Una red de acervos
POR ADOLFO CASTAÑÓN
I
Red es una voz que remite al mundo contemporáneo y al inevitable entreveramiento de las causas y de los efectos en un mundo regido por las leyes de la ecología, la reciprocidad y el “efecto mariposa” que nos previene de las consecuencias incalculables de cualquier acto. Las redes están o deben estar vacías para poder ser eficientes, mientras que las bibliotecas y los libros están, por definición, llenos.
“Red de bibliotecas” hace pensar en una madeja hecha de libros, en un archipiélago de acervos y en una ciudad de tinta y de papel hecha de letras e imágenes.
Red de bibliotecas del Centro Histórico de la Ciudad de México es una expresión imantada por múltiples significados.
II
Al pasear por el Centro me intrigan las coladeras enrejadas que de tanto en tanto tapizan las aceras, por ejemplo en 20 de noviembre, cerca del Zócalo o en la avenida del Eje Central Lázaro Cárdenas, antes San Juan de Letrán. Fantaseo pensando que debajo de esas rejas se extiende una ciudad subterránea hecha de corredores, estanterías y bóvedas con papeles y libros, aunque sé que lo que suele haber abajo son instalaciones telefónicas o eléctricas, o sea redes.
III
Al igual que Roma, la ciudad de México es como un cráter o una mina abierta que se abre por arriba y por abajo al abismo de las edades. Como Roma, la hermosa ciudad de México es una ciudad cuyos edificios, como los de Cuzco o de Quito, están construidos con las piedras de los templos antiguos. Ciudad de los palacios, la llamó Alejandro de Humboldt. Ciudad cuyos palacios están alzados con piedras de otros palacios: ciudad palimpsesto.
IV
En la esquina, hoy desaparecida, de las calles de Argentina y Guatemala, se encontraba la Antigua Librería Robredo, que llevaba el nombre del gran bibliófilo hispano-mexicano, don Pedro Robredo. Con el sello de esa venerable librería, Leopoldo Zea editó la colección “México y lo mexicano” cuyo primer título fue La X en la frente de Alfonso Reyes, breviario antológico que, por cierto, no corresponde a ningún escrito particular sino a ese librito así titulado y publicado en 1952, hace 62 años, el mismo año en que vine al mundo.
La librería estaba situada en una antigua casona colonial, tenía puertas de madera y vidrio y la atendían dos nobles hermanos, uno de ellos don Rafael Porrúa, que a mis ojos infantiles tenía algo de santo y era un digno guardián de aquella mansarda llena de libros viejos y unos cuantos nuevos, según una fórmula que mezclaba el vino viejo y el nuevo, que sigue en nuestros días, con igual dignidad Enrique Fuentes Castilla en la nueva y Antigua Librería Madero. Don Rafael guardaba ahí un rebaño de unicornios, quiero decir algunas colecciones de los Cuadernos del Unicornio, limpiamente editados por el magistral Juan José Arreola, tan enamorado de los libros antiguos, las encuadernaciones en piel y pergamino.
V
Esa librería era solamente una del archipiélago de librerías de viejo que estaban sembradas en el centro como oasis de la memoria: las de don Ubaldo López, Amado Vélez, el Lic. Álvarez, Fernando Rodríguez —nombres que le eran familiares a José Luis Martínez, Guillermo Tovar y de Teresa. Pero había también otros: Porrúa, don José y sus hermanos, como en la novela de Thomas Mann, y don Manuel en 5 de mayo, además había muchas otras que eran hermanas de las bibliotecas de todo tipo que había y todavía hay en el Centro. Las bibliotecas se prolongan a su vez en los museos, que son como sus hermanos.
VI
Por eso quien dice en México “ir al Centro” pensaba y creo que todavía piensa en una excursión, una aventura o un día de campo. El Centro es un espacio recorrido por los humores de diversos tiempos y aires, un caravansary —para saludar el título de Álvaro Mutis— donde el Arca de Noé de los oficios se da cita y los tipos humanos de toda la pirámide se dan cita.
VII
Por cada palacio en la ciudad de los palacios hay una biblioteca… o una librería, sin excluir al Palacio de Hierro ni a Sanborns.
VIII
El libro sigue al hombre como una sombra; la biblioteca acompaña al gremio o al grupo, al clan o a la tribu que afina sus palabras en contacto con otras tribus, con otros clanes, cuando hace red y buena química con el otro. Hablar de red es hablar del otro, del reconocimiento del otro. La ciudad, tejida de hombres y mujeres, estambre urdido de memorias que se traslapan. Arquitectura de códigos que al frotarse entre sí producen el calor de la urbanidad, el arte y la civilización.
IX
El acto de poner la primera piedra de un edificio ha tenido siempre un carácter solemne, ¿cómo no lo va a tener el gesto emblemático de entretejer en una trama como si fuesen cuerdas hilos de una treintena de bibliotecas dispuestas en red?, ¿qué música prodigiosa e inaudible, qué órgano titánico se está armando con este acto que sólo parece tener una apariencia inocentemente oficial y hasta burocrática? ¿A qué familia de genios se le ha ocurrido auspiciar este memorable acto?
X
La expresión “red de bibliotecas” parece sencilla e inofensiva. Tiene, sin embargo, algo de abismal: ¿qué es lo que está destinado a atrapar esta red? ¿Qué memoria y qué olvido se están conjurando ahí?, ¿cuál será la carta de navegación de esta constelación asombrosa? ¿Qué es, qué significa “red de bibliotecas”? ¿Es, será realmente una red, o sea, un tejido interactivo o solamente se limitará a una acumulación organizada de ficheros y archivos, que por lo demás ya sería muy loable en un país de tan relajada memoria?
XI
Cruzaron por mi mente tres relámpagos: el primero fueron las voces bibliopolita, bibliòpolis que me gusta pensar que salió de la maleta de Walter Benjamin. La ciudad de México como una ciudad hecha de libros, y cuyos edificios no estaban levantados sobre piedra y roca, sino sobre infolios, grimorios y arcas de papel. El segundo relámpago fue la imagen del ingeniero novohispano, Enrico Martínez, autor de las maquinarias ingeniosas que concebidas para desecar los lagos y cilancos lodazales que bautizan al chilango: pues la red de bibliotecas se me antoja como una proeza comparable a la de aquella legendaria desecación de los lagos: acarrea la promesa de que las lagunas de la amnesia, de la incuria y del olvido que atarantan a la humanidad mexicana se despejarán poco a poco como la niebla sobre el agua. El tercer relámpago fue la imagen paradójica de alguien que desciende y desciende las escalinatas de una torre o cilindro y que, al final, se encuentra con una puerta cerrada. La abre y se encuentra en lo alto de una torre altísima que domina la ciudad y el horizonte. Ese presentimiento del que sabe que baja para subir me ha acompañado siempre que recorro los pasillos y galerías, los corredores y pasadizos de las bibliotecas que se abren a una puerta que es un libro que encierra una torre, un mirador o un empinado observatorio astronómico.
XII
El Bachiller José Rojas Garcidueñas relata el cuento de un erudito que tenía una biblioteca y un jardín. A medida que pasaban los años, el jardín iba cediendo espacio a los libros y objetos hasta que de aquel espacio verde solamente quedó un yermo.
Andrés Henestrosa protagonizó una aventura parecida, pues dice la leyenda que iba llenando despachos con libros y papeles que se veía obligado a abandonar para llenar nuevos espacios. Carlos Monsiváis tuvo que desprenderse de sus colecciones —aunque no de sus gatos— para que se fueran al Museo del Estanquillo.
El vértigo de Los demasiados libros ha llevado a Gabriel Zaid a camuflar bajo el mismo título Los demasiados libros, varios libros hermanados por el mismo título.
Vértigo e infinito recorren como un aire helado las bibliotecas desconcertadas, oscuras de tanta noticia.
Una biblioteca —lo sabe bien Gabriel Zaid— solamente es útil y accesible si está iluminada por un orden, si está organizada. La práctica de la organización, constelación e ingeniería de la información no es un lujo sino un asunto de higiene física y mental. ¿Cuántos historiadores no han sucumbido por respirar los acáridos que infestan los papeles viejos?
La expresión red de bibliotecas tendría más bien una resonancia ominosa y agobiante si no se subrayase el carácter cristalino, transparente, de la palabra red que remite desde su etimología no a algo lleno sino vacío. La red solamente es útil cuando es red y está llena de agujeros, cuando está vacía, cuando está dispuesta a recibir, cuando está disponible, como ustedes lo han estado frente a estas palabras.
(Texto leído durante la firma del memorándum de colaboración de la Red de Bibliotecas del Centro Histórico de la ciudad de México).
*FOTO: El Centro Histórico de la Ciudad de México concentra una oferta amplia de librerías de viejo, de novedades y una surtida red de bibliotecas públicas/Germán Espinosa/EL UNIVERSAL
« 2010-2015: cinco años con Carlos Monsiváis “Soy un curador de libros” »