Tres piezas sobre Arreola
Desde su niñez y por motivos familiares la figura de Juan José Arreola (21 de septiembre de 1918, Zapotlán el Grande, Jalisco-3 de diciembre de 2001, Guadalajara, Jalisco), de quien celebramos su centenario, estuvo presente en la vida del crítico. A través de los siguiente pasajes, Domínguez Michael entrevera los recuerdos de sus encuentros con el escritor jalisciense y la valoración de su obra
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Al cumplirse el centenario de Juan José Arreola (1918–2001), caigo en cuenta de que son numerosos los textos que a lo largo de los años, inclusive desde la temprana adolescencia, le he dedicado. Para no incurrir en la rutina del autoplagio, prefiero presentar al lector esta selección de tres piezas, las cuales –salvo la primera– me he tomado la libertad de acicalar un poco en homenaje a uno de nuestros más grandes y queridos maestros. (CDM)
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I. Pieza tocada, pieza jugada (1996)
Mi padre fue médico de Juan José Arreola. De tarde en tarde jugaban juntos al ajedrez.
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Llegó la ocasión, inoportuna, de mostrarle al maestro los primeros versos del pequeño Christopher, criatura asaz irritante desde la infancia.
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Arreola leyó en el acto mis tonterías y nada dijo. Su caballerosidad estaba por encima del magisterio. Mi padre acaba de ser derrotado por Arreola en una apretada final de peones y esperaba la retirada de su hijo para proceder a la revancha.
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Juan José –así se le llamaba en casa– me devolvió mis versos y comenzó a ordenar caballos y alfiles. Esperó a que el doctor Domínguez, que jugaba las blancas, saliera al campo con el P4R, y sin levantar los ojos del tablero, me dijo:
—¿Quieres saber qué es la literatura?
Asentí.
Mientras Arreola fraguaba una impenetrable defensa ninzoindia, me dictó de memoria aquel poema de Gustavo Adolfo Bécquer sobre las oscuras golondrinas.
Una vez que terminó, Juan José pidió unas tijeras.
—Recorta –me ordenó– cada palabra de Bécquer y haz tú, con ellas, un poema distinto.
La partida continuó su curso mientras Christopher obedecía las instrucciones del maestro. Recorté y pegué en una nueva hoja “mi versión” de Bécquer.
Se la entregué al escritor ajedrecista, quien apenas reparó en ella.
Ansioso, pretendí interrumpir la partida.
—¿Juan José, esto es la literatura?
—No –respondió–. La literatura son las tijeras.
Mi padre había vacilado, en tanto, al mover un caballo.
Arreola se olvidó de mí y le dijo:
—Pieza tocada, pieza jugada.
II. El ama de llaves de Proust (2007)
En una escena narrada por Antonio Alatorre con cariñosa malicia, aparece un imberbe Arreola recibiendo, con un ramo de rosas, al actor y director francés Louis Jouvet, en el andén de la estación de trenes de Guadalajara. El episodio pudo haberse perdido en el álbum de las provincianas ilusiones perdidas de no ser porque, gracias a Jouvet, Arreola pudo llegar, poco tiempo después, a París. Entre 1945 y 1946, debutó como comparsa en la Comédie Française, codeándose con Jean-Louis Barrault; se introdujo en el mundo de Paul Claudel, de Pierre Emmanuel y de Roger Caillois aunque sufrió la tensión formativa implicada en los magisterios -contradictorios y complementarios- de Octavio Paz y Rodolfo Usigli. Regresará a México convertido en un actor, juglar y mimo que desplegará su talento antes en la escritura que en las tablas, publicando Varia invención (1949) y Confabulario (1952) e integrándose a Poesía en Voz Alta, después. Al retomar el camino de Julio Torri, Arreola despojó a nuestra prosa de todo aquello que fuera ostentación, vulgaridad y didacticismo. Su narrativa, por llamarla de alguna manera, fue como un amanecer límpido tras la noche humeante de las revoluciones y las guerras civiles.
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A través de la “varia invención” su obra corrió paralela a las “ficciones” de Jorge Luis Borges, su hermano mayor, quien le ofrendó aquel reconocimiento cuya repetición no puede evitarse: “Lo he visto pocas veces; recuerdo que una tarde comentamos las últimas aventuras de Arthur Gordon Pym”. En el terreno de la prosa, la brevedad arreoliana nutrió imaginaciones como la de Julio Cortázar –él se lo dijo a Arreola en una carta de 1954– y de muchos otros escritores hispanoamericanos. Ni Martín Luis Guzmán ni Alfonso Reyes alcanzaron a tener la influencia de Arreola sobre la ecúmene de la lengua, por la facilidad con que hilaba lo fantástico con lo cotidiano logrando piezas perfectas, las cuales han sido leídas como cuentos lo mismo que como poemas en prosa: aparece en las antologías narrativas lo mismo que en Poesía en movimiento. Curiosa especie de escritor fantástico cubierto de hadas y no de endriagos, Arreola semeja a un relojero que descompuso el horario de la luz.
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Mientras que hay escritores cuyo ejemplo espanta y paraliza, como Rulfo, otros, a la manera de Arreola, se prodigan haciendo escuela . Mucha tinta ha corrido sobre la amistad, la rivalidad y la complicidad entre ambos escritores jaliscienses. Si es mentira que Arreola haya puesto “orden” en el manuscrito de Pedro Páramo, en cambio es evidente que La feria (1963), la novela coral, el último de los libros formales de Arreola, es una respuesta solar al inframundo rúlfico.
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Mundo abierto, el de La feria, no puede competir en densidad y dramatismo con la oscura trascendencia dimanada de Pedro Páramo, pero de alguna forma lo complementa con esa otra dimensión, ciudadana en tanto que pueblerina y realista en su medida festiva, que resulta encantadoramente poética. “Eres tan cursi y tan genial como López Velarde”, contó Arreola que le dijo Paz en el París de la posguerra y de ser cierto no le faltó razón.
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En Arreola conviven armoniosamente el trovador provinciano y el fabulador cosmopolita. El primer cuento de Arreola, “Gunther Stapenhorst” (1946), es la olvidada piedra de fundación del celebrado y polémico exotismo germanófilo de algunos narradores mexicanos. En ese texto, auténticamente liminar, Arreola dispone un guion de lo que se escribirá medio siglo después: un arquitecto alemán de vanguardia se apasiona por la música total wagneriana y tras recibir los elogios de Le Corbusier por un proyecto inaplicable para el pabellón germano en la feria universal, abandona la arquitectura por el teatro y el cine expresionista. Rompe Gunther Stapenhorst con el nazismo, hace la guerra submarina, cae prisionero en un campo de concentración y, al final, es devorado por la historia. Ni Pablo Soler Frost ni Jorge Volpi ni Ignacio Padilla leyeron ese cuento antes de escribir sus novelas pero deberían reencontrarse con Gunther Stapenhorst, oportunamente reeditado en 2002, para identificar, la marca genética que les precede y que acaso los justifica.
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Saúl Yurkiévich, en su introducción a las Obras (1995) de Arreola, identifica las zonas primordiales en la aventura del maestro de Zapotlán: la humanidad de sus bestiarios, con su culto hipersexuado oscilante entre la misoginia y el Eterno Femenino, y, finalmente, la fe. Dice Yurkiévich: “Más que una propensión metafísica –como la de sus modelos: Kafka y Borges–, Arreola suele infundir a sus escritos cierta dimensión teológica. Arreola está moral e imaginariamente penetrado por sus orígenes católicos, está modelado por su educación doctrinal”.
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Arreola es un tipo sutil de escritor católico que a la manera del converso y mártir Max Jacob, hace de cada texto una oración en alabanza del mundo, travesuras angélicas antes que heterodoxas, como equívocadamente supone Yurkiévich, representan una ortodoxia un tanto chestertoniana, pero ortodoxia al fin y al cabo. Del cristianismo churrigueresco en cuya devoción se educó Arreola han sido los ángeles y los apóstoles –a cuya leyenda dorada dedicó unos hermosos poemas en 1970– las figuras predominantes.
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En esa pequeña teología, los ángeles son “concesionarios y distribuidores exclusivos de las contingencias humanas”, contingencias sustentadas por Arreola en la noción de que sólo el arrepentimiento puede modificar el pasado y llevarnos a la reconquista del tiempo perdido. En Inventario (1976) sugiere que nadie es culpable de la crucifixión en la medida en que cada hombre es capaz de arrepentirse del pecado. Esta opinión es contraria de la culpa pascaliana que José Revueltas adjudicaba, por la comisión de los crímenes de la historia, a la totalidad del género humano. Dice mucho sobre la marginalidad intelectual de la Iglesia en el México posterior a la guerra cristera (1926-1929) del siglo XX que hayan sido dos escritores laicos –Arreola y Revueltas– quienes ocuparon, aunque fuese de manera literaria y en forma figurada, las antípodas de la controversia agustiniana que dividió hace varios siglos a los jesuitas y a los jansenistas.
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Si como dice Adolfo Castañón, Arreola inventó su propia tradición para enseñarse a leer, deberán leerse como un lugar privilegiado de su invención las confesiones grabadas que le dictó, sucesivamente, a Jorge Arturo Ojeda (La palabra educación, 1974 y Ahora la mujer, 1975), a Fernando Del Paso (Memoria y olvido, 1994) y a su hijo Orso Arreola (El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, 1998). En estas conversaciones aparece con frecuencia el mejor Arreola, peregrino feliz entre las Escrituras, lo mismo que caballero andante en honor de sus clásicos, más de bolsillo que de cabecera (Marcel Schwob, Giovanni Papini, Alphonse Allais) o como profeta de escritores que sólo las siguientes generaciones comenzaron a apreciar, como el gandhiano Lanza del Vasto o el crítico soviético Viatcheslav Ivanov. Arreola es siempre una lectura mucho más rica de lo que uno recuerda.
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Conocí a Juan José en la niñez, pues mi padre, José Luis Domínguez Camacho, fue su médico psiquiatra, a quien el escritor de Zapotlán le guardó generosa gratitud, como lo transcribe Orso Arreola en El último juglar. Arreola y mi padre compartieron el vino, el ajedrez y la lectura de Viktor Frankl. Vi a Arreola por última vez en Guadalajara en diciembre de 1996 para acompañarlo en su presentación de Antiguas primicias, un puñado de versos de juventud, lo cual sirvió de pretexto para que Juan José convocase, desatado, a Jean Paul, Schopenhauer, Léautaud, Santa Teresa, Papini, San Pablo, cuyos espíritus convirtieron aquel salón en la caldera del diablo.
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Recuerdo a mi padre y a Arreola jugando ajedrez durante largas horas, y en alguna ocasión, practicando el tenis, con una indumentaria que en Juan José lo hacía parecer una combinación entre elfo y dandi. Cada visita de Arreola a casa traía consigo la caja de Pandora y la posibilidad de que se abriese, y de ella salieran, no las desgracias capturadas por Prometeo, sino un borbotón de citas, poemas y libros. Un día Arreola llegó muy asustado pues se quedó dormido leyendo Monsieur Proust (1973), la obra que Céleste Albaret, su ama de llaves, dedicó al novelista francés. Al despertar –sueño dentro de un sueño o aparición fantasmal– el propio Marcel Proust se le aparecía a Arreola y le reclamaba, según su angustiada narración, el descuido de sus obligaciones literarias. Nunca supe, dada la confidencialidad médica, cómo se las ingenió mi padre para tranquilizarlo.
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III. Una feria de cincuenta años (2013)
Se cumplieron cincuenta años en 2013 de la aparición de La feria (1963), de Arreola, en la Serie del Volador de Joaquín Mortiz, la colección más hermosa en la historia de nuestra edición. Tras releerla trato de explicarme su muy frecuente ausencia cuando se enlistan las claves del canon mexicano. Recuerdo la oposición establecida entre La feria y Pedro Páramo (1955), proyección de la rivalidad entre los dos prosistas jaliscienses.
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Novelas polifónicas las dos, fragmentarias ambas, una sería, la arreoliana, la novela del día y otra, la rúlfica, la de la noche. Así, diciéndolo con un doble Joyce, el de Sayula sería el autor de nuestro Finnegans Wake y el de Zapotlán El Grande, de nuestro Ulises. Ambas son novelas modernas aunque La feria, carezca, por ser ajeno al temperamento de su autor, de proyección mítica.
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Arreola, adrede, se conformó con escribir la página final en la historia de su pueblo; Rulfo, quizá sin preverlo del todo, se arrimó a la fuente imperecedera del mito del padre de todos los hijos, el cacique inmortal y su paraíso perdido. En fin, esa oposición entre Rulfo y Arreola ya está muy vista y aplaudida. Insistieron en ella Emmanuel Carballo, Felipe Vázquez, yo mismo.
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La provincia de Arreola, es una versión ciudadana, de pequeño comerciante, digamos, de los novelones ensarapados y topográficos, de Agustín Yáñez, pero pese a su falta de solemnidad, está más cerca de aquellos, como es obvio, que de la narco–literatura de nuestros días, pues en cincuenta años, si hiciésemos un mapa como los de Franco Moretti, el centro de gravedad de la novela mexicana se desplazó del Occidente del país, de Comala y Zapotlán de las Manzanas, a la “región más transparente”, la Ciudad de México y su sucesión de novelas totales y quizá por ello fallidas, y de allí al norte, redibujado a partir de los años ochenta por tres autores ya muertos, los tres precozmente: Gardea (en el 2000), Sada (en el 2011) y Elizondo Elizondo (en 2013), a quienes han relevado, hayan nacido aquí, allá o acullá, los Parra, los Herbert, los Velázquez, los Boone, los Herrera, los Rodríguez…
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¿Qué es, entonces La feria? Pese a su apariencia festiva y localista no es una novela de la vieja moralidad, la de Arreola. No lo era en 1963, cuando so pretexto de la larga visita al confesionario de uno de los narradores, escuchamos hablar de no sólo de adulterios, borracheras y protestantismos, sino fornicaciones non sanctas. Ésa es una de las tramas de una novela que como Rayuela, no en balde aparecida también ese año, puede ser armada y desarmada por el lector.
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Tampoco tiene nada de apolítica. No se necesita ser estudioso de Bajtín para advertir que el reparto agrario, iniciado excepcionalmente en Zapotlán durante el Porfiriato, en 1902, no fue culminado por la Revolución mexicana, como se quejan los campesinos y sus voceros, a lo largo de La feria.
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Respuesta a quien lo tildaban de amanerado y esteticista, La feria, tiene varios de los fragmentos en prosa más gratos de nuestra prosa. Sí, agua dulce, quizá de limón, pero con poca azúcar, que sacia la sed. Varios de los fragmentos van precedidos por los asteriscos de Vicente Rojo: le dan al libro una elegancia sin par.
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“Pequeño apocalipsis de bolsillo”, como lo dice quien escribió la solapa en 1963, hoy día uno de los más célebres escritores mexicanos vivos cuya condición de autor anónimo no querría yo poner en riesgo, La feria es una novela sobre la “menosorquia”, una palabra enigmática que los pecadores le escuchan al diablo pero significa, según Arreola, tener ganas de pecar.
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Quizá la menosorquia se acabó con La feria misma, cuando los diablos disfrazados de viejitos le prenden fuego –y lo dejan ceniciento– al castillo de los fuegos artificiales con sus cuatro torres.
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Con La feria terminó ese Antiguo Régimen de la literatura mexicana hace cincuenta años y no puede sino pensarse que quien no vivió en ese entonces, como decía un clásico, ignoró lo que era la felicidad.
Arreola fue un ajedrecista apasionado que le llegó a dedicar textos literarios, como fue el caso de la fábula “El rey negro”. Foto cortesía del Fondo Ricardo Salazar / Archivo Histórico de la UNAM
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