Tres estrenos
Tres estrenos: teatro, ópera y ballet, que aderezaron la cartelera en el Teatro Rafael Solana, la Sala Miguel Covarrubias y el Teatro de la Ciudad de Monterrey. Las impresiones del crítico de música
POR LÁZARO AZAR
¡Cuán variadas fueron las opciones que me brindó el fin de semana pasado! Presencié tres estrenos en los que —literalmente— hubo “de chile, de dulce y de manteca”: teatro, ópera y ballet, producidos por cuatro de las instituciones que han mantenido a flote la cultura durante esta administración. He aquí mis impresiones:
Teatro: Hace una semana, comentaba cuánto valoro la frase de Carlos Chávez que propone enseñarle a pedir al público. Quién me diría que, una suerte de paráfrasis de dicha idea, fue lo primero que me expresó Leonor Quijada, quien en su calidad de productora y directora de la Sociedad Artística Sinaloense, rebasó su perímetro geográfico al estrenar el jueves 28 en el Teatro Rafael Solana el primer título de la segunda trilogía irlandesa de Martin McDonagh, “el dramaturgo inglés más representado en Norteamérica después de Shakespeare”, cuyos textos ingeniosos, violentos y perturbadores, le han ganado el mote de ser “El Tarantino del teatro”: “si los productores nos guiáramos sólo por las preferencias del público para decidir qué obras conviene montar, El cojo de Inishmaan no estaría aquí esta noche”.
En estos tiempos de insufrible corrección política, no creo que haya muchos productores que se arriesguen a propinarle una bofetada al espectador, por mucho que sea imposible contener la risa ante los diálogos ácidos e incómodos y las vicisitudes que padece el protagonista, un personaje vulnerable, objeto de toda clase de burlas y, también, el único con el temple para intentar salir de tan árido entorno. Traducida por Lorena Maza, esta obra escrita en 1997 conjunta un elenco encabezado por David Juan Olguín Almela, Sofía Álvarez, Gabriela Murray y Tina French. Demetrio Bonilla y Meraqui Pradis son los deliciosamente insoportables hermanos McCormick y, aunque breves, los roles de Aldo Escalante y Juan Carlos Beyer son decisivos. Lamentablemente, Sergio Zurita todavía no halla el tono: el exceso de decibeles en su voz sepulta cualquier intento de matiz.
Creo que el problema de Fernando Bonilla, responsable de la dirección y la adaptación, está justamente ahí: en el exceso. A pesar de la brillantez del texto y de lograr en los espectadores la empatía que no existe entre los personajes, la puesta resulta agotadora. Cuando llegó el intermedio, no fui el único que pensó que había terminado la función… una “poda” cuidadosa, sería bienvenida.
Ópera: Con funciones el sábado 30 y el domingo 1° en la Sala Miguel Covarrubias, finalmente se estrenó en México La caída de la casa de Usher (1987), ópera de cámara de Philip Glass inspirada en el cuento homónimo de Poe. Conocí a Glass cuando vino a México hace 26 años para estrenar otro título de este mismo formato: La Bella y la Bestia, basada en el filme de Cocteau. En esos días estaba en cartelera El agente secreto, una película de Christopher Hampton para la cual había compuesto la banda sonora. Al ver el lleno en la sala de Plaza Loreto, no salía de su estupor. “En Nueva York tuvo poco éxito. Pocas salas, en la periferia… con tres, cuatro personas dormitando y alguna parejita a la que, lo que menos le importaba, era la película”, nos comentó a José Antonio Alcaraz y a mí.
Me pregunto qué diría de esta puesta, que contó con la parca dirección escénica de Robert Castro y estuvo concertada por Laura Reyes al frente del Ensamble Usher, porque una cosa es pretender fidelidad a la estética de Robert Wilson —tan asociado al Glass de aquellos tiempos—, y otra, no definir la personalidad de cada uno de los roles de un elenco en el que, a pesar de la sonorización, no todos dieron el ancho: Mariana Flores y Josué Cerón cumplieron cabalmente, no así Miguel Zazueta, a quien asfixiaban más los agudos de la partitura que el ambiente opresivo que, supuestamente, imperaba en esta casa en la que, lo más que pasaba, eran las varas que subían y bajaban las cortinas que habrán reciclado de algún autolavado… Nada hubo que recordara siquiera la exquisitez de la iluminación wilsoniana.
A mi izquierda, Ramón Jacques, corresponsal de Pro Ópera, me confiaba su azoro ante la capacidad que tuvo la UNAM para “armar un festival con tanta basura”, en tanto que, a mi diestra, la música de Glass sumía a una joven en tan profundo diálogo interior, que por arriba roncaba y, por abajo, se contestaba. ¡Vaya experiencia inmersiva!
Ballet: Hay personajes cuya tenacidad es digna de elogio. Gerardo Páez es uno de ellos. Más tardé en conocerlo que en saber que había escrito un ballet sobre Maximiliano y Carlota. Bueno, en realidad, tenía una idea a la que, con base en sus sólidos conocimientos de nuestra historia, dio forma de libreto y, “con más empeño que Carlota durante su peregrinaje solicitando ayuda para Maximiliano” (Consuelo Sáizar dixit), lo presentó ante quien pudo y no descansó hasta verlo en escena. Felizmente, Gerardo vive en un enclave donde, al amparo de mujeres maravillosas como Yolanda Santos y Verónica González Casas, florecen instituciones como el Ballet de Monterrey y ConArte, que cobijaron este proyecto cuya temática sería anatema en territorios donde impera la barbarie cuatrotera.
Tras dos décadas de planeación y meses de arduos ensayos, el Ballet de Monterrey presentó el jueves 28 en el Teatro de la Ciudad el estreno mundial de su primera producción propia, Maximiliano y Carlota. El viernes 29 asistí a la segunda función de este ballet estructurado en dos actos que contienen 16 estampas y, orgullosamente, presentan como cien por ciento regio: a la idea original y libreto de Páez se suman la coreografía que Thiago Soares creó ex profeso para el ballet de la localidad y la música de Caleb Ruiz, quien modestamente acepta que carece de la formación académica para llamarse compositor, pero su talento para la improvisación y su experiencia como pianista repasador de ballet le han dado un oficio que ya hubiera querido Galina Ulanova que tuviera Prokofiev cuando compuso su Romeo y Julieta porque, ahí, “no caían los tiempos con la danza”, cosa que sí ocurre con la música de Ruiz, aunque ésta, diste de ser tan memorable como la del ruso.
No deja por ello de ser admirable la temeridad de Ruiz, quien, al concluir esta encomienda, inscribió su nombre al lado de Daniel Ayala, Miguel Bernal Jiménez, Carlos Chávez, Salvador Contreras, Rodolfo Halffter, Luis Herrera de la Fuente, Mario Kuri Aldana, José Pablo Moncayo y Silvestre Revueltas, que son los compatriotas que, hasta donde recuerdo, también compusieron ballets. Musicalmente, lo más logrado son los incisos inspirados en sones de época y los arreglos de melodías populares como Adiós mamá Carlota o La paloma, de Yradier. Coreográficamente, el momento más contundente es la estampa del Carnaval de la muerte (que suena a “de grande quiero ser Glass”) y, el mayor desacierto, incurrir en un cliché tan amelcochado como el Sueño de amor de Liszt, para musicalizar el fusilamiento.
De La Coronela de Revueltas a Maximiliano y Carlota, han pasado más de ocho décadas para que vuelva a escribirse un ballet que aborde un pasaje específico de nuestra historia, y aunque no soy Alberto Dallal para pormenorizar el desempeño de los más de 60 bailarines que encabezaron Luciano Perotto y Katia Carranza, como público, aplaudo este espectáculo en el que, como en todo estreno, salieron varios detallitos a pulir: la sonorización antinatural de la sala, el discreto descenso de los protagonistas al arribar a Veracruz, o los efectos sordos de los cañonazos y los fuegos artificiales; a la par, rubros como la escenografía y la iluminación son un incuestionable acierto. Celebro, también, el nombramiento de Felipe Tristán como director principal de la orquesta del Ballet de Monterrey y hago votos porque, en estos tiempos que hasta los libros de texto falsean nuestra historia, este ballet se presente en todos los escenarios posibles del país.
FOTO: Ballet sobre Maximiliano y Carlota. Cortesía del Ballet de Monterrey
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