Tras la música de Rulfo
POR HUGO ROCA JOGLAR
Distancia, confusión y silencio
A partir de que Juan Rulfo publica los cuentos de El Llano en llamas (1953) y la novela Pedro Páramo (1955), los melómanos mexicanos, cansados de arte lírico anclado en la melodía, encuentran la inspiración perfecta para una obra contemporánea y lanzan al aire una plegaria: Compositores de México, la de Rulfo es literatura brutal, brillante, actual y trágica, que alguien la haga ópera…
Las respuestas son desalentadoras. Bernal Jiménez muere sin haber leído a Rulfo; Moncada y Moncayo lo leen y les intriga, pero su formación decimonónica los condena al heroísmo. Aunque Sandi con Elena Garro (La señora del balcón, 1964) y Salvador Moreno con João Cabral de Melo Neto (Severino, 1961) crean dramas a partir de letras de su tiempo, sus lenguajes musicales son básicamente posrománticos y suenan a cosa superada. Rodolfo Halffter, ventana hacia las vanguardias, perdió en la España fratricida su única ópera (Clavileño, basada en textos de Miguel de Cervantes), y durante su exilio mexicano abandonó por completo el género; Julián Carrillo prometía tanto con sus wagnerianas Matilde (1910) y Xiúlitl (1921), mas se ha perdido sin regreso en un demencial laberinto de posibilidades microtonales.
Los melómanos quedan tristes. Rulfo los llena de sueños musicales modernos, pero los compositores callan, y de su silencio se infieren así sus pensamientos: Le negamos a Rulfo una ópera, no tenemos su música. ¿Cómo escucharlo?, ¿en dónde buscar sus sonidos? Desconocemos cómo cantarlo.
Extraños visitantes
El Llano en llamas y Pedro Páramo eran, pues, libros que nadie puede trasladar a partitura. El caso llega a Carlos Chávez, el compositor mexicano más famoso del mundo. Domina el serialismo pero también técnicas antiguas, como la polifonía renacentista. Parece el único capaz de resolver la insalvable distancia entre las artes mexicanas, en las que las letras se le han vuelto inalcanzables a la ópera. Pero a Chávez no le interesa el asunto. Aduce falta de tiempo y la necesidad de que alguien financie el proyecto. El dinero se lo dan los gringos y así escribe su única ópera para Estados Unidos: The Visitors (Nueva York, 1957), cantada en inglés con libreto de Chester Kallman. El resultado es místico, plástico, coral, satírico, histérico, impredecible y virulento.
Chávez no saca a Rulfo del silencio, pero los jóvenes compositores (muchos de ellos alumnos suyos) toman la extranjera ópera chavista como punto de partida para desarrollar una nueva era del arte lírico mexicano, de intensos acentos literarios y que al final desemboca en el llano.
Música y literatura
Los compositores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX son lectores voraces. Viven en un universo de interminables posibilidades de articulación sonora. Deben ir de aquí allá frenéticamente, de los procedimientos electrónicos hasta dislocar todos los parámetros para obtener partituras sin jerarquías pasando por la improvisación y la música visual. A través de tantos mundos, la literatura les sirve de guía porque concreta direcciones. Con la protección del Chávez omnipresente y el atrevido impulso de The Visitors, se encadenan las óperas nuevas, que abrevan de fuentes literarias desperdigadas en las épocas.
Alicia Urreta va al realismo europeo decimonónico de Honoré de Balzac (El romance de doña Balada, 1974) y Carlos Jiménez Mabarak a la Independencia de México (La güera, 1982). Sólidos en el siglo XX, Federico Ibarra toma a Saint-Exupéry (El pequeño príncipe, 1988) y González Meléndez a Ray Bradbury (El marciano, 1988), mientras Mario Stern hace cantar alfiles, peones y damas en una obra (Jaque, 1978) que reproduce una partida de ajedrez jugada entre Hinan y Mardle. Las mujeres buscan mujeres; Hilda Paredes hace El palacio imaginado (2003) con un cuento de Isabel Allende y Marcela Rodríguez La sunamita (1991) partiendo de Inés Arredondo.
Resplandece el ligero espejismo de un movimiento nacionalista cuando Mario Lavista se une a Fuentes (Aura, 1989), Daniel Catán a Paz (La hija de Rappaccini, 1991), Leandro Espinosa a Alfonso Reyes (Ifigenia cruel, 1989) y González Medina a Ibargüengoitia (Serafina y Arcangela, 2001). No obstante, se desvanece rápidamente con tres saltos cuánticos: de J. Antonio Guzmán a la novela gótica The Monk de Matthew Lewis (Ambrosio o la fábula del amor, 1992); de René Torres al Decamerón que Boccaccio escribió en el siglo XIV (Doña Zenaida, 2001), y de Manuel Enríquez, cuya única ópera (Malinali, 1993) es sobre la conquista de Tenochtitlán.
Dos integrantes de esta generación, Julio Estrada y Ricardo Zohn-Muldoon, leen Pedro Páramo con fines líricos y comienzan a escribir sendas óperas, pero Víctor Rasgado se les adelanta y compone en 1990 por primera vez en la historia de México una obra lírica inspirada en Rulfo: Anacleto Morones, basada en el último cuento de El Llano en llamas.
Anacleto Morones de Víctor Rasgado
Anacleto Morones narra la historia de un grupo de mujeres que quieren hacer santo al recién fallecido Niño Anacleto como forma de agradecerle los placeres sexuales que les prodigó en vida. La partitura de Víctor abarca la totalidad del relato a través de 14 cuadros divididos en dos actos. “El motor original para mi composición fue la lucha entre comicidad y tragedia que impone el texto”, dice Víctor.
En la partitura, este contraste está reflejado en dos líneas generales: “de un lado, el grupo de mujeres está representado por un elemento de continuidad y estática que propongo desde los timbres claros de los alientos y cuerdas y gestos un poco impulsivos; del otro, el personaje protagonista, Lucas Lucatero, está representado por un movimiento constante y gestos evidentes interpretados por los metales y percusiones”.
Estas líneas no mantienen un flujo independiente; conforme avanza la partitura, se acercan lentamente hasta combinar sus propiedades, de tal forma que al final de la ópera Lucas Lucatero es representado por los gestos e instrumentos que pertenecían al coro de mujeres, quienes, a su vez, poco a poco van adquiriendo gradualmente las características de Lucas Lucatero.
La tendencia a fundir unidades en apariencia antagónicas no se limita al plano musical, sino que se extiende hasta la relación escenario-auditorio: la ópera sigue representándose aun en el intermedio; por ejemplo: al final del primer acto, se escucha una cinta magnética al tiempo que el personaje principal, Lucas Lucatero, continúa su actuación (se prepara y come unos tacos de frijoles y después ofrece agua de arrayán al público).
La ópera Anacleto Morones ganó el Concurso Internacional Orpheus (1995) y se publicó por Ricordi, la misma casa editorial de Puccini. Su estreno fue el 9 de septiembre de 1995 en el Ciao Melisso de Spoleto.
Murmullos del Páramo de Julio Estrada
Julio Estrada, discípulo de Messiaen y Stockhausen, es el primer compositor mexicano en escribir una ópera basada en Pedro Páramo. Lo hace por partes; primero publica Doloritas (1992), que abarca desde el principio hasta la muerte del protagonista, y comienza a escribir el resto de la historia en Susana San Juan, pero la deja inconclusa. A principios del siglo XXI decide unir ambas y cubre la novela completa bajo el título Murmullos del Páramo. La ópera se estrena el 12 de mayo de 2006 en Madrid con dirección escénica de Sergio Vela.
Julio imagina a Rulfo leyendo su propia novela (una voz seca que golpea las palabras) y siente que “para Rulfo la esencia del ser es sonar”. Sus descripciones evocan sonidos; imbuyen en el lector el deseo de experimentarse a sí mismo en mundos musicales, y Julio, fascinado por esta música que surge de la interacción de sonoridades y palabras, tiene la necesidad de responderle al libro.
Es un proceso dialéctico; de ahí que su ópera no cuenta la historia de Rulfo, sino que la contesta desde una dimensión onírica. La partitura tiene cinco partes (Penumbra, Doloritas, Espectros, Susana y Penumbra) y se plantea desde el árido silencio del llano. Está escrita para nueve pequeños módulos orquestales aislados unos de otros e integrados por una voz operística (soprano), trombón, contrabajo, guitarra, varios actores que murmuran, un tipo cuya única labor es hacer ruido y grabaciones (realizadas in situ por el compositor) de viento, lluvia, aves, insectos y vacas pastando.
Se trata de una ópera en la que el melómano escucha lo que Julio está soñando cuando la voz de Rulfo le lee Pedro Páramo: resuenan los fósiles y todo se calla para escuchar el lamento de una caja con trenzas; la impresión es la de un silencio que se rompe, una quietud que se quema. El final es una propuesta de eternidad: la música como última señal de todo ser, por encima del destino y por encima de las palabras.
Comala de Ricardo Zohn-Muldoon
En el pensamiento musical de Ricardo Zohn-Muldoon es posible identificar una fascinación por la voz y el misterio poético. Construir atmósferas tenebrosas con la orquesta y presentar impresiones vocales de lo que ahí acontece es una característica recurrente en su música. Sus búsquedas artísticas desembocan en Comala, cantata escénica diseñada para soprano, tenor, tres actores y ensamble de cámara (flauta, clarinete, violín, violonchelo, guitarra, piano y dos percusionistas).
Comala no abarca toda la novela de Rulfo. Es un mosaico de fragmentos hilvanados en torno de una convivencia de pavorosa y angustiante sensualidad, donde los personajes vivos, oprimidos por el tiempo que los obliga a comunicarse con apremio, hablan, mientras que los muertos expresan por medio del canto su reflexión libre.
Esta regla vocal permanece inflexible a lo largo de la obra hasta llegar a la escena 14, cuando Juan Preciado, al descubrir su propia muerte, deja de hablar para expresarse de una forma que integra parlamento, murmullo y canto; recurso vocal que simboliza el tránsito entre las dimensiones material e inmaterial, el instante en que el cuerpo se convierte en espíritu.
La escritura orquestal tiene la función de ilustrar al desquiciado pueblo y Ricardo se vale principalmente de un diseño tímbrico que explota oposiciones y yuxtaposiciones entre sonidos reales (producidos por técnicas normales de ejecución) y sonidos fantasmagóricos (producidos por técnicas extendidas).
El ritmo es vertiginoso; presenta cambios constantes y siempre compases irregulares. Como el tiempo se ha dislocado de su flujo real, es necesario matizar delicadamente sonoridades de mucho empaste de instrumentos. Christian Gohmer, único director mexicano que ha dirigido la obra, pone un ejemplo: “el uso de armónicos en la cuerda combinado con sonido con aire en la flauta, molto sul ponticello [tocar cerca o en el puente del instrumento] de en la cuerda combinado con ataques dal niente [producir notas gradualmente desde el silencio] de la madera, o la combinación de la percusión y el piano, que tiene el papel de excitar, poner en resonancia el espectro armónico y ayudar así a la fusión de los distintos timbres del ensamble completo”
Comala fue grabada a finales de 2010 en Estados Unidos por el sello Bridge Records junto con otras obras de Zohn (la miniópera El niño polilla y un ciclo de canciones orquestales) en un disco intitulado Cantos, con el director mexicano Juan Trigos al frente de la Eastman Broadband.
En el verano de 2011, el disco fue nominado al Premio Pulitzer de música junto con el concierto Arches de Fred Lerdahl y la ópera Madame White Snake de Zhou Long. Si bien el galardón lo obtuvo este último, Ricardo Zohn-Muldoon, con su ópera de Rulfo, se convirtió en el primer mexicano en ser finalista del concurso de música clásica más importante de Estados Unidos.
Comala se estrenará en México el próximo 21 de octubre a las 18:00 horas en el Teatro Principal de Guanajuato como parte de las actividades del Festival Cervantino.
*Fotografía: Escena de la ópera “Murmullos del Páramo”, escrita por Julio Estrada/Cortesía de la Dirección General de Música de la UNAM.