Un aprendizaje en Israel
POR GENEY BELTRÁN FÉLIX
Una familia judía ultraortodoxa de Tel Aviv. Este es el medio en que ocurren las acciones de La esposa prometida, ópera prima de la cineasta estadounidense-israelí Rama Burshtein (Nueva York, 1967). Más aún, hay que decir que el conflicto dramático no tiene que ver con la relación de esta minoría, conocida como jaredí, con el entorno local o nacional, dominado por el pluralismo, el enfrentamiento étnico-religioso y la globalización. No hay, pues, una radiografía crítica o polémica de lo que significaría la pertenencia a una comunidad usualmente percibida como cerrada. La película se concentra en la esfera íntima de los personajes, en sus relaciones afectivas, de modo tal que —punto a favor de la debutante directora— las etiquetas externas, que los deshumanizarían, pierden peso y desaparecen. Lo que importa de La esposa prometida es la evolución psicológica y la vida emocional de, sobre todo, su protagonista, en el interior de lo que, entonces, sería no una familia de rasgos excéntricos, sino una de tantas.
He aquí una joven de 18 años, Shira Mendelman (Hadas Yaron), quien se halla a la espera de que se concierte su compromiso de matrimonio con un joven de su predilección. Sin embargo, durante la celebración de Purim, la hermana mayor de Shira, Esther (Renana Raz), fallece al dar a luz. La vida familia se ve trastocada: el padre desea posponer lo más posible las pláticas de la boda posible de su ahora única hija, para evitar que el nido de la noche a la mañana quede vacío, al grado de que los tratos casamenteros se rompen en definitiva. Por otra parte, el viudo de Esther, Yojai (Yiftach Klein), quien se ha quedado sin mujer y con un bebé, ha empezado a considerar volverse a casar, en esta ocasión con una viuda de Bélgica. Esto consterna sobremanera a su ex suegra, Rivka (Irit Sheleg), quien, igual que Shira, se ha encariñado con el pequeño Mordecai. Algo hay que hacer para evitar que el nieto se vaya a vivir, con una madrastra, a Bélgica.
La cámara privilegia los espacios domésticos. La cotidianidad del hogar jaredí, así como los rituales propios de una comunidad de tanto celo religioso, se ven apresados por una mirada detallista, afín al registro de los hechos mínimos, de supuestamente poco relieve dramático. En los espacios abiertos predomina el punto de vista de la protagonista: los otros, ya sean integrantes de familias jaredíes o simples conciudadanos, parecen formar parte de un ámbito ajeno o, siendo más exactos, innecesario, es decir, de un medio con el que Shira no requiere interactuar, a no ser para tratar la cuestión de su matrimonio. Al mismo tiempo, el guion confía en un hilo narrativo sincopado y no explícito para el que ciertos sucesos no tienen que ser mostrados, como ocurre con la elisión de la agonía y muerte de la hermana mayor. Esto abona al respeto de una premisa caracterológica: importan en La esposa prometida menos los hechos trascendentales cuanto la transformación —lenta, sí, pero no carente de importancia para cada individuo— que provocan en los que los sufren o atestiguan.
Salvo por Yojai, quien debe aprender la lección de lo que significa para una muchacha casarse por primera vez, los varones se hallan en la trama para cumplir su papel de manera tópica aunque no insustancial, como es el caso del rabino que se opone a que la familia ejerza presión sobre Shira para casarse con alguien que no es de su agrado. En contraparte, los personajes femeninos se ven dotados de mayor densidad, y esto habría supuesto un reto especial para el caso de Shira, cuya inocencia y aparente cortedad de miras podrían haber dado el esbozo plano de una interioridad que, a cambio, se deja ver de un particular cariz sensible.
No sorprende así que la propia directora ha mencionado en una entrevista su afinidad con la obra narrativa de Jane Austen, quien escribió novelas sobre las dificultades de jóvenes muchachas de la campiña inglesa para contraer matrimonio a principios del siglo XIX. La afinidad es notoria. Por un lado, Austen y Burshtein desarrollan personajes de círculos “pequeños” que no quieren rebelarse contra las constricciones de su esfera familiar, sino que tratan de encontrar su sitio en esa esfera, eso sí, sin traicionarse. Por otro lado, Austen retrata a heroínas de las “mínimas” batallas de lo familiar sin darle peso al hecho de que, simultáneamente, Europa cruzaba por las guerras napoleónicas y un emperador era desterrado a una isla. En La esposa prometida, las fricciones de la sociedad israelí y el conflicto con el pueblo palestino se ven ausentes. Esto no significa, según pienso, que la película se vea exenta de una lectura política. Más bien, Burshtein cumple un cometido nada liviano al mostrar desde dentro la vida normal de una familia jaredí, y al deshilvanar desde ese centro una trama que supone un aprendizaje moral: Shira va madurando para (como Elizabeth Bennet en Orgullo y prejuicio) revisar sus prejuicios, y los demás, desde los integrantes de la familia Mendelman hasta Yojai, han de reconocer el derecho de una persona —y no es poco significativo que se trate de una joven casadera, alguien que pronto ha de asumir responsabilidades familiares— a defender sus decisiones y su sensibilidad. Parecería que sólo hablamos de las interacciones insignificantes de un cerrado microcosmos, pero no es difícil extrapolarlas a un ámbito mucho mayor.