Tito Lucrecio y la poesía atomista

Feb 19 • Reflexiones • 3013 Views • No hay comentarios en Tito Lucrecio y la poesía atomista

 

Escrito en el siglo I antes de nuestra era, De rerum natura es un poema que recoge nociones previas del atomismo griego, el cual supone que el cosmos está formado por pequeñas partículas en movimiento sometidas a ciertas leyes naturales que no dependen de una divinidad, por lo que es una teoría más próxima a la ciencia que al mito

 

POR RAÚL ROJAS
Del célebre Tito Lucrecio Caro, un filósofo romano que posiblemente vivió del año 99 al 55 antes de nuestra era, sólo un libro de su puño y letra pudo sobrevivir el paso del tiempo. ¡Pero que libro! Se trata del tratado De Rerum Natura (La naturaleza de las cosas), un extenso y bello poema que a través de sus versos describe la primera cosmología atomística de la historia.

 

Tres siglos antes, Aristóteles había formulado su propia cosmología idealista, geocéntrica y basada en cuatro elementos fundamentales: tierra, aire, agua y fuego. Diversas religiones ofrecían también su propia explicación del origen y destino del universo, pero más bien como cosmogonías, es decir como relatos míticos de la creación del mundo.

 

La de Lucrecio es la primera exposición in extenso de la filosofía atomista del filósofo griego Epicuro (342-270 AC), quien amplificó y completó el atomismo de sus antecesores Demócrito y Leucipo de Mileto. A pesar de los 2 mil años transcurridos, el texto de Lucrecio se lee como una disquisición lúcida y francamente moderna del mundo que nos rodea. Pero no es sólo la física de la creación lo que ocupa a Lucrecio. A lo largo de su poema el autor romano explora la contingencia de la vida humana, discute el temor a la muerte y muchos otros temas que habían sido ya abordados por la escuela de Epicuro en el siglo tercero antes de nuestra era. De los más de 300 escritos que se dice produjo aquel filósofo griego, sólo tres cartas y unos cuantos aforismos sobrevivieron. Correspondió a Lucrecio y Cicerón el honor de rescatar el hedonismo radical y el atomismo pionero de Epicuro, uno de los mayores enemigos del idealismo en la filosofía.

 

Y, sin embargo, a pesar de su importancia, el poema de Lucrecio se perdió eventualmente en las bibliotecas. De su existencia daban cuenta algunas referencias en otras obras, entre ellas las de Cicerón. No fue sino hasta 1417 que se encontró en un convento un pergamino con el texto. Es decir, el poema estuvo perdido durante siglos y sólo desde hace 600 años se reincorporó a la literatura universal. El descubridor del documento fue Poggio Bracciolini, llamado El Florentino, un bibliófilo “cazador de manuscritos”, es decir, especializado en rastrear obras clásicas de cuya existencia se sabía sólo por obscuras referencias. Poggio llegó a ser secretario apostólico del Papa en Roma y tenía acceso a las colecciones de escritos de los monasterios. De una de esas colecciones, posiblemente en la actual ciudad de Fulda en Alemania, Poggio salvó el tratado de Lucrecio para la posteridad.

 

De Rerum Natura está dividido en seis libros: los dos primeros son netamente cosmológicos, el tercero y cuarto tratan de la naturaleza humana y problemas cognitivos, mientras que el cuarto y quinto tocan cuestiones sociales e históricas, como la descripción de la peste en Atenas, con lo que concluye el poema. Pareciera, por esa estructura, que Lucrecio no llegó a terminar la obra, aunque eso no ha sido claramente establecido. En 1987, arqueólogos italianos descubrieron los fragmentos de un ejemplar de la “naturaleza de las cosas” en Pompeya, en una villa con una biblioteca. La obra había sido escrita en un papiro enrollado como cilindro, lo que los romanos llamaban un “volumen”.

 

Lucrecio comienza con una vigorosa introducción dedicada a Venus, como patrona de la naturaleza, para ir directamente al grano. Para Lucrecio, el cosmos está poblado de átomos moviéndose de manera caótica (“en guerra mutua”), pero en el que, no obstante, ciertas “leyes naturales” determinan lo que sucede y no dioses actuando de manera arbitraria. Para el poeta romano “el primer principio de las leyes naturales” es que “nada nace de nada, como si fuera un milagro de los dioses”. Todo tiene una causa física y el material que conforma la tierra o nuestros cuerpos sólo se recicla incesantemente: “la naturaleza forma todas las cosas … y estas se diluyen de nuevo en ella cuando se descomponen”. El material primigenio de todos los objetos son los átomos, que Lucrecio llama “elementos”, y que, aun sin ser visibles, integran todos los cuerpos a nuestro alrededor. Pero se requiere un ingrediente más. Lucrecio escribe: “la naturaleza consiste de dos componentes: los cuerpos y el vacío”. Lejos de que lo material ocupe completamente todos los intersticios del universo, el vacío existe y es necesario para el movimiento de los átomos. Por eso las piedras o las esponjas son más o menos densas, en proporción a los átomos y al vacío que contienen. Sin el vacío, los átomos no podrían desplazarse de un lugar a otro.

 

Las elegantes estrofas de Lucrecio explican además que los “cuerpos primarios” tienen una extensión mínima. Es decir, la materia no puede ser divisible al infinito, hasta que tuviéramos un polvo casi de puntos geométricos, porque reconstituir los cuerpos a partir de entes sin extensión tomaría un tiempo infinito. El universo no podría entonces pasar por sus ciclos periódicos de construcción y destrucción. Por eso Lucrecio concluye que “los cuerpos primarios son sólidos” y tienen un tamaño mínimo. Además, “al no contener vacío, deben ser eternos”. Esos elementos son “unidades de materia inmutable”, infinitamente duros. No es necesario que exista un número ilimitado de átomos diferentes; una colección finita de tipos de átomos puede reproducir todos los objetos y sus calidades. Esos átomos no tienen color, olor o sabor. Es su combinación y “entrelazado” lo que produce nuestras percepciones sensoriales. De ahí que Lucrecio compare a los átomos con las letras del alfabeto que “pueden expresar muchas cosas, variando solo su orden”. Todo esto son conclusiones impresionantes, tomando en cuenta que Lucrecio escribe a 19 siglos de distancia de la teoría atómica de, por ejemplo, Dalton. Hoy sabemos que el número de partículas elementales es limitado y que la tabla periódica de los elementos no pasa de los 94 presentes en la naturaleza (y unos pocos más en el laboratorio).

 

Lucrecio afirma algo que posteriormente muchos físicos asumirán, es decir, que el universo es infinito. A diferencia de la cosmología aristotélica, que postulaba una serie de esferas concéntricas alrededor de la tierra, para Lucrecio el “cosmos no tiene límite y no hay nada más allá de él”. La teoría geocéntrica sería un equivoco grave, ya que en un universo infinito “no puede haber un centro”. En un universo tal los átomos no pueden concentrarse como en el fondo de un recipiente, es decir, se encuentran en movimiento eterno, todos “caen” en ese espacio ilimitado, pero chocando los unos con los otros. El movimiento de caída de los átomos contiene un elemento estocástico que ocasionalmente los hace abandonar la línea recta de su trayectoria, aun sin colisión. Es lo que Lucrecio llama el “desvío” o “viraje” aleatorio de los elementos, lo que produce un mundo de átomos en colisión, en unión y desunión permanente para constituir y degradar todas las cosas. Hasta las piedras “se desgastan con el tiempo … incapaces … de litigar contra las Leyes de la Naturaleza”. La tierra y los humanos no seríamos por eso nada especial. La naturaleza caótica del universo debe conducir a crear múltiples mundos porque “todos nacemos de las mismas semillas cósmicas”. Y en efecto, la mayor parte de los elementos hoy conocidos es “cocida” en estrellas de hidrógeno y helio, de ahí surgen los planetas. Como dijo el astrónomo Carl Sagan: “estamos hechos de polvo de estrellas”.

 

Para el humanista Stephen Greenblatt, sin embargo, “el núcleo del poema de Lucrecio es una meditación profunda y terapéutica sobre el miedo a morir”. Como vemos, la cosmología de Lucrecio es materialista. La religión y los dioses no juegan ningún papel en la conformación y destino del universo. De ahí que nuestra existencia misma sea algo casual en un cosmos que opera sin ningún plan preestablecido. Al morir retornamos simplemente a la situación que existía antes de haber nacido. ¿Por qué temer ese destino? Todos los días, después del trabajo extenuante, buscamos descanso para “huir de nosotros mismos”. Olvidamos que la muerte es finalmente el descanso final que nos libera de todos nuestros problemas y tribulaciones.

 

Relacionado con este tema, en el libro tercero Lucrecio aborda un problema que agobiara a todos los filósofos durante siglos, hasta Descartes y más allá. Es el problema de lo espiritual y su conexión con el mundo físico. Lucrecio, siguiendo a Epicuro, se mantiene firmemente en el campo de los materialistas. El poeta romano afirma que el espíritu, la mente, es una “parte física del hombre, como lo son la mano, el pie y los ojos”. La mente no es algo externo al cuerpo, un agregado inmaterial, sino algo físico. La vida que anima a nuestros miembros tiene su origen en átomos “que son las semillas del aire y del calor”. Estos permean todos nuestros órganos, los que sólo mueren cuando esos átomos los abandonan. La mente o espíritu está alojada en el pecho, donde “sentimos miedo o alegría”. El alma, por su parte, está distribuida por todo el cuerpo y “obedece a la mente”. Ésta es la única que razona, pero el alma la puede “golpetear” de regreso, como cuando el miedo nos paraliza. Pero al final de cuentas “mente y alma son algo físico”. Los átomos de la mente deben ser “muy pequeños y redondos”, es decir, muy móviles, ya que podemos imaginar cosas más rápidamente de lo que suceden en el mundo exterior. Al morir no se percibe cambio alguno del peso de la persona, lo que demuestra que los átomos que han abandonado el organismo deben ser muy ligeros. Y el principio que inicia el movimiento, el libre albedrío, mora por eso en las profundidades del cuerpo. Es el cuarto principio que, unido a las propiedades de los átomos del calor, del aire y del viento conforma el “alma dentro del alma”, es decir, nuestra sensación de existir como individuos. Pero ya sin recipiente material, al morir, es inevitable que la mente y el alma también perezcan. Si por casualidad el movimiento caótico de los átomos del universo reconstituyera nuestros cuerpos, no lo sabríamos, ya que la memoria de otros tiempos se habría perdido.

 

Parecería extraño que el libro cuarto y quinto de Rerum Natura se ocupe de fenómenos tan disímbolos como el movimiento de los planetas y estrellas, el origen de la vida, de la sociedad, de la religión, de la música, de los terremotos, volcanes y magnetos, y finalmente de la peste en Atenas. Pero es quizás una parte necesaria del programa materialista de Lucrecio, que quiere explicar la sociedad y el todo sin recurrir a la religión y los mitos. Muchas explicaciones son desacertadas, por ejemplo, al postular que la atracción de los magnetos se debe a la tendencia del hierro a desplazar el vacío cercano a un magneto. Se le va acabando el ímpetu al poema, que concluye de forma extraña, relatando el caos en la Atenas de la peste.

 

Pero decía arriba que la escuela de los atomistas, Demócrito y Epicuro, representa la primera filosofía materialista de la historia. Siglos después de Lucrecio, un estudiante alemán escribirá su tesis doctoral sobre aquellos dos filósofos griegos y una de sus fuentes será precisamente De Rerum Natura. Entre Demócrito y Epicuro tomará partido decididamente por el segundo, ya que su teoría del “desvío” aleatorio, ausente en Demócrito, sería lo que abre la posibilidad de introducir el libre albedrío en la filosofía y fundamentar así la posibilidad de nuestra libertad.

 

Ese estudiante era Karl Marx, quien en 1841 partiría de los atomistas griegos para desarrollar su propia concepción materialista de la historia. Es en esa tesis que Marx escribe: “la atomística de Epicuro, con todas sus contradicciones, es la ciencia natural de la autoconsciencia”. Por eso “Epicuro es el más grande pensador griego”.

 

FOTO: Grabado que representa al poeta latino Lucrecio, realizado por el artista holandés Michael Burghers. La obra es el frontispicio del libro Of the Nature of Things, impreso en Londres, circa 1682/ Crédito de foto: Especial

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