Tres mafiosos editores

Oct 28 • Conexiones, destacamos, principales • 7659 Views • No hay comentarios en Tres mafiosos editores

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El escritor recuerda su trabajo al lado de influyentes editores en México, de quienes aprendió labores tan básicas como el trabajo de galeras y el trato con colaboradores incómodos

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POR HUBERTO BATIS

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A principios de los años 60 conocí a Joaquín Díez-Canedo. Su padre era un famoso poeta en España, Enrique Díez-Canedo, que se había exiliado en México con su familia luego de la Guerra Civil. Cuando Joaquín era editor del Fondo de Cultura Económica me daba algunos trabajos esporádicos. Uno de los libros en los que trabajé fue Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis. Me encargó la corrección de estilo porque el traductor había hecho su trabajo con un lenguaje muy académico, pero Lewis retomaba el habla popular.

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Por esas mismas fechas trabajaba yo como editor de la Imprenta Universitaria y en la revista del Banco de México, tenía mi proyecto editorial Cuadernos del Viento —junto con Carlos Valdés— y empezaba a dar clases en la UNAM. Iba a la oficina de Joaquín, recogía el manuscrito y me lo llevaba para trabajarlo en casa: lo corregía, lo editaba. Hacía lo mismo con pruebas y con los originales. Era un tipo muy amable pero poco comunicativo. Tenía siempre una pipa pegada en la mano y en la boca. Apenas se le entendía. Uno debía estar muy atento para descifrar lo que decía. En una ocasión me dijo que yo había resultado un “chismosito” porque le contaba historias de todo mundo. Pero aclaró que lo decía bromeando.

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Después, cuando se salió del Fondo, creó su editorial Joaquín Mortiz, que es un compuesto del nombre con el que firmaba las cartas que enviaba a su madre durante la Guerra Civil Española. Ella estaba en Madrid y él en alguno de los frentes de la guerra. Sus cartas las firmaba como Joaquín M. Ortiz. Las oficinas de Joaquín Mortiz estaban en la calle de Guaymas, en la colonia Roma, en la Plaza Romita. Era una editorial muy modesta. En las oficinas sólo estaban Joaquín y su secretaria. Él en el piso de arriba y su secretaria en la plata de abajo. Era muy trabajador porque él mismo corregía las galeras y las pruebas de los libros que editaba. Después se consiguió un ayudante, familiar suyo: Bernardo Giner de los Ríos.

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Años después me reencontré con Joaquín cuando Manuel Becerra Acosta se acercó a él para pedirle que le publicara unas novelas de su autoría. Joaquín le dio consejos y Becerra logró publicar varias de éstas, entre ellas Cita en agosto y El aguijón de Jalatlaco. Eran novelas de un escritor primerizo. Nunca logró mayor atención de la crítica.

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De Benítez quiero decir que era un niño bien de la familia Béistegui, una de las más acomodadas del siglo XIX. Alguna vez nos contó sus años de infancia, en una calle del centro de la ciudad. No recuerdo qué calle era. Alguna vez llegué a ver la casa en una de mis correrías por el Centro Histórico. Benítez decía que de niño tomaba algún objeto de su comedor y se salía a venderlo. Podía ser una taza, una azucarera, un tenedor o cuchillo de plata. Iba con un señor que le compraba todo eso, porque eran cosas muy finas. Él se lo gastaba en lo que se gastan su dinero todos los niños: dulces, cigarros…

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En una ocasión lo acompañamos a recibir el Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1978) que le iba a dar el Presidente de la República en Palacio Nacional. Cuando íbamos en el auto, ya casi por llegar a Palacio, nos encontramos a un escritor, colaborador nuestro, que iba caminando por la calle. Tenía un defecto en un ojo y un problema para caminar porque rengueaba. Benítez me pidió que me siguiera de largo. “No me quiero bajar y encontrarme con él”, me dijo.

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Una semana antes este hombre había llegado a la redacción del suplemento. Yo le notifiqué a Benítez su presencia. Después me platicó: “La vez pasada que lo vi, me preguntó en dónde más trabajaba. Le respondí que era profesor de tiempo completo en la UNAM, que me habían contratado desde hacía tres años para darle clase a los alumnos de Periodismo”. Este señor le respondió: “Yo también trabajo en la UNAM. Doy clase ahí hace cincuenta años, pero tengo tres o cuatro cátedras, me pagan por materia”.

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Ese señor no era profesor de tiempo completo como Benítez, le pagaban por hora. Era un sueldo bajísimo. Benítez me decía: “Me muero de vergüenza. A mí me dan el nombramiento de profesor de carrera al entrar y a este hombre no le dan nada en cincuenta años”. En su conversación, Benítez le confesó que vivía en una gran casa en Coyoacán que le había regalado Carlos Hank González. El señor le dijo que también vivía en Coyoacán, pero en un departamentito de un cuarto o quinto piso, a las afueras.

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“Además me dijo que está enfermo”, se quejó Benítez. Lo calificó como un peligro para el suplemento sábado, porque empezó a proponerle a sus parientes y amigos como colaboradores. Cada día llegaba con uno diferente. Benítez tuvo que decirle que le parara porque no iba a quedar espacio para nadie más. Era Rubén Salazar Mallén.

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No sé por qué, pero Benítez tenía “ángel”, como le llaman a esa capacidad para hacerse querer. Por eso decían que era el jefe de una mafia. Decían que era un capo. Pero si hablamos de capos, debemos hablar también de Luis Spota. José de la Colina y yo habíamos coincidido con él en el jurado del Primer Concurso de Cine Experimental. Ahí nos echó el ojo y nos invitó a trabajar a El Heraldo Cultural, un proyecto del periódico de la familia Alarcón. “A ustedes que les gustan esas mariconadas de suplementos culturales”, nos dijo. Muy pronto nos corrió. En realidad nos utilizó para que echáramos a andar el suplemento y conseguir nuestros contactos. Cada que nos visitaba un colaborador, le pedía teléfono y dirección. Cuando ya no le fuimos útiles, nos corrió. Muchos de esos colaboradores que habíamos llevado ahí nos dieron la espalda. La que más me dolió fue Esther Seligson. Spota me decía que el capo de la mafia era Benítez. Yo le decía que todos los directores de un suplemento tenían una mafia. En una ocasión concerté una conversación entre Spota y Benítez que se publicó en El Heraldo Cultural.

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Spota vivía como un príncipe. Nos invitaba a restaurantes muy elegantes. Se bañaba en el vapor, como todos los millonarios, en el Hotel Regis, que se cayó en el terremoto de 1985. En una ocasión me invitó al box, pues era presidente de la Comisión de Box y Lucha Libre. En otra, me lo encontré en Cuernavaca, en los jardines de los fabricantes de la miel Carlota. Iba con Elda Peralta.

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FOTO: Luis Spota fue uno de los editores con los que trabajó Batis en los años 60. Periodista y novelista, el autor de Casi el paraíso también fue presidente de la Comisión de Box y Lucha Libre. / Archivo EL UNIVERSAL

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