True Detective: el sabor de la ceniza
POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
“La verdadera historia extraña incluye algo más que un asesinato misterioso, unos huesos ensangrentados o unos espectros que agitan sus cadenas según las viejas normas. En ella debe estar presente cierta atmósfera de temor asfixiante e inexplicable a fuerzas ajenas, desconocidas; y debe insinuarse […] esa noción aterradora para la mente humana: la maligna suspensión o derrota de las leyes estables de la naturaleza que constituyen nuestro único amparo contra los embates del caos y los demonios del espacio inexplorado”. Incluidas en el célebre ensayo “El horror sobrenatural en la literatura”, estas palabras de H. P. Lovecraft —basadas en un concepto acuñado por Joseph Thomas Sheridan Le Fanu— definen la llamada weird fiction o ficción extraña, el subgénero de la narrativa fantástica que se popularizó entre finales del siglo XIX y las décadas iniciales del XX y que hoy día goza de una revitalización necesaria y saludable gracias a True Detective (2014), la teleserie creada por Nic Pizzolatto para HBO que acaba de concluir su primera temporada con un merecido éxito de crítica.
Concebida con un formato de antología —es decir, cada temporada contará un relato distinto con sus personajes específicos—, True Detective tiene ambos pies firmemente plantados en terreno literario debido a los intereses de Pizzolatto, quien había mostrado habilidad en el género policiaco con Galveston (2010), su debut novelístico. Junto con Lovecraft, coronado rey de lo extraño en un texto esencial de Joyce Carol Oates, hay otros dos autores que nutren las sombras inquietas e inquietantes de True Detective: Ambrose Bierce y Robert William Chambers. Si Bierce aporta el nombre de la ciudad de uno de sus cuentos más enigmáticos (“Un habitante de Carcosa”) para bautizar el lugar más espectral que corpóreo citado a menudo en la primera temporada de la serie, Chambers presta el título de su libro representativo (El Rey de Amarillo) a la esquiva figura malévola que sobrevuela la trama que Pizzolatto construye con minuciosidad de relojero.
“Existen diversas clases de muerte. En algunas el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu”. Las frases aciagas con que da principio “Un habitante de Carcosa” hallan eco en las disertaciones nihilistas de Rustin Cohle (Matthew McConaughey), el policía con apócope de óxido que junto con su colega Martin Hart (Woody Harrelson) se empeña en resolver una serie de crímenes rituales contra mujeres y niños ocurridos en el sur de Luisiana, una región donde se respira justo la “atmósfera de temor asfixiante e inexplicable” a la que alude Lovecraft.
Aunque quizá habría que hablar más bien de psicósfera, el término que Cohle usa para dar forma palpable al sabor a aluminio y ceniza que —según dice— flota en el aire: “Este sitio es como el recuerdo que se tiene de un pueblo mientras la memoria se desvanece. Como si aquí no hubiera más que jungla”. Apodado el Recaudador por la libreta negra en la que anota sus observaciones y presa de un feroz insomnio causado por la vida trágica que lleva a cuestas (“Yo no duermo, sólo sueño”, afirma), Cohle es un implacable heredero de la estirpe de detectives metafísicos en la que destacan el Harry Angel de Angel Heart (1987), el Dale Cooper de Twin Peaks (1990-1991) y el Charlie Parker de la saga novelística de John Connolly. Por su parte, Hart continúa con dignidad la línea de investigadores hard-boiled abierta por Raymond Chandler y Dashiell Hammett y se entrega a un vértigo de alcohol y sexo que concede mayor tensión al ambiente eléctrico diseñado por Pizzolatto.
Trazando un arco temporal de diecisiete años (de 1995 a 2012) en la cacería de un homicida que parece actuar en un plano alterno de la realidad, la primera temporada de True Detective da nueva profundidad a la ficción extraña al reunir a fabricantes y traficantes de droga, líderes y predicadores religiosos, ceremonias paganas y disquisiciones nietzscheanas (“El tiempo es un círculo plano”) bajo un mismo cielo que siempre luce muy poco protector. Con enorme eficacia narrativa, Nic Pizzolatto transmite el sabor de la ceniza que deja el fuego donde arde una humanidad trastornada.
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