Un examen de críticos
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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El Examen de críticos (1894) de Francisco A. De Icaza, el mexicano de Madrid, fue una de las primeras visiones universales de la crítica literaria que un escritor de nuestra lengua acometió, cuando todavía era incierto el imperio del modernismo. Da comienzo su conferencia dada en el Ateneo matritense a fines de 1893 ocupándose de la “verdadera” crítica literaria, que entonces según él sentaba sus reales en Francia. Indiferente era Icaza a la entonces en boga crítica del orden pedagógico, formulada en “frases hechas y consagradas por el uso, de moral casera y de enseñanzas pesadas”, dedicada a satisfacer al “público burgués, que siente a medias y a medias piensa” a quien se le ofrece la satisfacción de creer al teatro y a la novela “deben resolver problemas sociales”. “!Como si un desenlace pudiera ser una solución!” 1, agrega Icaza, quien detestaba a Tolstoi, Ibsen, Zola y Dumas hijo, apóstoles, profetas y redentores de sus pueblos, “con la fe del alucinado que dictó a Carlyle sus conceptos del Héroe como poeta”.
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El crítico neoyorquino Dwight Macdonald condenará –el mismo año de la muerte de Icaza en la Villa y Corte el 28 de mayo de 1925– a la low brow, es decir, a la cultura diseñada para satisfacer la superficialidad de la clase media. Contra ésta, el modernista de origen mexicano se apoya en Paul Bourget y en Anatole France (la crítica como “las aventuras del alma entre las obras maestras”)… los cuales eran, ambos novelistas, precisamente low brow para Mallarmé y su sucesión. Y así sería para la que tomó el camino ortodoxo de Valéry como para la heterodoxia surrealista. Pero a Icaza, en 1893, le faltaba un cuarto de siglo para atisbar a la vanguardia, cuando los jóvenes Borges, Huidobro y Cansinos-Asséns, empezaron a merodear por Madrid.
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Icaza, intemporal, denuncia que “a la crítica anónima y plebeya debería representársela por una fregona que llevara en una mano un sable y en la otra un incensario. Y pienso que estaría bien figurada la crítica burguesa por una mujer con aires de patrona y dejos de Polimnia, que tuviera por atributos una palmeta, un diccionario y un compendio de moral”.
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La crítica luminosa, que reparte “lauros y espigas”, según Icaza, se podía leer en los franceses Hippolyte Taine (1828–893), Ernest Renan (1823–892), Jules Lemaître (1853–1914), Paul Desjardins (1859–1940), Maurice Spronck (1861–1921), Jules Tellier (1863–1889) y Georges-Armand Masson (1892–1977), maestro del arte del pastiche, en el inglés Arnold, en el verista italiano Luigi Capuana (1839–1915), autor de una Cronache letterarie y en el danés políglota Brandes, todavía el principal crítico del planeta en 1925, poco antes su muerte.
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Icaza comparte, tras citar a Montaigne, el escepticismo ante la verdad absoluta de Renan, el llamado de Taine a dejar de tratar al lector como menor de edad (“a los treinta años se está muy viejo para volver a la escuela”), así como el relativismo de Lemaître (“Cambiamos y contemplamos un mundo que cambia”). Concluye Icaza defendiendo a la literatura de sus democratizadores: “El sufragio universal y el jurado del pueblo en materias artísticas no podrá establecerse nunca” pues, citando a Séneca, refiere Icaza la respuesta del estoico Hecatón de Rodas cuando le preguntaron el porqué de su empeño en un arte de filosofar tan escasamente comprendido: “Me basta con algunos, me basta con uno solo y me basta con nadie.”
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Tras defender el derecho de los artistas de escribir para sí mismos, consecuente con Flaubert y Gautier, Icaza advierte que a los “espíritus independientes” no los doblegan ni los “dogmatismos de los aristarcos” ni las “imposiciones de las turbas”. Acto seguido entra a un tema inesperado y polémico. A favor de una crítica profesional despoja al artista mismo del monopolio sobre la opinión estética. Se apoya en Voltaire al decir que “los artistas son jueces competentes en arte, es verdad, pero jueces corrompidos y venales”.
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Recorriendo el dominio de la envidia, Icaza cita las inquinas de Rabelais, Corneille o Cervantes al juzgar a sus contemporáneos, pues “ninguna crítica más estrecha y autoritaria; ninguna estética más descabellada que la de éstos últimos”. Se burla de las salidas de tono de Flaubert y Baudelaire, olvidándose de los derechos del genio y carga contra la indiscreción de los Goncourt ejercida con malévola insistencia contra Sainte-Beuve, el crítico profesional, quien rogaba a los dioses antiguos por conservar aquel principio religioso de que todo lo dicho en la mesa es sagrado, alto propósito imposible de lograrse con sus amigos los hermanos diaristas. “Pero ningún vicio es nuevo”, asume Icaza y “alguna razón debió de tener Plutarco cuando pedía a los dioses huéspedes de mala memoria”.
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El crítico-eunuco, rectifica Icaza, “aquel que no engendraba, y que, según la frase de Gautier, podía ensañarse sin miedo en la obra ajena, como el cura que enamora a la mujer del seglar seguro de que éste no puede tomar el desquite, ese crítico no existe ya”. No existía no sólo porque Renan y Taine fueran historiadores de fuste. Bourget (maestro de Proust), France y Lemaître, hicieron novela psicológica y Capuana, comedia (Giacinta, 1886). También Icaza da a conocer a la escuela filológica alemana, con sus deslumbrantes exigencias y cosa curiosa, al citar a Brandes, un universitario inconsecuente dedicado al gran público, entre aquel profesorado, Icaza no repara aún en la división, de tan dañina historia y de origen germánico, entre la crítica académica y la “periodística”.
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Pese a sus obsolescencias e ignorancias –quién no las tiene– Icaza tenía, antes de la vanguardia y antes de la teoría literaria, una idea de la crítica que, aunque sometida a la creación, era, a partir de esa asumida servidumbre, pensamiento libre, obra de críticos profesionales pero también de escritores y poetas insumisos. En una época como la nuestra en la que ni siquiera queda rastro de aquella baja crítica destinada al filisteo combatida en Examen de críticos, la lectura de este pequeño libro de Francisco A. De Icaza es algo más que una curiosidad.
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FOTO: Francisco A. De Icaza, Examen de críticos (1894) en Obras completas, II, FCE, 1980, pp. 315-364.
Crédito de foto: Especial
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