Todo paisaje es un presagio
POR MIJAIL LAMAS
La madurez poética que Andrea Cote alcanzó con Puerto calcinado (2003), su primer libro, la ubica como una de las voces más interesantes del panorama de la poesía colombiana, al mismo tiempo que le otorgó un puesto visible en el ámbito de la lengua española como una de las voces más propositivas e interesantes de la escena poética actual.
Muestra de ello fue su inclusión en el 2011 en la antología Poesía ante la incertidumbre editada por Visor, en la que aparece junto con otros poetas cuya propuesta es la recuperación del diálogo poético con el otro, en oposición al proceso de incomunicación y entropía de cierto neo vanguardismo experimental.
La poesía de Andrea Cote se distingue desde sus inicios por una elaboración formal que privilegia la expresión de imágenes, así como por una búsqueda de tonalidades contrastantes. Ya en Puerto calcinado el sujeto de la enunciación lírica borda sobre el ámbito doméstico, el paraíso de la infancia versus la transgresión de la imagen desoladora y violenta. Su poesía entonces estaba construida en un lenguaje íntimo, cuyos poemas son de una verticalidad dolorosa, y un reflejo necesario de su entorno.
Con materiales de similar catadura se levanta La ruina que nombro, el nuevo libro de la autora. En éste, Andrea Cote plantea una teoría del paisaje que es presagio de la huida, ahí donde lo transitivo son los viajantes, ésos que observan al desierto abrirse en su desolación, tratando de entender su crueldad, descubriendo que esa crueldad no existe sino en ellos mismos y que son ellos con sus migraciones y exilios lo único que cambia en la naturaleza cíclica y eterna del paisaje.
Surge entonces la pregunta: ¿Es La ruina que nombro una especie de secuela de Puerto Calcinado? Sí, en el sentido del que el tono es similar, ya que recupera algunos gestos y motivos de éste, pero el paisaje se va a configurar de manera distinta. En La ruina que nombro la mirada se amplía.
Para crear una mayor unidad en la apertura, el sujeto de la enunciación se desdobla y opta por la construcción de imágenes apoyadas en figuras de naturaleza arquetípica y en apartados donde los escenarios cambian.
Si como nos advierte la autora “todo paisaje es un presagio”, en el primer apartado “Sobre perder” el desierto se revela como un dios reseco y ciego al que se opone la Diosa lluvia del apartado “Cosas frágiles”. Ambas presencias son espacios de la pérdida, por un lado la luz que todo lo rechaza y que a sí misma se combate, por el otro el agua que en su limpieza todo lo disuelve y lo olvida.
Los dioses que habitan estas páginas son presencias implacables, a veces son sordos monolitos que acontecen con una indiferencia natural, como natural y atemporal es la existencia de las cosas.
Es para que no te aferres
que existe un dios de la ausencia,
señor del desierto
y de las cosas que,
como la sombra,
existen por la fuerza de la luz que las rechaza.
Aunque eventualmente encontramos versos de largo aliento, predomina el verso breve, entrecortado, que nos da la sensación de un sollozo melódico y asonante. Hay también una tensión gramatical que hace notar esa congestión anímica que acentúa el pathos de la expresión. Tanto la brevedad de los versos como dicha tensión sintáctica, genera un vértigo y una velocidad que nos dirige inevitablemente a la catástrofe.
Qué natural
va tu misiva en la hojarasca
y ligeras también se van tus manos,
tus palabras,
tan recias
y tan nuestras
ahora
nunca más,
ya son del viento.
Estos versos brevísimos tienen, por momentos, una cadencia trocaica que nos recuerda la musicalidad del famosos “Nocturno III” de uno de los poetas fundacionales de nuestro verso libre, el también colombiano José Asunción Silva.
Las ramas se doblaron a causa de la luz
y la tierra dibujada
se hizo lenta y perceptible
y por meses
era ese
su único don.
De los paisajes amplios del desierto en “Sobre perder” a la nostalgia del puerto o la vegetación apesadumbrada que salpica otros apartados, en las “Soledades ajenas”, el registro se mueve a los espacios urbanos y el tono de la voz cambia. Del lirismo ya familiar, Cote consigue una modulación que nos presenta a la ciudad como una ruina en proceso, donde la degradación de sus espacios, la luz empañada y sucia, van destilando la decadencia, la caída en forma de hábitos, la negación y locura.
En cada uno de los poemas de este volumen nos queda la sensación de que todo sucumbirá, pero sin redención. Esta ruina que la poeta nombra y que nos nombra, ejerce en nosotros una atracción a ese momento justo de antes de la catástrofe o la muerte, donde las cosas del mundo adquieren una gracia inusitada que es en sí misma presagio del final.
La ruina que nombro, de Andrea Cote, reafirma su lugar dentro de un selecto grupo de poetas contemporáneos, pues dueña de un estilo lleno de resonancias y a la vez personal, nunca pierde de vista el hecho de que la poesía es un acto que debe dejar impreso, en el lector, una marca perdurable.
*La ruina que nombro es el segundo libro de poemas de Andrea Cote / Foto: Especial