Un mediocre elíxir de amor
POR IVÁN MARTÍNEZ
Tenía que comenzar el año operístico oficial y para ello, la Compañía Nacional de Ópera estrenó el pasado domingo 15 en el Palacio de Bellas Artes, una producción de El elíxir de amor, de Gaetano Donizetti, encomendada a César Piña.
Comedia romántica sin pretensiones, El elíxir es una ópera sencilla, inocente y bella en lo literario como en lo musical, de buena factura en la forma como en la puesta en música de la palabra; una pequeña obra maestra bien arraigada en el público que no requiere de grandes recursos escénicos, por lo que, de contar con voces adecuadas y una batuta en el foso bien enterada del estilo, sucede siempre con éxito.
Junto a Piña, se sumaron en los créditos protagónicos dos recién egresados del Estudio de Ópera de la compañía, un programa con muchos cuestionamientos artísticos y de origen, la soprano Patricia Santos y el barítono Alberto Albarrán, además del tenor Víctor Hernández: equipo “joven” al que los mal pensantes tradujeron en “bajo costo”, esperando resultados de mediocres a malos.
No tendría que ser así. La misma fama con la que ha cargado Piña de trabajar con pocos recursos está ligada a una continua efectividad, al menos entre ciertos círculos de críticos y público, y, al atractivo del título, se sumaron dos nombres que se habían convertido en garantía: el bajo Noé Colín completando la lista de solistas y la batuta de Juan Carlos Lomónaco en el foso.
Para la escena se dispuso de escenografía y vestuario del INBA, que la mano de César Piña no supo utilizar con economía. Bien se dice que en escena lo que no ayuda estorba y eso sucedió con los telones sobreutilizados; muchos movimientos innecesarios de escenografía, algunos elementos incoherentes (el más notorio: una escalera abstracta a la nada que desentona con el estilo tradicional del resto) y varios accesorios de factura miserable que no pasan desapercibidos y abaratan el resultado (lo más visible: un corazón con luces de mercado).
Su dirección actoral: sin el debido cuidado, dispar tanto en el tratamiento de los solistas como en el movimiento escénico de sus comparsas.
Como director concertador, a Lomónaco falló la segunda parte de su título. Si bien logró que la Orquesta del Teatro de Bellas Artes tocara con un nivel de precisión y afinación más alto que el acostumbrado, y que algunos de sus músicos tocaran con un sonido bello y cuidado en momentos particulares (notablemente el fagotista David Ball durante la romanza “Una furtiva lagrima”), descuidó el ensamble que sucede arriba del foso: en todas las escenas con tríos, cuartetos y los de solistas con coro sólo se percibe una masa de ruido en la que no se entienden líneas musicales o palabra alguna.
Error de ambos directores, también, el ritmo pasmoso de la función: torpe agilidad en la escena y tempi lentos en general.
El coro, aunque irreprochable, sigue sin contar con un director que logre actuaciones musicales destacables, que les haga cantar con mejores matices y un sonido más redondo, de ensamble, como ya había sucedido. Escénicamente, sigue siendo subutilizado por directores poco imaginativos que solo logran moverlos como una masa sin orden.
Entre los solistas, el resultado fue de igual manera irregular. Y poco constante. La sorpresa la dio el bajo Noé Colín como Dulcamara, un papel que conoce bien y al que ya en otras ocasiones ha prestado su particular vis cómica y canto distinguido. La función del martes 17 la comenzó con una muy notoria incomodidad, además de faltar en su dicción –y me temo, aire– de la muy conocida “Udite, udite, o rustici”.
Mejor en la barcarola del inicio del segundo acto junto a Patricia Santos, pero aún sin la prestancia con que se le ha escuchado y visto en otras ocasiones, recurro a uno de los comentarios escuchados sobre esta actuación que lo explica, pero no lo justifica: “no está sintiendo un contrapeso escénico”.
Ninguno de los tres personajes principales ofreció suficiente a sus actuaciones, aunque entre ellos, la soprano Patricia Santos destaque con superioridad. Por méritos propios: un canto casi siempre preciso, de buen fraseo, suficiente voz y buena intención al interpretar a la joven Adina.
Y por desméritos ajenos: como Belcore, Alberto Albarrán pasa desapercibido, muy disminuido en voz y presencia, y como Nemorino, además de faltar gravemente en afinación y peso vocal, Víctor Hernández resulta francamente insoportable, reduciendo un personaje ingenuo a uno idiota, francamente ridículo y de movimiento escénico torpe.
Por haber elegido este Elíxir para iniciar temporada, no se puede acusar falta de pretensión. Por hacerlo con este equipo, sí de exceso de mediocridad.
*Fotografía: El Elíxir de amor, ópera en dos actos de Gaetano Donizetti se presenta hoy domingo 22 en el Palacio de Bellas Artes, a las 17 hrs. / Crédito: Especial
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