Un joven de cinco siglos que te sostiene la mirada
POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ
Es un ritual, es una manda. Puede ser un paseo dominical entre semana en horas robadas a la oficina, un trámite de aceptación entre los hipsters, compañeros de oficina, lugar de ligue o centro de negocios. Para todos hay. La cultura da y quita tema de conversación, apreciación placentera, individual o colectiva. Al Palacio de Bellas Artes le cae el crew, la palomilla, las amiguis, la señora entaconada, el fodongo despistado, dos chavos con las cejas depiladas, los novios-muéganos-empalagosos, el que sabe de todo (Mira, mami. Él sí sabe qué es el Quattrocento).
El desfile para entrar a las dos exposiciones es también confesionario de las aspiraciones y las tentaciones por conocer a dos maestros renacentistas.
Juan y Lucía vienen de Iguala. El itinerario fue gentil con ellos. En un sólo día ya visitaron el Museo de Cera, se pasearon por el Centro Histórico y a la salida de la exposición conjunta de Leonardo y Miguel Ángel planean recorrer la calle Madero. “Ternurita”, el que no pagó boleto, come de su biberón en brazos de Lucía, su madre.
“Desde que estudié arquitectura en la Universidad había conocido algo de estos dos artistas. Nunca habría tenido posibilidad de conocerlos en Florencia. Como mañana acaban mis vacaciones le dije a mi señora que viniéramos a ver la exposición y pues aquí estamos hasta con el niño”, dice Juan, sudado, asoleado, pero contento con su señora y “ternurita”.
Unos pasos atrás, el chavo que viene de Naucalpan se confiesa: no medí mi tiempo-el tráfico-qué horror. Pregunta al personal del Palacio si le permitirán entrar con media hora de retraso. Regresa con permiso. “Si el tráfico te hizo la fregadera, los astros se alinearon en tu favor”, le digo. “¿Usted lee los astros?”, me pregunta entusiasmado.
En la sala Diego Rivera, una de las guías del recorrido advierte: “si alguien es sorprendido tomando fotografías a las obras, personal de seguridad le pedirá amablemente que borre las imágenes de su celular”. Pues sí, traer las piezas de tan lejos para que terminen en el perfil de Facebook o de Twitter de los visitantes no es negocio, aun cuando las cuentas oficiales del museo crearon el hashtag #MiguelÁngelEnMéxico y #DaVinciEnMéxico, donde los visitantes capturan el momento de su cita con las filas de mortales que como ellos circundan el jardín frontal del Palacio.
Entre las piezas más comentadas en el espacio dedicado a Miguel Ángel, la reproducción de la Piedad del Vaticano genera pequeñas aglomeraciones. Los pliegues del ropaje de María, tallados desde la dureza del mármol son objeto de escrutinio, de asombro y de análisis informado.
Pasos atrás, el Cristo de Portacroce, que abarca todo el centro de una de las primeras secciones del espacio dedicado a Miguel Ángel, crea una peregrinación escrutadora. Las piernas, las nalgas, el tórax, la cuerda que el Cristo semidesnudo sostiene en su mano derecha, entran al escaneo de los neófitos, de los enteraditos, los que hicieron la tarea o se echaron su clavado en Wikipedia.
Nínive, una de las voluntarias que ha trabajado en exposiciones como las de Picasso, Cartier Bresson, Octavio Paz, entre otras, explica un fenómeno que desde su experiencia ha descubierto entre los visitantes al museo de Bellas Artes:
“Nos hemos encontrado con casos de niños que manejan conceptos del arte abstracto y del muralismo. Eso me pasó en la exposición de Octavio Paz. Por lo regular son niños de entre 8 y 12 años. Sin duda había una influencia importante de los padres. Eran niños muy educados”.
Filemón del Ángel viene de Tantoyuca, Veracruz. Es maestro de primaria jubilado y durante sus vacaciones en la Ciudad de México decidió darse un gustito a lado de su hijo.
“Hace años estudié un poco de historia del arte. Conocí varias técnicas, sobre todo de la pintura. Y pues como humildemente no puedo ir a Roma a apreciar la Capilla Sixtina, esta es una gran oportunidad. He visitado en estos días el Museo de Antropología, el Museo de Cera. La obra de Miguel Ángel y Leonardo es universal. Cualquier hijo de Dios debe tener oportunidad de conocerla alguna vez en su vida. Ha de ser maravilloso verlo en la Capilla Sixtina”.
La sala dedicada a Leonardo Da Vinci acapara a los interesados en conocer las habilidades que lo separan de Miguel Ángel, de quien han aprendido que además de poseer un gran talento con la pintura y la escultura en mármol, era un borrachín pleitero que sabía vender su trabajo a los jerarcas católicos y a familias como los Medici.
Alejandro, uno de los guardias que cuida que los visitantes no manchen con sus dedotes las vitrinas en las que se exhiben las piezas de Leonardo, tiene un calculómetro que lo lleva a ordenar en orden descendente las piezas taquilleras de esa sala: el retrato del giovanni Antonio Boltraffio, el Códice sobre el vuelo de las aves y uno de los bocetos del estudio para un ángel.
El retrato de Antonio Boltraffio es el trabajo sobre una superficie de metal en el que a partir del uso de pigmentos azules y verdes crean una tonalidad tornasolada que, amplificada por el metal, da una sensación volumen y movilidad al rostro retratado. Habla Alejandro:
“Si usted lo mira sin verlo de un lado al otro no ve nada, pero si lo mira fijamente y camina de derecha a izquierda del cuadro, ve que el personaje se le queda viendo”. Alejandro arquea las cejas. Algunos niños siguen las indicaciones de este exégeta de la plástica renacentista. Boltraffio, el discpipulo de Leonardo, persigue a los niños con esos ojos milaneses. Ellos sonríen avergonzados pero cómplices de ese guardia de seguridad que un día descubrió la mirada del giovanni.
Alejandro, cual profeta, pontifica: “¿Por qué cree usted que la gente va a París a ver a La Gioconda? Porque ella se les queda viendo”.
Jorge de Haro viene de la colonia Ampliación Daniel Garza. Viene con la familia de su novia. Confiesa que se les pegó, pero agradece la oportunidad de ver por segunda vez en muchos años estas obras renacentistas.
“¿Tu percepción de estas obras sería la misma sin la existencia de las redes sociales y las plataformas digitales?”, le pregunto.
“No. Sin los celulares y las redes sociales habría más atención en lo que ofrece la muestra. La gente no estaría tan distraída. Se enfocaría más en contemplarla que en compartir en sus redes la foto de la visita”.
“¿Tiene esta exposición un función contemplativa o educativa?”, pregunto después.
“Creo que las dos. No soy especialista en el tema, pero por lo que aprecio es muy buena. Es un tipo de placer contemplativo, verte reflejado como humano en una piedra que pierde su condición como tal”, dice frente a los grabados de los profetas Zacarías, Daniel y Joel, del italiano Giovanni Volpato.
El que viene desde Naucalpan derrocha erudición con una familia que lo escucha hablar del esfumato, la sangría, la craquelure. Quizá después los interrogue por su signo zodiacal.
Afuera de Bellas Artes, Horacio de Soto se ataja de la lluvia. Lleva sombrero de palma, un godete de triplay, hojas blancas y lápices de colores. Se dedica a hacer caricaturas de los visitantes de la Alameda. Es un artesano.
“La gente cree que es algo lejano, ¿no? El museo tiene que proyectar nuestra idiosincrasia. Es un templo donde se custodia el patrimonio. Aquí llega desde el turista hasta la gente bien diferente, los que llegan a hacer negocios hasta los que vienen a divertirse.
*FOTO: La escultura Cristo de Portacroce es una de las piezas que generan mayor atención de los visitantes de la exposición “Miguel Ángel Buonarroti. Un artista entre dos mundos”, en el Palacio de Bellas Artes/EFE.
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