Transtierro
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Un hombre queda atrapado en las redes absurdas de corrupción y violencia en Rusia, su única opción es desaparecer; huir no es suficiente
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POR IVÁN MEDINA CASTRO
Soy el resultado del desamparo y de la turbación. Mi nombre es Oleg y esto es lo que vengo a contarles:
Me enteré a través de papa vía un amigo suyo que trabaja en el Ministerio de Asuntos Internos. En la narración menciono que él tuvo contacto con dos personas, una de ellas era su conocido, Vladimir Nikolaevich, pero en realidad fue el otro individuo quien le confirmó a papa sobre la muertede Alisher.
Después de lo sucedido a Alisher y a mí, tenía miedo de ir a la policía. Soy checheno y tras los atentados en la línea azul del metropolitano de San Petersburgo hubiera sido contraproducente, por eso papa pensó que quizá Vladimir podría ayudarnos.
El día de la entrevista no hablé con Vladimir, sufrí un colapso nervioso así es que papa se ocupó de todo. Cuando superé la crisis recapacité y me dispuse a transmitir la idea de que el mundo real de injusticias y engaños podía ser distinto del aparente, por tal motivo, las cosas no podían quedarse así, los responsables de la muerte de Alisher debían ser castigados. Mientras meditaba cómo proceder, recordé que a mediados de noviembre recibí una llamada de Alisher. Busqué el registro en el móvil y llamé, resultó pertenecer a una enfermera de nombre Tatiana, ella había atendido a Alisher mientras estuvo internado en el hospital Alexandrovskaya. Solicité un encuentro y el 11 de diciembre nos reunimos en el parque Shuvalovsky. Le pregunté qué había pasado con Alisher pero ella se negó a hablar. Su rostro se veía marmóreo con unas profundas ojeras iguales a dos bolas de billar y no cesaba de mirar sobre sus hombros. Durante la reunión traté de convencerla para que hablara pero hubo silencio, uno antes de las palabras, en un querer decir lo que no puede decirse y ante mi insistencia me miró fijamente y con prontitud se marchó.
A la semana timbró mi teléfono, era Tatiana solicitando una reunión en el sitio de la vez anterior. Mientras me aproximaba a ella observé cómo, de manera ociosa, se tocaba las manos como queriéndose quitar una mancha indeleble y cuando fue sorprendida por mi presencia abrió los ojos hasta que no se le vieron los párpados, era como si la muerte le cruzara por la cara. Meditó
por un momento, respiró y con voz quebrada contó: “apuñalaron a Alisher como a un cerdo. Sí, como a un pernil cuando quieres meterle los condimentos en los huecos”. Aunque no mencionó nada sobre la fecha del suicidio. “Cuídate mucho”, dijo por último. Siempre he odiado que me recomienden cuidado. Es como si alguna confabulación me esperara en el camino.
Días después de la entrevista con Tatiana escribí una carta al Procurador del Distrito para denunciar lo acontecido:
Señor Procurador, no sé cómo compaginar el texto con las lágrimas. A inicios de mayo, Alisher y yo pescábamos durante el anochecer en la playa Jezeshahr; de pronto una lancha tripulada por cuatro individuos emergida del averno cruzó las tinieblas nacientes como una luciérnaga. La barca se aparejó a la nuestra y sus tripulantes demandaron gasolina. Alisher se negó y ante la respuesta uno de los tipos sacó de un baúl una Kaláshnikov y lo golpeó en el estómago obligándolo a ir al almacén por combustible. Yo no pude hacer nada, quedé paralizado ante la hierra del miedo. Una vez que Alisher regresó, la misma persona del fusil y de mirada insomne, como de pupilas de vidrio, ordenó el suministro de gasolina cada quince días, de no hacerlo, nos mataría. Nomás escuché esa sentencia y todos los acontecimientos futuros de mi vida se presentaron tan fugaces y tenues como los furtivos destellos esmeralda de las luciérnagas. Antes de retirarse de allí, los tripulantes a bordo alzaron los puños y proclamaron la liberación de Chechenia.
Realizamos la entrega a lo largo de cuatro meses y entrando al quinto, Alisher mandó a los separatistas a la mierda. No volví a saber de él hasta que recibí la llamada del hospital en donde se ahorcó.
Yo seguí surtiendo provisiones durante un mes más pues los guerrilleros suspendieron actividades hasta que las cosas mejoraran en altamar. La guardia costera había incrementado los patrullajes. Quiero agregar lo siguiente. En una ocasión, una segunda lancha apareció y escuché que entre los tripulantes comentaban sobre el costo de la amapola en Moscú, además, un pálido rayo de luna blanqueó algunos paquetes con cocaína, por lo tanto no descarto un nexo entre la guerrilla y Bratva.
Fue durante la suspensión de actividades que aproveché para desaparecer. Viajé a Moscú y permanecí escondido en la casa de mis padres, pero todo cambió tras enterarme del suicidio de Alisher. Él me dio el coraje necesario para narrarles lo ocurrido. No podía seguir así… manteniendo tal oprobio.
El 15 de diciembre fui a entregar la misiva a la procuraduría. Un oficial recibió mi escrito y tras leer el documento me pidió que esperara. Tiempo después regresó, rompió la carta en mis narices y dijo amenazante que me largara de allí. No había manera de nombrar lo que escuché. Esto era miserable. Parecía normal odiar a la vida, joderse hasta el vómito. Matarnos sin ninguna consecuencia, vivir en un mundo de muertos en vida, como zombis.
Días después de haber entregado el testimonio, caminaba de regreso a casa y no lejos de ahí había un vehículo estacionado de donde se apeó un individuo vestido de civil que me llamó por mi nombre. Pidió mis documentos de identidad y mientras reaccionaba, recibí un golpe por la espalda que me hizo caer, ya en el suelo comenzaron a patearme. No recuerdo más, perdí la conciencia y cuando desperté por las tímidas gotas de lluvia que resbalaban sobre mi rostro, me di cuenta de que me encontraba en un cieno desierto sobre un charco de negrura, digamos, una mancha de vacío. Desde entonces me mantengo suspendido entre la muerte y la vida.
Llegué desfalleciente a casa y fue papa quien me llevó al nosocomio. En el área de urgencias el médico a cargo pidió que levantara una denuncia por la gravedad de las lesiones pero me negué a hacerlo; el miedo se había anidado una vez más en la médula de los huesos. Los días siguientes heridos de muerte se arrastraban a lo largo del tiempo sin que acabaran de morir.
Temía que bajo cualquier pretexto me detuviera la policía, los revolucionarios o los miembros del crimen organizado para así acabar conmigo y concluir el tema. Estaba asustado y muy mal físicamente, sentía que me desvanecía como una nube. No establecí contacto con nadie y quise creer que, por lo pronto, la policía me había dado por muerto pues posterior al levantón desperté ensangrentado entre ramas y hojarasca. Empecé a pensar qué podía hacer para no permanecer escondido. Mi madre recomendó acudir con Tschevchencko, abogado experto en derechos humanos. Narré los hechos a Tschevchencko y coincidió en que la situación era muy difícil y debido a que los organismos del Ministerio del Interior estaban corrompidos, nunca entregarían a uno de los suyos, si es que eran ellos los involucrados. Terminó sugiriendo que lo único por hacer era abandonar el país. Además, puso como ejemplo lo sucedido con Sergey Magnitsky, un caso conocido a nivel internacional sobre violaciones de lesa humanidad cometidos por miembros del Estado a pesar de estar involucrados organismos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
Ante la desesperanza papa buscó a Vladimir para preguntarle qué había averiguado el segundo hombre pues él trabaja para el Estado en la Casa Blanca, porque han de saber que en Rusia también existe una Casa Blanca. Vladimir nos explicó que las cortes, la procuraduría y la policía actúan de idéntica manera, se protegen de sus fechorías unos con otros. Son un eslabón de la misma cadena. Es una política de Estado que les permite asustar a la gente y así controlar a las masas. Concluyó que me había convertido en un testigo peligroso de un delito bastante serio y lo mejor para mí era huir.
Tomé en serio las palabras de Vladimir y decidí cambiarme a otra provincia. Con la ayuda de papa me instalé en Samara y a un mes de haberme mudado, recibí una llamada de un número desconocido, contesté y de súbito una voz sentenció: “¿Qué?, creías que no te íbamos a encontrar. Regresa a asistir al movimiento o te colgaremos del escroto”. Colgaron y mi reacción fue quedarme petrificado con un sentimiento de miseria profunda; tan densa que centelleó y, desde ese momento, no pude saber qué calle tomar o cuál evitar. La vida inspiraba más espanto que la misma muerte. En ocasiones pensaba que todo estaba perdido y sin embargo, me aferraba a no abandonar el país. Estaba dispuesto a luchar pero, ¿dónde?, ¿contra quienes? Decidí llamar la atención de la sociedad civil vía los medios de comunicación. Busqué el teléfono de la columnista Olga Selivanova del periódico La verdad de Moscú. Le detallé lo sucedido, de las amenazas en mi contra, de cómo me golpearon, también le mencioné que la procuraduría se negó a auxiliarme. Y aunque la periodista escuchó con atención, lo lamentaba, no quería involucrarse. Ya habían asesinado a muchos periodistas por abordar temas concernientes con los nexos entre la mafia y los separatistas o algunos funcionarios con Bratva. Es indudable, pensé, que una injusticia vale más que un desorden. Ella también insistió en que debía de abandonar el país.
Ese mismo día salí de Samara rumbo a Kaliningrado a casa de un familiar. El encuentro fue a oscuras y en el beso se mezcló el sabor de las lágrimas, sin embargo, por una causa imprecisa, me invadieron unas ganas enormes de cogerme a mi prima para demostrar que también gozaba de poder. Mi espanto fue mayúsculo al tomar conciencia sobre mis pensamientos. Nunca se está seguro de la cobardía del más cobarde. Corté mi prepucio y lo tragué como forma de mitigar mis bajas pasiones.
Al día siguiente, me comuniqué con mis padres para avisarles que había llegado con bien, entonces me enteré que dos civiles se presentaron en casa con el interés de regresar algunos papeles a mi nombre. ¡Qué susto! Eran los mismos documentos extraviados en el paraje donde fui golpeado y aunque la descripción no encajó con los agresores, en ese periodo de incertidumbre todos eran sospechosos. Narré todo lo sucedido a mi prima… Ella, con un valor admirable se antepuso al llanto y en completa tranquilidad me encomió a abandonar Rusia pues no existiría un lugar seguro en el país. Era cuestión de tiempo para que me encontraran, el uso de una tarjeta de crédito, la utilización del pasaporte en un traslado en el autobús interurbano o el registro del alquiler. Resignado, me escondí dentro del guarda equipaje del auto de mi prima y ella me condujo a la frontera con Lituania, mientras, desde un orificio en la cajuela veía pasar los automóviles y sus estelas de luz amarilla en el frío de la noche. Luces que hacían pensar en el fulgor de los días posteriores al transtierro.
En Lituania, establecido en el centro de la ciudad, en principio me creí libre, en lo que respecta al mundo y a mí mismo pero la soledad luminosa y continuamente deseada del artista es lo contrario de la reclusión taciturna del exiliado. Por la mañana marqué a mi prima y alterada contó que cuando llegó a su domicilio, un grupo del Centro de Combate al Extremismo registraba su apartamento y tras comentar que cometían un acto ilegal respondieron que tenían derecho de romper el piso de ser necesario.
Y ahora ¿qué me queda? ¿quién prestará atención a mi testimonio?, ¿habrá alguien en el mundo que quiera escucharme? Desde la ciudad contemplo la niebla dos veces densa y sobre la losa antigua de la calle vago como un fantasma con pisadas que conducen a ninguna parte.
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