#TodosSomosAndrew
POR IVÁN MARTÍNEZ
No sin sorpresa, he visto la avalancha de recomendaciones rumbo a la próxima entrega de los premios Oscar centrada en uno solo de los títulos de la categoría de mejor película: Whiplash, de Damien Chazelle (1985), quien ha incursionado con fuerza en el cine sobre músicos, ya en su ópera prima como director, Guy and Madeleine on a park bench (2009), o más recientemente en la fársica y fallida Grand piano (Eugenio Mira, 2013), de la que fue guionista.
Aun con el difícil panorama al que se enfrenta en competencia y cartelera, el elogio de críticos y el de-boca-en-boca de cinéfilos le han colocado al centro de discusiones en las últimas dos semanas. No fue, sin embargo, hasta escuchar la cantidad de alusiones a ella, y a personajes de la vida real, en pláticas entre músicos, que me permití verla.
Las reservas siempre son muchas, el cine de ficción sobre la vida de los músicos suele dejar sabores amargos más allá de la simple decepción: bajo la premisa de utilizar clichés románticos acerca del arte, ver un pedazo de la vida de uno convertido en caricatura o ver minimizado el trabajo de ensayos que requiere un buen concierto, enfurece a niveles de obsesión.
Por eso Whiplash, como Quartet (Dustin Hoffman) y otras muy contadas excepciones anteriores, ha gustado tanto a músicos clásicos aun cuando su historia suceda en el ámbito del jazz.
El filme, espejo de la propia obsesión que tuvo Chazelle por ser baterista antes de dedicarse al cine, se centra en los andares de Andrew Neyman, encarnado en Miles Teller en la interpretación más potente de su joven carrera, en su camino por convertirse en el mejor baterista de la historia. Andrew estudia en la escuela más importante de jazz de los Estados Unidos, nombrada para esta ficción el Conservatorio Shaffer. Ahí, el sueño de todos los alumnos es pertenecer al prestigioso ensamble del temible Terence Fletcher, un papel que quizá le dé el Oscar a J. K. Simmons como actor de reparto. Como es de esperarse, Fletcher da un lugar a Andrew en su big band y lo que sigue debería omitirse en cualquier reseña que se respete.
De lo que sí se puede hablar, y que me ha sorprendido por la naturaleza de los debates que ha provocado fuera del ámbito musical, es de la obsesión de ambos personajes por la perfección y sus métodos para llegar a ella: la represión del elogio tiene aquí su mínima expresión en una frase genial de Fletcher, “las dos palabras que más daño le han hecho al mundo son ‘buen trabajo’”; otra muestra poco violenta es la escena en que el director aterroriza hasta el llanto a un trombonista haciéndole dudar sobre su afinación, siendo la duda la causa de su expulsión; hay también muchos insultos impersonales y el uso de contacto físico para precisar el manejo del tempo.
Nunca creí que nuestros métodos fueran vistos como algo tan violento (¡ya veo a las organizaciones civiles censurándola si la historia se desarrollara en Rusia!): los comentarios han ido de la incredulidad de quienes sí se creyeron la película en la que si el talento existe, se puede tomar un violín después de quince años y tocar el mejor concierto de una vida, a la comparación con Guantánamo y a las lecturas metafísicas que se la han buscado y que, preguntando a Chazelle se confirmaría, salen sobrando.
Les tengo una noticia: el filme casi podría pasar por costumbrista; y por eso tampoco puede compararse con Black swan (Aronofsky, 2010), una comedia involuntaria que tampoco gustó a los bailarines. Estoy convencido que Whiplash es simplemente un retrato de la vida en los conservatorios.
Shaffer es Berklee, la escuela de Boston, y no hubo necesidad de disfrazar el nombre de Carnegie Hall ni de la orquesta de jazz residente en el Lincoln Center. Fletcher es 9 de cada 10 maestros de la Ollin, la Nacional de Música o el Conservatorio Nacional. Y en mayor o menor medida, Andrew somos todos.
Nunca vi golpes, pero supe de ellos. Desde niño hasta mi experiencia con orquestas profesionales, he escuchado insultos en casi todos los ensambles de los que formé parte o a cuyos ensayos he asistido como observador; estos, ya en el descanso, suelen ser más bien motivo de burla hacia quien los profirió. Psicológicamente, no tengo palabras para describir el llanto y la desesperación después de una mala clase. Y en el ámbito físico, no hace falta ser un insider para darse cuenta de las marcas que le quedan a uno: el cuello de los violinistas, el pulgar derecho de los clarinetistas… los labios partidos del trompetista que toca por horas con su banda en la fiesta de su pueblo: tres ejemplos con los que se puede vivir, para no mencionar las lesiones permanentes que acaban psicológicamente con los artistas, dejan huérfano a su público y aterrorizarían, éstas sí, a cualquier espectador.
Whiplash, además de ser una película fotografiada con la belleza de los mejores retratos que un artista quisiera ver en su programa de mano, es una historia que entierra el cliché del músico prodigio mal retratado continuamente por el cine. No para contar una historia con la que todos podamos estar en contacto, sino para contar una verdadera: Andrew tenía todo el talento, pero era necesario el sudor de sangre para que Carnegie Hall lo descubriera.
*Fotografía: El actor estadounidense Miles Teller personifica a Andrew Neyman, protagonista de la película Whiplash (2014) / Crédito de foto: Especial.
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