El libro olvidado de Tomás Segovia

Nov 16 • destacamos, principales, Reflexiones • 3628 Views • No hay comentarios en El libro olvidado de Tomás Segovia

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

Quienes creen que la crítica literaria es una actividad periodística del orden judicial ejercida por un lector profesional dedicado a “recomendar” novelas o tacharlas como si fueran películas, suelen ser los mismos quejosos de que en México “no hay crítica literaria” y aducen oscuras razones, asociadas con la moral o la política, para probarlo. Se olvida así, por ignorancia, que la reseña es sólo la forma mínima, tan sólo por su extensión, del ensayo literario y que aun en esas brevedades se presentan obras maestras, como las conocidas reseñas escritas por Borges antes de ser Borges.

 

La llamada Edad de la Crítica terminó en los años sesenta y setenta cuando la teoría literaria se impuso en las universidades y se alejó de los lectores indispuestos con sus modosas terminologías, aspirantes a hacer de la “escritura” un sujeto a desentrañar según la regla y el baremo de las facultades aspirantes a otorgar la toga doctoral.

 

Insisto porque la crítica literaria no sólo se ejerce a través de una hemerografía rica en más de dos siglos, pero actualmente devastada por el tránsito hacia la red, sino porque ocurre que el teórico literario y no pocas veces el poeta mismo, decide, remontándose a Platón y a Aristóteles, escribir tratados de poética y de retórica, útiles para atrincherarse en la guerra de las escuelas o para apoyar a la propia obra con una demostración geométrica. Y en ese sentido, la literatura hispanoamericana cuyo género más idiosincrático, como lo corroborase José Gaos, es el ensayo literario y pese a que filosofar no es lo nuestro –se quejaba Unamuno– tiene en México una prosapia pocas veces presumida como tal.

 

Tres de las grandes poéticas de la lengua se escribieron aquí y no está de más recordarlas: El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria (1944), de Alfonso Reyes, de la cual ya me ocupé en esta columna hace varias semanas, El arco y la lira (1956), de Octavio Paz, libro de cuya relectura sigo sacando provecho, y más recientemente, Poética y profética (1985), de Tomás Segovia (1927-2011), tratado cuya aridez y complejidad, si es ardua de descifrar a cabalidad en eremíticos seminarios, más lo es sirviéndose de párrafos dominicales como los míos. Sólo quisiera señalar que se trata de una verdadera trilogía, de libros destinados a dialogar entre sí, más allá de la escasa información que Reyes, Paz y Segovia nos transmitieron sobre esa carrera de relevos.

 

Paz mantuvo al tanto a Reyes, durante su redacción, de lo que terminaría por ser El arco y la lira, pero el regiomontano –me imagino– recibió en silencio esas noticias porque su lectura probablemente lo convenció del envejecimiento vertiginoso de su propio tratado. Si El deslinde nos parece neoclásico y positivista, El arco y la lira, por algunos considerado “la poética del surrealismo” está asociado, desde luego, al tiempo de las vanguardias. Paz, inclusive, siguió agregando elementos a su poética durante el resto de su vida (en Los hijos del limo, de 1974 y en La otra voz, de 1991). De Poética y profética, por desgracia, sólo alcanzó a decir, un año después de su publicación, que se trataba del “tercer nacimiento” de Segovia, quien vio la luz cerca del Mar Mediterráneo y tuvo su segundo nacimiento, como poeta, en el México al que llegó de niño, exiliado.

 

La dificultad de figurarse un diálogo entre El arco y la lira y Poética y profética no sólo se debe al distanciamiento político entre Paz y Segovia durante sus últimos años, mutua reserva que, por cierto, se entiende mejor leyendo el tratado del poeta de origen valenciano, que como toda poética digna de ese nombre es político-teológica también: el poder y la legitimidad no eran la misma cosa para uno y otro escritor. Y los casi treinta años que separan El arco y la lira de Poética y profética fueron belicosos, los de la colonización de la literatura por toda clase de teorías. Aunque Paz intentó entender las relaciones venideras entre la poesía y la tecnología, hombre al día en la ciencia contemporánea, no cabe duda de la naturaleza histórica de su tratado –la herencia vanguardista– mientras que el de Segovia es de temple polémico.

 

La suya, la de Poética y profética, es otra batalla, no por sutil, parsimoniosa y a ratos hasta cerril, la emprendida contra “la caja negra” de los posestructuralismos y también desdeñosa de la injerencia del psicoanálisis en literatura, combates de absoluta actualidad en los años ochenta durante los cuales Tomás dictó cátedra y redactó el libro. A esas alturas, Paz se había detenido desde tiempo atrás, en cuanto a los maîtres à penser se trataba, en Claude Lévi–Strauss, aunque a sus libros sobre el antropólogo francés y Marcel Duchamp, les faltó –decía– un tercero dedicado al teórico literario de origen ruso Roman Jakobson. De haberse escrito esa obra, hubiera metido a Paz de lleno en Poética y profética, libro cuya lectura requiere de un saber lingüístico que, al menos a mí, me rebasa sin piedad. Muchos años antes, el joven Segovia anotaba el 28 de junio de 1956, en su Diario: “Terminado El arco y la lira. Magnífico, aunque estoy en desacuerdo con muchas cosas. De lo que se trataría es de tomar esa antorcha y proseguir…”

 

El propósito final de Poética y profética, ejemplificado en el examen de El villano en su rincón, de Lope de Vega, El príncipe de Homburgo, de Heinrich von Kleist y La vida es sueño, de Calderón de la Barca, era recuperar para la poética, el sentido, aquí y ahora, que le pretendían arrancar toda clase de científicos, falsos o verdaderos desde los novísimos semiólogos hasta los más rancios positivistas, guarecidos en las ciencias, reales o falsas, del lenguaje y de la mente. Profesoral, elaborada –muy en el tono universitario de la época por quien no era un académico– más para la confidencialidad del seminario que para su lectura a la luz del día, Poética y profética, utilizando a Lope de Vega, penetra en la visibilidad (o no) del poder y cómo su lectura barroca puede alimentarnos, mientras que el interludio con Von Kleist reafirma la convicción segoviana de que él, el poeta de Anagnórisis y quienes nacimos en el siglo XX, estábamos más cerca de los románticos alemanes que estos de Voltaire, de lo cual se desprende un Calderón de la Barca escribiendo La vida es sueño en clave trágica y no cómica, lo cual quiere decir que la posmodernidad –concepto eludido por Segovia– no puede sino leerse, otra vez, a través de la ley de los muertos.

 

“La historia”, se concluye en Poética y profética, “no empieza en ningún punto, el sentido está siempre ya empezando, toda imagen tiene ya un pasado y un futuro”. Segovia fue un traductor ejemplar y con esa humildad, más que con la arrogancia del poeta –según escribió Luis Fernando Lara, tan cercano a la génesis de Poética y profética–, se atrevió a ejercer la profecía de que toda interpretación se vive simultáneamente a la experiencia del lenguaje y no puede ser reinterpretada mediante retóricas ajenas y antipáticas a la poesía. Un ejemplo. Contra lo que llegó a decir, en un momento de extravío, el buen Barthes, el Poder no es un lenguaje –fascista o no fascista– pero su ansiada legitimidad radica, precisamente, en hacerse pasar como tal. Y no es que Poética y profética esté exenta de contradicciones, como ante Hegel, condenado por su teoría de la historia pero aplaudido como precedente del racionalismo científico de Gaston Bachelard, pensador muy del gusto de Segovia.

 

Si el poeta pudo ser menos árido al escribir Poética y profética, no lo sé, pero siguiendo Sobre la dificultad, de Steiner, me considero afortunado de no haber entendido muchas cosas en mis varias tentativas de lectura, pero gracias a ellas y a Segovia, creo estar seguro de alguna verdad, como aquella de que la crítica literaria no puede ejercerse sin admitir a la creación poética siempre por encima de ella (aun cuando el crítico escriba mejor que el poeta), dado que esa convicción devuelve el sentido a su lugar en la literatura. Para Antoine Compagnon, otro de los adversarios de la teoría literaria aunque ajeno al aroma un tanto existencialista de Segovia, ese sentido es el infrecuente “sentido común”. Sé, como es menester, que Poética y profética siempre tendrá pocos lectores, pero su presencia, junto a la de El deslinde y El arco y la lira, es un formidable argumento a favor (porque no voy a caer en la trampa de distinguir a la crítica de la teoría) de la historia vigente de la crítica literaria –del arte de la lectura– en México.

 

 

FOTO: Tomás Segovia recibió el Premio Juan Rulfo de la FIl de Guadalajara en 2005./REUTERS/Mario Castillo

 

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