Tom Tykwer y el fracaso providencial
POR JORGE AYALA BLANCO
En Un holograma para el rey (A Hologram for the King, RU-Francia-Alemania-EU, 2016), perfeccionista filme 10 del gozoso epítome actual de un formalismo cosmopolita germano a veces delirante de 51 años Tom Tykwer (Corre Lola corre 98, El perfume 06, Tres 10), con guión suyo basado en la regia novela homónima de Dave Eggers, el ultrafracasado ejecutivo viajero cincuentón Alan (Tom Hanks) que lleva colgando como estadounidenses fardos psicosociológicos vueltos existenciales la trágica bancarrota desempleadora que provocó en una empresa y el desplome de su matrimonio con una desalmada Roby (Jane Perry) que está dejando sin posibilidades universitarias a la hija meserita de ambos Kit (Tracey Fairaway), debe ahora, en el archijerárquico mundo al revés de Arabia Saudita, atravesar por todo tipo de vicisitudes rocambolescas, al lado de su sanchopancesco chofer-guía de naquísimos gustos retropoperos y revisor paranoico del motor de su auto para confirmarlo libre de bombas Yousef (Alexander Black), y debe sobreponerse a cualquier género de choques culturales, abandonos e impedimentos, para lograr al fin presentar ante los ojos divertidos del inaccesible Rey de esa nación (Mohamed Attifi) un espectáculo promocional a base de hologramas tridimensionales tendiente a convencerlo de las cualidades del proyecto de un magno desarrollo arquitectónico, tarea también abocada al fracaso, pero paradójicamente aquí se trata de un fracaso providencial, pues el buen Alan ha decidido en paralelo rebanarse a cuchillo pelón un gigantesco tumor de su espalda, con el objeto de hacerse atender por la heterodoxa doctora desafiante de carnosos labios sensoabultados Zahra (Sarita Choudhury) y conquistarla por siempre jamás.
El fracaso providencial lleva la insólita metáfora del hombre contemporáneo como holograma viviente hasta inesperadas consecuencias límite: ese ente-holograma que enfrenta todos los obstáculos del mundo en el otro confín del universo para organizar el show mercantil de hologramas tan tridimensionales como él y a su imagen y alegórica semejanza, ese hombre hipotético atrapado en cierta realidad virtual que sólo llegará a ser una realidad objetiva, individual, concreta y tangible merced a sus pequeñas grandes decisiones, casi invisibles, cual sobrenaturales esfuerzos mínimos, pues en última instancia ese desidealizado infeliz Alan funge como el ideal sujeto tristón de una fábula multidimensional y abierta, un nuevo minimizado insecto de la Metamorfosis de Kafka autoacusado de todo sin siquiera tener derecho a un Proceso e intentando infructuosamente entrar en el Castillo, el detentador de otra inextirpable Náusea de Sartre traducida en perpetuo gesto de asco y de repulsión angustiada, un rebelde absurdo del existencialismo de Camus cargando interminablemente su piedra de Sísifo para encarar la Peste del cosmos financiero y de su propia Caída, un solitario patético en los lindes de una discapacidad mental o física similar a las ya encarnadas y abatidas por el mismo Tom Hanks en Forrest Gump o en Náufrago (Zemeckis 94/00), un gemelo propositivo del rutinario bípedo indistinto de Anomalisa (Kaufman-Johnson 15), o bien, un extravagante chivo expiatorio que no será crucificado al término de su Calvario, un Quijote transnacional que se sanchopanciza aún más en cada salida por el peligroso campo supervigilado, un pionero Hombre en Vilo de Saul Bellow debiendo lidiar con lastres relacionales de Herzog e involuntarias aventuras exóticas de Henderson el Dios de la Lluvia, pero ante todo un especimen sublimado por la filosofía del fracaso: el fracaso externo para triunfar en el fuero interno, que parecía exclusiva del Woody Alien de Dos extraños amantes (77) o Zelig (83), sus semejantes, sus lamentables hermanos, al cabo de un forzado itinerario humano y de un metafísico hermetismo tan sólo aparente.
El fracaso providencial está concebido y filmado con maestría, aunque a modo de un simple ejercicio de estilo, como si el desigual Tykwer fuera de nuevo en retroceso un esteta debutante, o un sabio decadente de regreso de todo sin haber jamás llegado a ninguna parte, acogiéndose a una forma fílmica en el extremo de lo fluido y lo monocorde, del ritmo trepidante sobriamente equilibrado y del imperturbable flujo laminar con abundantes ideas visuales, donde se escalonan traumáticos flashazos mentales, insidiosos top-shots de la ducha o bajo cualquier otro pretexto, elegantes vistas todoabarcadoras del interior de una colosal tienda de campaña semivacía en medio del desierto y de edificios impersonales o en construcción, sintetizadores planos cortos, rutilantes elipsis carreteras, para obtener momentos tan sugestivos o desternillantes como el devastador arranque onírico-deseante del héroe haciendo estallar auto y casa y esposa en nubecitas solferino, el gag irracional de cierta laptop echando una intempestiva bocanada de humo, el cuchillo alcanzando de improviso la bolsita de grasa de la espalda, la mancha de sangre omnipresente por encima de la ropa, el recurrente acoso por skype del contacto empresarial Eric (Erik Meyers) o el cortón a la figura ladillosa del padre autoritaria Ron (Tom Skerritt) por la misma vía en línea, el crucial efecto en los mingitorios de uno de los compulsivos chistes babosos del joven Alan (Lewis Rainer) sobre un desdeñoso príncipe Jalawi (Atheer Adel) que reacciona cual Mamadeus de Forman (84) con una interminable carcajada idiota, la tentación cumplida del elevador franco expectante, los encuentros inesperados de frente con el asimismo inaccesible contacto en jefe Karim Al-Ahmad (Khalid Laith), las deambulaciones melancólicas entre la rechazante fotogenia arábiga, las afanosas transformaciones mágicas por el próximo arribo de su majestad, o así.
Y el fracaso providencial se consuma finalmente como una parábola de la sexualidad reencontrada en el amor clandestino y disidente, más allá del estallido cultural y económico de dos culturas a la vez.
*FOTO: Un holograma para el rey está protagonizada por Tom Hanks y Sarita Choudhury/ Especial.
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