miró la carta que temblaba en su mano.

 

Vamos, dieciséis pequeños metros. Desde el portal de su edificio la vigilaba Noémie, lista para intervenir a la primera vacilación. Noémie lo había intentado todo para impedir que su paciente se aventurara sola por la calle, pero el muy imperioso carácter de Alice Gauthier la había vencido.

 

—Ya. ¿Para que lea usted la dirección por encima de mi hombro?

 

Noémie se había sentido ofendida, ese no era su estilo.

 

—Es el estilo de todo el mundo, Noémie. Un amigo mío (un viejo truhán, por lo demás) me decía siempre: “Si quieres guardar un secreto, guárdalo”. Yo he guardado uno durante mucho tiempo, pero me estorbaría para subir al cielo. Y eso que, aun así, tampoco es que tenga el cielo ganado, que digamos. Quítese de en medio, Noémie, y déjeme ir.

 

Date prisa, Alice, o Noémie vendrá corriendo, demonios. Apoyada en su andador, logró desplazarse nueve metros, al menos ocho metros largos. Pasar la farmacia, luego la lavandería, luego el banco y ya habría llegado al pequeño buzón amarillo. Cuando comenzaba a sonreír por la inminencia de su éxito, se le nubló la vista y se soltó, derrumbándose a los pies de una mujer de rojo, que la recibió en sus brazos con un grito. El contenido de su bolso se desparramó por el suelo, la carta se le escapó de la mano.

 

La farmacéutica acudió, preguntando, palpando, afanándose, mientras la mujer de rojo guardaba dentro del bolso de mano los objetos esparcidos y lo depositaba a su lado. Su efímero papel tocaba a su fin, los servicios de emergencia estaban en camino, ya no le quedaba nada que hacer allí, se levantó y retrocedió. Le habría gustado resultar útil todavía, permanecer un poco más en la escena del accidente, al menos dar su nombre a los bomberos que llegaban en tropel, pero no, la farmacéutica había asumido el mando de las operaciones con la ayuda de una mujer presa del pánico que afirmaba ser su enfermera: gritaba, lloraba un poco, la señora Gauthier se había negado en rotundo a que la acompañara, vivía a tiro de piedra, en el 33 bis, ella no había cometido ninguna negligencia. Estaban cargando a la mujer en una camilla. Vamos, hija, esto ya no es asunto tuyo. Bueno, sí, pensó al reanudar su camino. En realidad ella sí había hecho algo. Al sujetar a la mujer en su caída, había evitado que se golpeara la cabeza contra la acera. Puede que le hubiera salvado la vida, ¿quién podría decir lo contrario?

 

Primeros días de abril; el tiempo en París iba suavizándose, pero el fondo del aire era frío. El fondo del aire. Si realmente había un fondo del aire, ¿cómo se llamaba el resto? ¿La parte superior del aire? Marie-France frunció el ceño, irritada por las pequeñas cuestiones que pasaban por su cabeza como moscas ociosas. Precisamente cuando ella acababa de salvar una vida. ¿O se decía la superficie del aire? Se colocó bien el abrigo rojo y hundió sus manos en los bolsillos. A la derecha, sus llaves, su monedero, pero a la izquierda, un papel grueso que ella nunca había metido allí. El bolsillo izquierdo estaba reservado al abono de transporte y a los cuarenta y ocho céntimos del pan. Se detuvo a los pies de un árbol para reflexionar. Tenía en la mano la carta de la pobre mujer que se había caído. “Da siete vueltas a lo que piensas antes de actuar”, le repetía su padre, que por lo demás no había actuado nunca en su vida. Sin duda, el hombre no pasaba de dar cuatro vueltas a lo que pensaba. La letra del sobre era trémula y el nombre en el dorso, Alice Gauthier, aparecía en grandes caracteres borrosos. Sí, era su carta. Había vuelto a poner todas las cosas en el bolso, y con las prisas por recoger los papeles, la cartera, los medicamentos y pañuelos antes de que el viento hiciera de las suyas, se había metido el correo en el bolsillo. El sobre había caído al otro lado del bolso, la mujer debía de llevarlo en la mano izquierda. Por eso había salido ella sola, pensó MarieFrance: para echar una carta al buzón.

 

¿Devolvérsela? Pero ¿dónde? La habían llevado a Urgencias, a saber de qué hospital. ¿Dársela a la enfermera en el 33 bis? Ándate con ojo, Marie-France, ándate con ojo. Da siete vueltas a lo que piensas antes de hacer nada. Si la señora Gauthier había desafiado el peligro para ir sola a echar su carta al buzón, es porque no quería que cayera de ninguna manera en manos ajenas. Da siete vueltas a lo que piensas, pero no diez, ni veinte, añadía su padre, de lo contrario lo que piensas se desgasta y ya no sale nada de ello. No será que no conocemos gente que se haya quedado así, rumiando sin parar toda la vida, es triste, mira tu tío.

 

No, a la enfermera, no. Si la señora Gauthier había salido sin ella de expedición, por algo sería. Marie-France miró a su alrededor para ver si había un buzón. Allí, ese pequeño rectángulo amarillo, al otro lado de la plaza. Marie-France alisó la carta sobre su pierna. Tenía una misión, había salvado a la mujer y salvaría la carta. Las cartas están para mandarlas, ¿no? Por lo tanto, no hacía ningún mal, todo lo contrario.

 

Deslizó el sobre por la rendija reservada a “Otros destinos”, después de haberse cerciorado varias veces de que realmente se trataba del departamento 78, Yvelines. Siete veces, Marie-France, no veinte, de lo contrario el correo no sale nunca. Luego deslizó sus dedos en la ranura del buzón para asegurarse de que la carta había caído realmente dentro. Hecho. Última recogida a las seis de la tarde, hoy era viernes, el destinatario la recibiría el lunes a primera hora.

 

Que pases buen día, hija, muy buen día.

 

II

Reunido con sus oficiales, el comisario Bourlin, del distrito 15 de París, se mordisqueaba las mejillas por dentro, indeciso, con las manos apoyadas en su voluminoso vientre. Había sido buen mozo, según lo recordaban los mayores, antes de que la grasa lo invadiera en unos pocos años. Pero todavía poseía prestancia; prueba de ello era la respetuosa atención con que lo escuchaban sus subordinados. Incluso cuando se sonaba ruidosamente, casi con ostentación, como acababa de hacer. Catarro primaveral, había justificado. No se diferenciaba en nada de un catarro de otoño o de invierno, pero tenía cierto toque más etéreo, menos común, en cierto modo más alegre.

 

—Tenemos que archivar el caso, comisario —dijo Feuillère, el más febril de sus tenientes, resumiendo la opinión general—. Esta noche hará seis días que murió Alice Gauthier. Es un suicidio, no cabe duda.

 

—No me gustan los suicidios sin carta.

 

—El joven de la calle Convention, hace dos meses, no dejó nada —objetó un cabo, casi tan corpulento como el comisario.

 

—Pero estaba borracho como una cuba, solo y sin blanca, no tiene nada que ver. Aquí tenemos a una mujer con una vida normal y corriente, profesora de matemáticas jubilada, una existencia ordenada, lo hemos examinado todo al detalle. Y tampoco me gustan los suicidas que se lavan el pelo por la mañana y se echan perfume.

 

—Precisamente —dijo una voz—. Si uno va a morir, al menos que esté guapo.

 

—O sea, ¿que, al atardecer —dice el comisario—, Alice Gauthier, perfumada y vestida con traje sastre, llena la bañera, se quita los zapatos y se mete en el agua completamente vestida para cortarse las venas?

 

Bourlin cogió un cigarrillo, es decir dos, ya que sus dedos gruesos le impedían sacar solo uno. Por eso siempre había cigarrillos sueltos cerca de sus paquetes. Tampoco utilizaba mechero, debido a la inasible rueda de encendido, sino una gran caja de cerillas, formato chimenea, que le abultaba en el bolsillo. El comisario había decretado que aquella sala era apta para fumadores. La prohibición de fumar lo sacaba de sus casillas: y pensar que se vertían sobre los seres —y digo bien, los seres, todos los seres— treinta y seis mil millones de toneladas de CO2 por año. Treinta y seis mil millones, recalcaba. ¿Y no se puede encender un miserable pitillo en un andén de la estación al aire libre?

 

—Comisario, esa mujer estaba a punto de morir y lo sabía —insistió Feuillère—. Su enfermera nos lo ha dicho: había intentado echar una carta al buzón el viernes pasado, con toda su soberbia, su voluntad de hierro, pero no lo había logrado. Resultado: cinco días después, se abre las venas en la bañera.

 

—Una carta que quizá contenía su mensaje de adiós. Lo cual explicaría que no haya ninguna en su domicilio.

 

—O sus últimas voluntades.

 

—¿Para quién? —interrumpió el comisario aspirando una larga bocanada—. No tiene herederos y dispone de pocos ahorros en el banco. Su notario no ha recibido ningún testamento nuevo, sus veinte mil euros van a la protección del oso polar. Y, a pesar de la pérdida de esta carta esencial, ¿se mata en lugar de volverla a escribir?

 

—Porque el chico fue a visitarla, comisario —replicó Feuillère—. El lunes y luego el martes, el vecino está seguro. Lo oyó llamar al timbre, decir que venía por la cita. A la hora en que está sola todos los días, entre las siete y las ocho de la tarde. Por lo tanto, es ella quien lo citó. Le habrá confiado sus últimas voluntades; en cuyo caso, la carta era inútil.

 

—Un chico desconocido que se ha esfumado. En el entierro, solo había primos mayores. Ningún chico. ¿Y bien? ¿Dónde se ha metido? Si la mujer tenía suficiente confianza con él para convocarlo urgentemente, es que era un pariente o un amigo. Y de ser así, habría ido al entierro. Pero no, se ha desvanecido en el aire. Un aire saturado de dióxido de carbono, les recuerdo. Por cierto, el vecino escuchó cómo se anunciaba al otro lado de la puerta. ¿Con qué nombre?

 

—No lo oyó muy bien. André o Dédé, no sabe.

 

—André es nombre de viejo. ¿Por qué dice que era un hombre joven?

 

—Por la voz.

 

—Comisario —intervino otro teniente—, el juez exige dar carpetazo. No hemos avanzado nada en el caso del alumno de instituto cosido a cuchilladas ni en el de la mujer agredida en el aparcamiento de Vaugirard.

 

—Lo sé —dijo el comisario cogiendo el segundo cigarrillo suelto junto al paquete—. Conversé con él anoche. Si es que se puede llamar a eso conversar. Suicidio, suicidio, hay que dar carpetazo y seguir adelante, aunque sea enterrando los hechos, ciertamente ínfimos, y pisándolos como dientes de león.

 

Los dientes de león son los parientes pobres de la sociedad floral, nadie los respeta, se los pisotea, se los dan de comer a los conejos. En cambio, a nadie se le pasaría por la cabeza pisar una rosa. Menos aún dársela de comer a los conejos. Hubo un silencio durante el que cada cual se debatía entre la impaciencia del nuevo juez y el humor negativo del comisario.

 

—Doy carpetazo —anunció Bourlin suspirando, como vencido físicamente—. Con la condición de que intentemos una vez más esclarecer qué es el signo que dibujó al lado de la bañera. Muy claro, muy firme, pero incomprensible. Ese es su último mensaje.

 

—Pero indescifrable.

 

—Llamaré a Danglard. Puede que él pueda descifrarlo. Sin embargo, pensó Bourlin siguiendo el curso de su pensamiento, los dientes de león son duros y resistentes, mientras que la rosa es delicada y enclenque.

 

—¿Al comandante Adrien Danglard? —intervino un cabo—. ¿De la Brigada Criminal de París 13?

 

—El mismo. Sabe cosas que vosotros no aprenderíais ni en treinta vidas.

 

—Pero detrás de él está el comisario Adamsberg —murmuró el cabo.

 

—¿Y? —dijo Bourlin levantándose casi majestuosamente, con los puños en la mesa.

 

—Y nada, comisario.

 

 

*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas.

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