Tierra Adentro: las propuestas narrativas

Oct 22 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 3275 Views • No hay comentarios en Tierra Adentro: las propuestas narrativas

POR BRENDA RÍOS

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Diego Olavarría encuentra en la crónica la revelación que hace falta para conocer dos lugares: el que describe, que pertenece a un tiempo y espacio; y el lugar que es él mismo. El cuento no hubiera resultado tan efectivo y el ensayo habría agotado la inmediatez, el justo ahí y ahora que la crónica acoge; el instante congelado: una fotografía hecha de palabras. Paisajes, desiertos, personas, rostros, ropas, carreteras, alientos, comidas, climas, extremos, ambientes, situaciones de riesgo, músicas, que llegan a mí, que estoy en la sala de mi departamento en la Ciudad de México, a dos años de esas impresiones que lo llevaron a escribir.

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El cronista es el observador. Pero no usa la descripción para que luego, los otros, imaginemos lo que vio o sintió: juzga y presiona el botón que hace falta. Así que tomo partido, como él hace, estudio el contexto, reconozco la historia de ese lugar remoto. Tan lejos Etiopía de mí, que pienso en documentales, exposiciones de fotografías, libros. Y no creo que sea tan fácil la seducción por lo exótico. El cronista establece desde el inicio su extranjería. Quiere comprender, se esfuerza. Un lugar donde la historia se destruye a conveniencia. Por eso es tan cercano a México, por la velocidad con que se olvida lo que destruye.

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El viaje de El paralelo etíope es sobre un país. Pero no en un solo tiempo. Va y viene, está en Etiopía, luego recuerda su casa de la Ciudad de México, su infancia, otro viaje. Su vida en otros países. Si no miente (y si sí qué más da) el viaje inicia por un cuadro que sus padres tenían en su casa y que siempre creyó que era sobre México, su país de origen. Luego supo que era un lugar en Etiopía y fue justo a buscar eso: una imagen repetida en los 27 años de su historia. Trata de ser objetivo pero no puede. Agradezco eso, la intención. Quiere ser neutral para sus lectores. Pero no puede. Es un libro lleno de extrañeza y de sensibilidad, no de los resabios viajeros de antes del XIX. No es el que viaja dispuesto a ser maravillado. No quiere ser ese explorador del mundo completamente otro.

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Sabe su lugar y desde ahí dispara. Apunta. Dice: esto es así pero yo soy de este modo. Por eso que ellos/eso sea así me sobrecoge. Por el modo desde donde miro. Yo soy un francotirador. Entonces dice: “Todos los humanos somos africanos. Etíopes, para ser precisos […] De no ser por nuestras rodillas flexibles y nuestra impaciencia –tan pronto nos creció el cerebro y aprendimos a recorrer distancias largas, los humanos nos apresuramos a caminar por el mundo– el Homo sapiens sería una especie endémica del este de África. Homo ethiopus, tal vez nos llamaríamos.”

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Olavarría camina cómodamente entre la historia, la reflexión política y el relato personal de su familia: sus trozos de infancia. Entre lo que ve, lo que sabe y lo que sospecha logra un fantástico boceto de un viaje a diversos orígenes. Una crítica sagaz a lo que se llama civilizado y salvaje; extremos de una misma lanza envenenada: “Escribo estas palabras sentado sobre una piedra. Tras unos minutos absorto en mi libreta, levanto la mirada y descubro que una multitud me ha rodeado. El viento arrastra polvo y cáscaras de cebolla que parecen delgadísimos papeles morados. Algún niño intenta arrebatarme esta pluma. Me levanto.”

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Virtudes narrativas

Hay dos cuentos en La virtud de la impotencia, de Alejandro Vázquez Ortiz, que me parecen sobresalientes: “La garrapata” y “Deja de decirle a Dios qué hacer con sus dados”, el primero es asqueroso. Eso lo vuelve notable: un hombre descubre una garrapata en el cuello, no le da demasiada importancia. Algo tan pequeño y molesto se convierte en una pesadilla, la garrapata crece hasta tener el tamaño de su cabeza, de la que cuelga al lado, alimentándose de su sangre. Ese cuento se lee con todo el cuerpo, yo hacía muecas mientras leía. La obviedad de Kafka y los bichos, pero una obviedad no por la repetición temática sino por la alusión teriomórfica. Este hombre/garrapata causa fascinación en el hospital, de tal modo que nota que su vida tiene menor importancia que el animalejo, que tiene fascinados a los médicos. El otro cuento, “Deja de decirle a Dios qué hacer con sus dados”, es casi una escena de cine: una mujer embarazada llega a un sitio donde hay cuatro hombres jugando cartas y a punta de pistola amenaza con matarlos a menos que decidan quién saldrá de ahí para acompañarla al hospital y registrar a su hijo por nacer. Cada uno tiene razones para querer hacerlo: “Nadie dijo nada. Era la manera en que sostenía el revólver lo que les hizo creer que iba en serio. Muy en serio. Su mano blanco parecía fundida a la cacha amarfilada del Smith & Weson del treinta y ocho.”

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Los cuentos que conforman el libro oscilan entre el humor, algo de ciencia, y varias situaciones absurdas. Obsesiones, como el relato de un coleccionista de mendigos que nacen de un ejercicio de observación y meticulosidad. Tiene de su lado una cuidada fluidez y un modo abrupto, decidido, para hacer constar que esas obsesiones son también nuestras.

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Lo más rescatable de esta primera novela de Alejandro Espinoza, Nuestro mismo idioma, es su intención de hacer una novela. Un profesor de preparatoria, indignado porque nadie puede seguirle el ritmo de su inteligencia, parece haberla escrito. Un profesor presuntuoso y enarbolado de grandes causas literarias. Si de por sí leer a un personaje pedante y sabelotodo es pesado, en la novela se tiene la ventaja de que éstos se multiplican: vaya, la cultura se consigue en el oxxo y todos citan a los grandes. Hasta unos secuestradores de poca monta son tan cultos que uno se imagina la misma discusión en un salón de clases, en los primeros semestres de la carrera de filosofía o letras.

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Lenta, lo que se dice caracol, la novela transcurre en Saltillo y en la Ciudad de México. Podría ser en cualquier momento entre el siglo XIX y principios del siguiente. Por la edad del escritor quiero suponer que el tiempo actual le parece tan odioso que prefiere contar como si acabara de llegar a la narrativa decimonónica, ser ese lector nuevo en la biblioteca húmeda y triste de algún pueblo que no conoce qué pasó en el exterior. Un búnker romántico que lo salvó de la frivolidad del mundo contemporáneo.

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Esta es la novela: un adolescente acompaña a su abuela a Saltillo, será vecino de una mujer que resulta ser hija de un político. Ella, recién llegada de Europa, es incapaz de adaptarse al medio; él, ávido lector y escritor además, comparten una historia de persecución, intriga política y amores infructuosos. Ahora, agregar a todo eso el coctel necesario para hacer volar la imaginación: citas de escritores y títulos de libros. A Paul Auster se le da muy bien esa combinación; a Nabokov; a Woolf; incluso Bolaño de pronto acierta aunque, en mi caso, termino por dejarlo hablando solo ya que no quiere salir del tema. Sin embargo, aquí, ese profesor enojado que parece poseer a todos los personajes, hace que las alusiones, citas literarias, reflexiones filosóficas, sean como las botas con incrustaciones de metal de alguien que arrojan a la alberca.

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FOTO: Paralelo etíope, Diego Olavarría, Fondo Editorial Tierra Adentro, 20015, 150 pp. /La virtud de la impotencia, Alejandro Vázquez Ortiz, Fondo Editorial Tierra Adentro, 20015, 103 pp./ Nuestro mismo idioma, Alejandro Espinosa Fuentes, Fondo Editorial Tierra Adentro, 20015, 186 pp.

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