Un encuentro entre Uranga y Borges
A pesar de que el escritor argentino era ya una figura mítica en la literatura, el filósofo mexicano polemizó en su contra, pues el autor de El Aleph lo mismo le inspiraba admiración que rechazo
POR JOSÉ MANUEL CUÉLLAR MORENO
En julio de 1971, el filósofo mexicano Emilio Uranga (1921-1988) viajó a Buenos Aires para visitar a su suegra Marta y a su cuñada Alina. Ya en Buenos Aires, se las arregló para “sacarle” tres entrevistas a un “celebrado monumento nacional” llamado Jorge Luis Borges. El primer encuentro tomó lugar en el despacho del escritor argentino, que se desempeñaba entonces como Director de la Biblioteca Nacional, ubicada —feliz coincidencia— en la calle México. No iba a ser un encuentro, sino un encontronazo entre dos mentes luciferinas y ajedrecísticas.
“Se trata —pensó Emilio Uranga al otro lado del escritorio— de uno de esos viejos célebres encallecidos ya con costras nada porosas por centenares, por miles de pláticas. O sea, que a todos los recibe muy afablemente para imitar cordialidad, una sencillez y una confianza que no son otra cosa que volver a poner el mismo disco rayado una y otra vez.”(1)
La estrategia predilecta de Emilio Uranga era la provocación y el cinismo. Sus enemigos lo comparaban con esos toros que atrapan a sus víctimas entre los cuernos puntiagudos y que poseen un desarrollado instinto para “herir en los sensible” (expresión de Calesero).
La relación de Uranga con Borges se remonta a principios de los 60 o incluso antes. Uranga, casi con toda seguridad, leyó desde su juventud los libros de Borges (leía vorazmente todas las novedades que caían entre sus manos), pero no fue sino hasta después del fallecimiento de Alfonso Reyes (diciembre de 1959) que mojó su pluma en veneno para ocuparse de Borges, la otra figura titular de la lengua española.
Podemos fácilmente imaginar a Uranga repasando las páginas de El otro, el mismo (1964). A Emilio Uranga le había preocupado desde siempre la escisión (y eventual confrontación) entre la vida y la obra, entre el “yo escritor” y el “yo” de carne y hueso que padece hambres e insomnios. Era una preocupación que compartía con Proust, con Ortega y Gasset, con su maestro José Gaos, y, por supuesto, con Borges. Uranga experimentaba esta separación como una herida. De ahí que encontrara en los libros de Borges “materiales ajustables” a sus dolencias.(2)
Prestemos atención a este pasaje de Borges (uno de los favoritos de Uranga): “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página” (El hacedor, 1960).
Si algo caracteriza a la personalidad y la obra de Emilio Uranga es precisamente un ansia (a menudo autodestructiva) de fuga, pérdida y olvido. “Lo efímero del dolor creador, aún más que la dudosa perduración de la obra —escribió Emilio Uranga—, parece haber inspirado a estos dos torturados, Borges y Proust.”(3)
En 1967, Emilio Uranga fue de las pocas voces en el desierto que defendió a ultranza la latinoamericanidad de Borges, en contra de aquellos que, como el cubano Roberto Fernández Retamar, lo consideraban una especie de traidor y un imperialista. “Está situado a una enorme distancia de nosotros”, declaró el escritor cubano condensando una opinión común entre los círculos intelectuales de la época. Uranga fue taxativo: “Borges es la actualidad de la literatura no sólo argentina sino en general de toda la que se escribe, más o menos, en lengua española.”(4) “No se puede, ni se podrá, romper vínculos con tan excelso representante de nuestra realidad latinoamericana.”(5)
Uranga volvió a romper una lanza por Borges en 1970, cuando sorpresivamente se le negó el Premio Nobel de Literatura, obteniéndolo en su lugar “el ruso, nada soviético, Alexander Solzhenitsin, (que) es, como escritor, inferior al argentino; pero como político se le iguala. La pequeña diferencia consiste en que Borges se dedica a tributar elogios a los ingleses, norteamericanos y judíos —política de mucho peso—, mientras que Solzhenitsin reactiva el pavor occidental y cristiano en contra del comunismo, y esto gravita aún más para decidir el destino del célebre premio. Ni modo. El mundo está más necesitado de aliados que de lambiscones.”(6)
La política de Borges había vuelto a jugar en su contra. Una política que consistía, a juicio de Uranga, en menospreciar a los latinoamericanos (“salvo a su círculo íntimo de amigos”) y en presentarse ante la opinión mundial como un “retoño fervoroso de su ancestralidad sajona”.
Uranga, sin embargo, no le prendía incienso a Borges (nunca le prendió incienso a nadie). La lectura de Elogio de la sombra (1969) le hizo enarcar las cejas. “Para mí por lo menos, Borges ha empezado a convertirse en una fortaleza desmantelada (…) Por más cansado que esté de ser Borges, su memoria no le permite ya otra cosa que ser Borges y siempre Borges (…) Me pregunto si éste es un efecto de la vejez, o de la ceguera, de esa incomunicación que lo único que ahora le permite es frecuentar la memoria (…) Borges, en estos años, padece de una fobia de sí mismo.”(7)
La inteligencia metafísica y ordenadora de Borges le recordaba a Leibniz (Borges sentía en todo caso una especial simpatía por Spinoza). “Pero en cuanto a sus sentimientos —agregaba Uranga—, nunca me ha parecido que se aproximen a la sencillez, a la pureza y a la salud.”(8)
Uranga se afianzó en su dictamen un día que vio a Borges en la tele, soltando a diestra y siniestra amargas opiniones sobre el presente y el pasado de la literatura. Los sentimientos de este “anciano astuto” no sólo no eran puros y saludables, sino que rayaban en la crueldad. “Para mí, Borges el ciego, es tan cruel como el del Lazarillo de Tormes. Se ha dejado llevar por el vértigo que convierte muchas de sus opiniones en agresiones. No es que pontifique, desprecia. Y esto, sentimentalmente hablando, es peor. ¿Se me negará que las ventajas de la compasión por su ceguera? ¿Borges ha añadido las impudicias de la debilidad?”(9)
En otras palabras, Borges había decidido instalarse, con gestos de señorito burgués, en un “pedestal de ídolo agresivo”.
Uranga apagó la tele convencido cada vez más de que Borges estaba convirtiéndose en una suerte de “mimo”. “Borges se ha dejado enredar en la propaganda y nutre con doctorados sobre su obra la ociosidad académica de las instituciones yanquis.”(10)
Volvamos a julio de 1971, al despacho de Borges en la Biblioteca Nacional de la calle México. Uranga estaba —ahora lo sabemos— ante un viejo interlocutor y un viejo adversario, un escritor que encarnaba sus peores miedos (la reduplicación y final suplantación del “yo” a través de la escritura), un escritor al que no podía menos que admirar y rechazar a la vez. Rechazaba, sobre todo, la adulación apoteósica de los autores (la de Borges, pero también la de un Octavio Paz o un Carlos Fuentes).
No era el mejor momento de su vida ni de su carrera. Había puesto fin a su columna en el popular periódico La Prensa tras los sucesos del 2 de octubre de 1968. Contaba con un nuevo espacio en la Revista de América, que dirigía su amigo Gregorio Ortega Hernández. Desde allí afilaba su colmillo de crítico literario. Es más o menos evidente su distanciamiento de la política. Estaba sumido en el descrédito. Había sido consejero —mas no un aconsejado, repetía— de los presidentes Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz; su cercanía con el poder y su estilo atrabiliario le habían granjeado numerosos enemigos y una reputación de hombre cáustico y vil. “Con toda honradez declaro que primero está mi patria y luego, pero muy después, azorar a funcionarios timoratos, o lo que sería peor, ser un prestapluma al servicio de otros.”(11) No importaba lo que dijese. Pendía sobre él una sospecha de venalidad y de abyección. Había quedado fuera, por decisión propia, del ambiente académico, y ahora quedaba fuera —era tajantemente expulsado— de la disidencia antigubernamental. Parecía no haber un sitio para el filósofo-funcionario Emilio Uranga en el México post-68.
En diciembre de 1970, el nuevo presidente, Luis Echeverría, lo refrendó en su puesto de consejero. Unos días después, Uranga contrajo nupcias con Marta Ezcurra, una joven argentina. Porfirio Muñoz Ledo testificó el enlace. Este nuevo nombramiento y este nuevo matrimonio le restituyeron su joie de vivre. Había llegado el momento para ajustar cuentas con Jorge Luis Borges, alias el Inglés, lo que equivalía a decir, mutatis mutandis, que había llegado el momento de ajustar cuentas consigo mismo, con sus obsesiones y sus idolatrías personales.
La mirada del escritor argentino estaba “llena de nubarrones”. “El tono de su voz es pastoso, le tiemblan los labios y sus manos son finas. Todo él trasuda la bonhomía de un viejo caballero inglés y la timidez propia de nuestra raza americana.”(12)
El filósofo mexicano tenía una carta bajo la manga. Literalmente. Era una carta que le había escrito Alfonso Reyes en 1955, cuando él vivía en París. La carta, dicho sea de paso, se conserva en el archivo de la Capilla Alfonsina y hoy puede consultarse fácilmente en el libro Años de Alemania (Bonilla Artigas, 2021, edición de Adolfo Castañón).
México, D. F., 17 de octubre de 1955
Sr. D. Emilio Uranga,
Cité Universitaire de París,
Maison du Mexique,
9, Boulevard Jourdan,
París XIV, FRANCIA.
Mi querido amigo Emilio:
Le escribo ya a París. ¡Qué fortuna! Pasa usted de la penumbra (es decir, de Alemania) a la luz.
A todo correr: Rafael Cansinos Asséns fue o es un escritor periodístico bohemio, judío madrileño, buena persona, ignoro si buen traductor, crítico irregular y no desprovisto de ingenio y atisbos, que nunca logró escalar la primera la en aquel mundo literario. Yo no le niego cualidades. Estoy seguro de que usted encontrará algún oro entre la ganga.
Salud y saludos cordiales.
Alfonso Reyes
A Reyes le faltó decir que Cansinos Asséns había sido maestro de Borges hacia 1918-1920. Uranga zarandeaba con calculada malicia la “memoria perseverativa” de Borges. Hacía años —muchos años— que el autor de El Aleph había empacado en la maleta del olvido las enseñanzas del ultraísmo español. Borges evocó sin duda aquellas tardes remotas en que Cansinos Asséns, un “hombre regordete y de bigotes encerados”, le recitaba con su voz meliflua las historias de Las mil y una noches.(13) Evocó la tertulia del Café de Pombo, y ese día en que el sumo pontífice Ramón Gómez de la Serna le preguntó a quemarropa:
—¿Y qué hace ahora el joven poeta argentino?
Borges —un joven de escasos 20 años— soltó, con la mayor seriedad, una bomba que dejó perplejos a Gómez de la Serna, a Alfonso Reyes (presente ese día en el Café) y a todos los contertulios:
—Estoy traduciendo la Ilíada.(14)
Uranga hizo recaer la conversación sobre Alfonso Reyes.
—Fue mi amigo —contestó Borges—, lo que jamás entendí es que manifestara tanta reverencia por José Ortega y Gasset. De Ortega no fui nunca amigo y no me merece el menor respeto ni como pensador ni como hombre. Me parece que el mayor mal en la vida de Alfonso Reyes es haberse encerrado en España. Ya ve usted lo que dice en su carta: nunca logró ubicarse Cansinos Asséns en las primeras filas de aquel mundo madrileño. Dígame usted, ¿qué valía ese mundo? Hace años recibí una carta de mi amigo Bioy Casares, que estaba en París, y en la que me decía: Ya estoy cansado del trato con estos provincianos. A Alfonso Reyes le hizo mucho mal España. ¡Y meterse ahí después de esa forma tan linda en que murió su padre!
Uranga no estaba de acuerdo. España no le había hecho ningún mal a Alfonso Reyes. Muy por el contrario, España —y más aún, la actividad a la que se consagró Reyes en España, a saber, una versión en prosa del Mío Cid— había sido un remanso de paz en la mayor amplitud del término.
Borges no estaba al tanto de la escandalosa ruptura entre Ortega y Reyes.
—¿Cómo? —exclamó Borges “con ese signo verbal dubitativo que tan a menudo emplea”.(15)
—Déjeme contarle —añadió Uranga.
Uranga le contó de la polémica y célebre entrevista que publicó El Universal en 1947 y en la que Ortega y Gasset se refirió despectivamente a su antiguo amigo mexicano.
—¿Tiene amigos en México? —le preguntó el periodista Armando Chávez Camacho.
—Tenía. Como Alfonso Reyes.
—Pues, ¿qué le ha hecho Alfonso Reyes, maestro?
—Nada concreto ni personal. Pero ha hecho tal porción de tonterías…
—¿Como cuáles, maestro?
Un ademán de disgusto y desprecio es rubricado con estas palabras:
—Gestecillos de aldea.
Al escuchar esta anécdota, se acentuó el temblor en los labios de Borges.
—¡Gestecillos de aldea! Cualquiera puede decir cualquier cosa. Pero… ¿qué son gestecillos? Los españoles son los provincianos. ¿Usted concibe que un inglés negara la existencia autónoma y legítima de los Estados Unidos? Los españoles en cambio todavía no nos reconocen y cuando quieren halagarnos nos palmean como subespañoles. Este es el título más honorario que nos confieren.
Uranga y Borges interrumpieron la plática, visiblemente cansados. “Pero (Borges) no soltaba la mano que le había tendido para despedirme y mascullaba, ‘¿gestecillos?, ¿aldeas?’ Casi tuve por fuerza que desprenderme y salir del despacho.”(16)
El segundo encuentro —pues se trató más de un encuentro que de una entrevista— ocurrió de manera fortuita algunos días después, a eso de las doce y media. “Caminando una fría mañana de invierno bonaerense por la calle Charcas, casi esquina con Maipú, vi acercarse a un ciego que tanteaba con su bastón la distancia de las paredes y, ¡nada!, que era Borges. Me le acerqué y dimos un paseo ritual de peregrino de Buenos Aires. Finalmente me citó en un pisito, a la cinco de la tarde, para tomar té y para que conversara con su mamá, más juvenil con sus 90 años bien cumplidos que Borges con sus apenas 72.”(17)
La narración de Uranga quedó inconclusa. Nunca terminó de decirnos qué pasó —qué se dijo, qué doloroso recuerdo se desenterró— durante ese paseo por Buenos Aires o durante ese té. Otros sucesos —no exactamente literarios, sino políticos— capturaron su atención.
En una entrevista de 1973, Borges volvió a mencionar la “timidez” de Reyes, un exceso de cortesía que le impedía polemizar con Ortega y con otros. “Yo le dije: ‘Pero todos sabemos que usted es infinitamente superior a Ortega y Gasset’. Pero él no podía admitir eso; siempre se sentía en actitud de discípulo ante escritores que eran ciertamente inferiores a él. Por ejemplo, el tono de reverencia que tenía cuando hablaba de Azorín.”(18)
Aquí no acaba el diálogo —el pleito—de Emilio Uranga con Jorge Luis Borges. El filósofo mexicano siguió empuñando la pluma para escribir sobre él y en contra de él, hasta llegar a declarar, en noviembre de 1983, que se avecinaba el “fin de Borges”. “La obra entera de Borges ha empezado a perder su prestigiosa vigencia (…) se desgasta a ojos vistos y (…) nos es permisible legítimamente habitar en esta tierra literaria, total y cabalmente sin Borges. Como si no hubiera existido. Hace apenas algunos años esto hubiera sido inconcebible (…) Pero quien primero tuvo la valentía de confesar que la frecuentación de Borges le aburría, entendemos perfectamente que tiene su derecho y hasta su legítima envidia. No sólo es un osado, un adelantado, sino un terapeuta, un higienista, un liberador.”(19)
La culpa de este desgaste no la tenía Borges sino sus abundantes panegiristas, glosadores e imitadores. “Lo que ayer era sorpresa hoy es hastío, tedio y hasta disgusto (…) Borges plantea el serio problema de una literatura que se devora a sí misma.”(20)
Uranga fue lapidario e inclemente, más de lo normal: “Borges lo removió todo, y tras de la polvareda despertada, todo se ha quedado igual. Pasamos el dedo por el canto y se nos queda impregnada la misma nube de desperdicio (…) Ya ha pasado la pequeña tempestad (…) No hay lo que se llamaría una evolución creadora (…) No hay un drama. Ni el de su ceguera (…) En una palabra: jamás maduró (…) Y es que tenemos que confesar que su vida es más larga que sus hallazgos. Un nuevo libro de Borges es un viejo libro de Borges.”(21)
Emilio Uranga acaso presentía su propio fin. Nueves meses después de este parricidio —el último de sus varios parricidios— abandonó para siempre la escritura, resolviendo de este modo, con un prolongado silencio, la duplicación del “yo” que tanto le había atormentado desde la adolescencia.
Sea como fuere, podemos convenir con Christopher Domínguez Michael en que Emilio Uranga fue el primero y por momentos el único mexicano que comprendió —lo que se dice comprender— “la filosofía de Borges”.(22)
Notas:
1. Emilio Uranga, “Inventario: Tres encuentros con Borges I”, Revista de América, núm. 1337, 7 de agosto de 1971, pp. 58-59.
2.Emilio Uranga, “Inventario: En la sombra de Borges”, Revista de América, núm. 1262, 28 de febrero de 1970, p. 60.
3. Emilio Uranga, “Inventario: La sabiduría de Marcel Proust”, Revista de América, núm. 1247, 15 de noviembre de 1969, p. 55.
4. Emilio Uranga, “Examen El Leopoldo Lugones de Jorge Luis Borges:”, La Prensa, 9 de septiembre de 1966, pp. 8 y 37.
5. Emilio Uranga, “Examen de un Congreso: Los cubanos y José Luis Borges [sic] (II y último)”, La Prensa, 11 de abril de 1967, pp. 3 y 23.
6. Emilio Uranga, “Inventario: Jorge Luis Borges alias el inglés”, Revista de América, núm. 1298, 07 de noviembre de 1970, pp. 58-59.
7. Emilio Uranga, “Inventario: En la sombra de Borges”, art. cit.
8. Emilio Uranga, “Inventario: La crueldad de Borges”, Revista de América, núm. 1263, 7 de marzo de 1970, p. 57.
9. Ibídem.
10. Emilio Uranga, “Inventario: Alfonso Reyes y Torres Bodet”, Revista de América, núm. 1275, 30 de mayo de 1970, p. 58.
11. Emilio Uranga, “La reforma educativa (2): Revolver más el río”, Revista de América, núm. 1311, 6 de febrero de 1971, pp. 8 y 9.
12. Emilio Uranga, “Inventario: Tres encuentros con Borges I”, Revista de América, núm. 1337, 7 de agosto de 1971, pp. 58-59.
13. Vid. Jorge F. Hernández, “Borges en Sol”, El País, 17 de junio de 2016, disponible en: https://elpais.com/ccaa/2016/06/17/madrid/1466152249_551525.html
14. Este episodio lo cuenta el propio Reyes. Vid. Anecdotario, México, Era, 1968.
15. Emilio Uranga, “Inventario: Tres encuentros con Borges I”, art. cit..
16. Ibídem.
17. Ibídem.
18. Jorge Luis Borges, “Cómo conocí a Alfonso Reyes”, en F. Garrido (ed.), Alfonso Reyes-Jorge Luis Borges. La máquina de pensar y otros diálogos literarios, México, FCE, Tusquets, 1998, p. 147.
19. Emilio Uranga, “El tablero de enfrente: El fin de Borges (I)”, Novedades, 17 de noviembre de 1983, p. 4. Vid. también “El tablero de enfrente: J. L. Borges y El Álamo”, Novedades, 1 de junio de 1973, p. 4; “El tablero de enfrente: Borges y Goethe (I)”, Novedades, 20 de mayo de 1982, p. 4; “El tablero de enfrente: Borges y Goethe (II)”, Novedades, 27 de mayo de 1982, p. 4; “El tablero de enfrente: Borges y Goethe (III y último)”, Novedades, 3 de junio de 1982, p. 4.
20. Ibídem.
21. Emilio Uranga, “El tablero de enfrente: El fin de Borges (II)”, Novedades, 24 de noviembre de 1983, p. 4.
22. Christopher Domínguez Michael, “Uranga y su maestro”, Letras libres, 13 de agosto de 2010.
FOTO: El filósofo Emilio Uranga muy influenciado por la escuela de José Gaos/ Cortesía Marta Ezcurra
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