Traducción, el lenguaje universal
El crítico literario escribe sobre el proyecto de la escritora Ariana Harwicz, quien aboga por la traducción como fenómeno literario, como aparato crítico dentro de la literatura y como vaso comunicante entre la obra, el escritor y el lector
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Una vez leídos Degenerado (2019) y la Trilogía de la pasión (2022), las novelas de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977), quedé convencido de estar ante una de las escritoras más interesantes de la lengua, como lo escribí en otro lugar. Busqué sus libros de ensayo y sólo encontré Desertar (Dharma Books, 2021), el diálogo sobre la traducción que la escritora sostuvo con uno de sus traductores, el cuentista uruguayo Mikaël Gómez Guthart (1982). La conversación resulta ser previsiblemente suelta y erudita, y desde el título, denodadamente cosmopolita, pues la “deserción” de ambos amigos se refiere a Harwicz, la argentina que se hace escritora en Francia, y a Gómez Guthart, necesitado de dejar París para encontrarse a sí mismo en Buenos Aires. Ello, subrayo, es lo menos interesante del volumen de apenas ochenta y siete páginas, pues estos traslados y peregrinaciones son casi obligados en la literatura del siglo XXI. Por fortuna, se ha perdido el miedo cerval al “desarraigo”, una de las manías nacionalistas y se ha entendido, con Pío Baroja, me parece, que el nacionalismo sólo se cura, precisamente, viajando.
En Desertar queda del todo claro —si hay que decirlo, lo digo— lo muy argentina que puede ser Harwicz, tanto como sólo puede serlo una argentina, no tanto en París, sino en esa provincia francesa que ella ha poblado, literariamente, con un ímpetu que yo no leía en los autores locales al menos desde los Giono y los Mauriac. Y su corresponsal, nacido en Montevideo, es hombre versado en lo que ahora llaman “traductología” y aunque se abstiene de usar la horrible palabra, Gómez Guthart, a su vez admirador de Louis–René des Forêts, raro entre los raros, sabe lo suyo de ese oficio esencial que todavía cuando apareció Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción (1975), de George Steiner, era un mundo increíblemente poco visitado por doctos y legos, siendo como es, el tuétano de toda transmisión cultural. Gracias a Harwicz y a Gómez Guthart, volví a leer, anoche, algunos capítulos del clásico de Steiner, lo cual es motivo suficiente para darles las gracias. Contra Lost in translation, el título de aquella película de Sofía Coppola, Desertar demuestra que traduciendo nada se pierde.
Tras compartir con el lector sus iniciaciones en la escritura y la traducción es a Harwicz a quien toca poner el listón más alto, y afirmar, con conocimiento de causa que “Martha Agerich toca a Schumann —Piano sonata no. 2 in G Minor Op. 22— rapidísimo, faster, faster… pero, ¿cómo toca Argerich ese movimiento de Schumann 20 o 40 años después? Le cambia el tempo, entonces la misma pianista toca al mismo Schumann pero otro Schumann. ¿Qué le modifica, qué envejece, qué queda inalterable? Son las mismas preguntas para la traducción”.
“Si se niega la traducción, sostiene Gentile en su polémica contra Croce, es necesario ser congruente y negar el lenguaje”, agrega Steiner desde Después de Babel y esa necesidad absoluta de la traducción no es del todo un lugar común, como debiera serlo, según se entiende en Desertar. Me ha tocado escuchar a escritores, grandes y pequeños, salir con esa tontería de “yo no leo traducciones”, lo cual impele a preguntarles cómo andan su hebreo, su arameo y su griego para invitarlos a traducir Los rollos del Mar Muerto, en beneficio de quien ignoramos, por fuerza, la mayoría de las lenguas que se hablaron y se escriben en el planeta. Curiosamente, esa infatuación no es frecuente entre los buenos lectores, ávidos de traducciones, por naturaleza.
En ese punto conviene volver a Harwicz, quien evoca al hoy famoso Juan Rodolfo Wilcock, “quien cubre toda la experiencia del traductor al ser también crítico y poeta” o a Édouard Roditi, quien después de verter a André Breton al inglés fue traductor del ejército norteamericano en los juicios de Nuremberg, según anota la escritora, entiendo que con alguna experiencia en el ejército israelí y buena conocedora de los totalitarismos del siglo pasado.
Aquí Gómez Guthart interviene con un “Borges decía justamente que el Ulises de Joyce era intraducible al castellano y al francés, al ser idiomas de palabras polisilábicas y sin palabras compuestas”. En ese momento de la conversación ajena, hubiera querido cruzar el espejo y pregúntarles a cada uno, presencialmente, que piensan del Finnegans wake, traducido completo al español por el argentino Marcelo Zabaloy en 2016. Su versión la comenté aquí en Confabulario y hasta entrevisté al propio Zabaloy para Letras libres hará más de un año. Si, como dice Steiner, la querella entre la intraducibilidad y la traducibilidad divide al mundo desde antes de Platón, Zabaloy torna deliciosa a la segunda opción, ateniéndome a la liberalidad de Gómez Guthart, quien tras elogiar al agente de seguros José Salas Subirats, traductor “aficionado”, en su día, del Ulises, dice “no hay buenas ni malas traducciones, traducir es solo una forma de leer. Una manera inquieta de leer”.
Me quedo un rato con el traductor uruguayo porque habla del estreno en París de Los hermanos Ashkenazi, del hermano mayor de Isaac Bashevis Singer, que mi bisabuelo Samuel protagonizó en el Yiddish Art Theatre en 1937, en Manhattan, un año antes. Gómez Guthart piensa que a Israel Joshua Singer le hubiera sido ininteligible esa traducción al francés, pero afirma —el talmudista Steiner aprobaría— que no todo tiene por qué ser comprendido. “¿Dónde dejar la dulzura de un misterio?”, leemos en Desertar.
“Yo desconfío de toda traducción que se hace pasar por la gemela de su original, como esos padres que se divierten vistiendo igual a sus hijas para dar mayor efecto al parecido”, dice Gómez Guthart sentencioso y sale a hacerle el dúo, aun más sentenciosa, Harwicz para situarse “en medio de las guerras entre las teocracias y las democracias laicas” porque “hay tres formas de pensar la traducción”: la atea, la creyente o la agnóstica. “Los creyentes”, sigue la celebrada autora de Mátame, amor (2012), “piensan que se puede leer a Shakespeare en ruso o en castellano, es él, seguro, es Shakespeare, lo leemos en todas las lenguas. Los agnósticos obviamente dudarán, leo a Shakespeare en portugués, es y no es, lo conozco un poco, lo reconozco. Y al final, los schopenhauers de la traducción, los cioranes, los ateos dirán: no conoceremos nunca a Chékov si no leemos ruso”.
Harwicz, también, le hace a su traductor una pregunta sobre el robo en ese dominio: “¿Cómo maneja un traductor la justa medida entre plagio, robo y originalidad cuando trabaja con varias traducciones de referencia? No me imagino a un autor en la mesa con cinco o seis novelas abiertas y yendo a una y otra para escribir la suya”. Gómez Guthart responde con el folklore de los hijos sirviéndose de las traducciones de sus madres: Marcel Proust, Borges…
Tras leer Desertar y detenerme en ciertos pasajes de Después de Babel, encuentro a Steiner comentando que sólo los pedantes saben que Amédée Pichot fue el responsable de la fiebre byroniana que infectó Europa hacia 1820 porque se le ocurrió traducirlo del inglés al entonces hegemónico francés. Los pedantes, o para decirlo igual pero más bonito, los happy few, a la Stendhal, encontrarán alegría y curiosidad en Desertar, la conversación entre Ariana Harwicz y Mikaël Gómez Guthart.
FOTO: La escritora argentina Ariana Harwicz, autora de Desertar (Dharma Books, 2021). Crédito de foto: Europa Press
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