Un llamado por la autonomía y el autogobierno de los Centros Públicos de Investigación
El anteproyecto de la 4T en materia de humanidades, ciencia y tecnología podría avalar la intervención del ejecutivo federal en la pluralidad y en la organización interna de los centros públicos de investigación
POR XIMENA MEDELLÍN URQUIAGA
¿Es posible hablar de libertad académica cuando las decisiones fundamentales de las instituciones de educación superior corren el riesgo de quedar sometidas a los dictados de una política gubernamental, en razón de los modelos de gobernanza que se impongan a aquellas? La respuesta a esta pregunta debe ser un tajante “no”.
Incluso si se trata de instituciones de educación superior financiadas con recursos públicos, existe una obligación inexorable por parte de todas las autoridades de asegurar la autonomía académica, tanto en su dimensión individual como colectiva.
Esto implica, de inicio, establecer condiciones reales u operativas, no sólo discursivas, para que las decisiones institucionales más importantes, sustantivas o trascendentales para la labor académica se adopten a través de medios participativos o representativos de la propia comunidad. Como contracara de la moneda, el diseño de los mecanismos de toma de decisiones al seno de las instituciones académicas debe limitar o, mejor aún, blindar ante el riesgo de interferencia por parte de actores políticos, de manera que no tengan injerencia en cuestiones propias del quehacer científico o docente.
Sólo de esa forma la autonomía se materializa y se erige, genuinamente, en una concreción del autogobierno que debe imperar en toda institución de educación superior.
Así lo han destacado los Principios Interamericanos sobre Libertad Académica y Autonomía Universitaria, adoptados el pasado diciembre de 2021 por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Así también lo ha reconocido el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas al destacar que la libertad académica abarca, entre otros aspectos, “la posibilidad de que los investigadores establezcan instituciones autónomas de investigación y definan los fines y los objetivos de la investigación y los métodos que se hayan de adoptar” (Comité DESC, Observación General No. 25, párr. 13).
La referencia a las “instituciones de educación superior” en estos criterios no es casual. En contraste con otros términos más acotados, tales como “universidades”, los estándares internacionales buscan denotar que la autonomía y el autogobierno son condiciones necesarias de toda institución que se dedique primordial o prioritariamente a las labores académicas, incluidas la investigación y la docencia. Esto, independientemente de cuál sea su denominación formal o de la posición que tenga dentro de las estructuras públicas.
Alegar lo contrario sería adoptar una visión restrictiva frente al ejercicio de un derecho humano, como lo es la libertad académica, en contradicción con los mandatos impuestos por la propia Constitución mexicana.
¿Por qué es relevante detenernos en estos planteamientos en el contexto actual mexicano?
Porque los mismos son un telón de fondo necesario para el análisis del anteproyecto de Ley General en Materia de Humanidades, Ciencia, Tecnología e Innovación que ha sido diseñado desde el Conacyt.
Una de las características más destacadas de dicho anteproyecto es la modificación casi completa del modelo de gobernanza de los llamados centros públicos de investigación.
En 1999, con la publicación de la Ley para el Fomento de la Investigación Científica y Tecnológica, se creó formalmente la figura de los “centros públicos de investigación”. Los mismos se definen como “entidades paraestatales de la Administración Pública Federal que (…) tengan como objeto predominante realizar actividades de investigación científica y tecnológica (y) que efectivamente se dediquen a dichas actividades (…).” El marco jurídico actual también destaca que estos centros podrán contar con programas docentes especializados en sus propias áreas de conocimiento.
En la actualidad, 26 entidades paraestatales detentan la calidad de “centro público de investigación”. En su conjunto, conforman el Sistema Nacional de Centros Públicos de Investigación que, con la Universidad Nacional Autónoma de México y el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, se erigen como las principales fuerzas de investigación en humanidades, ciencia, tecnología e innovación del país.
La riqueza del sistema se apuntala en la diversidad de los centros que lo conforman. En éstos diariamente se materializan actividades de investigación y docencia en temas como ingeniería, desarrollo industrial y electroquímico, información geoespacial o investigación en alimentos, matemáticas, economía, ciencias políticas, derecho, historia, antropología social, biológicas, ecología, astronomía u óptica.
Naturalmente, a esta diversidad corresponden distintos modelos de organización o gobernanza interna, los cuales pueden variar sustantivamente dependiendo de las características y necesidades de cada centro. En dichos modelos se concreta lo que tanto el marco jurídico actual como el propio anteproyecto del Conacyt reconocen como la “autonomía de decisión técnica, operativa y administrativa (…), y de gestión presupuestaria”.
Es imposible en este breve comentario presentar un recuento pormenorizado de los esquemas de organización interna de todos y cada uno de los centros públicos de investigación. En todo caso, para fines del contraste con el anteproyecto, utilizaré como referencia el modelo que mejor conozco por corresponder a mi casa académica desde hace más de once años. Me refiero al Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).
El modelo actual de gobernanza del CIDE pone en el centro de las decisiones académicas sustantivas a los órganos colegiados, entre los que destaca el Consejo Académico. El mismo se define en el artículo 8 del Estatuto del Personal Académico como “el máximo órgano colegiado interno de análisis, consulta y decisión en lo referente a las actividades académicas del CIDE”. Entre sus funciones principales se encuentran conocer y aprobar el programa anual de trabajo del CIDE, la creación o suspensión de programas docentes, así como todos los proyectos de disposiciones académicas que rijan la vida del CIDE antes que las mismas sean sometidas a aprobación de la Asamblea General de Asociados o el Consejo Directivo, respectivamente.
Su conformación es amplia y plural e incluye, entre otros, a la Dirección General y a la Secretaría Académica. Más importante aún para fines de este comentario, el Consejo Académico incorpora representantes del claustro de cada división académica, quienes se eligen por el voto directo del personal académico sin que medie intervención alguna de los otros órganos directivos del CIDE. Además, estas personas sólo pueden ser destituidas por el voto de las dos terceras partes del mismo claustro que las eligió.
Este modelo, indudablemente perfectible en su operación práctica, garantiza al menos dos condiciones normativas que deben destacarse. En primer lugar, una parte significativa de su integración responde a una lógica genuinamente representativa, que se elige con total independencia de los otros órganos del CIDE. En segundo lugar, el Consejo Académico es una instancia de toma de decisiones académicas, que puede fungir como balance y contrapeso de otros entes, incluida la Dirección General o el Consejo Directivo del centro.
En contraste con este esquema, el anteproyecto del Conacyt sustituye la figura del Consejo Académico (u órganos análogos en otros centros) por una “asamblea del Personal de Investigación Humanística y Científica, Desarrollo Tecnológico e Innovación”, así como por un “Consejo Consultivo Interno o equivalente”. Este último, según el propio anteproyecto, estaría integrado por personas nombradas por la Dirección General o equivalente y la Asamblea del Personal, sin determinar con precisión la forma en que ambos órganos deberán coordinarse para determinar la integración del consejo.
El anteproyecto del Conacyt enfatiza que los órganos arriba referidos “fomentarán prácticas democráticas y mecanismos de participación que favorezcan la pluralidad, la igualdad de oportunidades y la paridad de género al interior de las instituciones y promoverán sistemas de supervisión y seguimiento basados en la confianza, así como en la formación y actualización continua del personal.” Y si bien este esquema parece avanzar la idea de la gobernanza democrática de los centros públicos de investigación, se presentan problemas que son difíciles de obviar.
En primer lugar, como se dijo, la constitución del “Órgano Consultivo interno” dejaría de ser un ente que se integre, al menos en parte, por personas elegidas directamente por la comunidad académica, sin intervención o injerencia de la Dirección General. Misma dirección que sería nombrada, a su vez, de forma unilateral por la persona titular del Conacyt, quien es, por su parte, designada por la persona titular del Ejecutivo federal.
Esto genera, como mínimo, la posibilidad de una línea de relación directa desde el poder político máximo del Estado mexicano hasta los órganos básicos de gobernanza en los centros públicos de investigación. Un diseño que parece difícil de conciliar con la noción de la autonomía académica ante el poder político.
De manera adicional, el anteproyecto del Conacyt elimina las facultades reales de toma de decisiones tanto de la Asamblea de Personal Académico como del Órgano Consultivo interno, al considerarlos como meros órganos que pueden “conocer y opinar” sobre las decisiones fundamentales de las instituciones. En estos términos, no se requeriría ya contar con su aprobación de las propuestas de la Dirección General para que las mismas se materializar en la vida interna de cada centro.
Aunado a estas características, ya de por sí preocupantes, el anteproyecto da un golpe mortal a la autonomía y autogobierno de cada centro al establecer que será el propio Conacyt quien establezca la normativa básica que debe regir por igual a todas las instituciones que conformen el Sistema Nacional de Centros Públicos de Investigación. Lo anterior, pasando por sobre la participación activa de las comunidades internas de cada institución.
En términos sencillos, el anteproyecto propone un modelo que sujeta tanto en la normativa como en la práctica, a los órganos de gobernanza de los centros públicos de investigación al propio Conacyt. Y, a través de éste, al Poder Ejecutivo federal.
¿Es posible concluir que el esquema propuesto en el anteproyecto es inadecuado para todos y cada uno de los centros públicos de investigación? Evidentemente no. Esta reflexión se basa en una limitada comparación con el modelo actual de gobernanza interna del CIDE.
Pero eso es, en sí mismo, un tema a destacar. La diversidad que caracteriza el Sistema Nacional de Centros Públicos de Investigación hace imperante que el marco jurídico para su integración y coordinación respete, garantiza y promueva tanto la autonomía como el autogobierno de cada comunidad académica que conforma el sistema.
Sería absurdo predicar que el modelo del CIDE debe implementarse en todos los centros públicos, tanto como es absurdo pensar que la democratización de la vida académica se promueve con decisiones tomadas desde instancias externas.
Sólo con la participación genuina, decidida, real y de peso de las comunidades académicas, en el más amplio sentido de la palabra, lograremos un objetivo tan anhelado como imperante: la democratización de instituciones que tienen como mandato servir a la población a través de sus labores de investigación, docencia y difusión del conocimiento abierto y accesible a todas las personas.
FOTO: No sólo en el CIDE, también en cualquier institución que sea financiada con recursos públicos, debe asegurarse la autonomía académica. En la imagen, el Laboratorio Nacional de Materia Cuántica, de la UNAM, financiado por Conacyt/ Cortesía UNAM
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