Un Otello de cara lavada
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Con un trabajo coordinado del elenco vocal, el coro y los grupos instrumentales, esta versión es un digno homenaje a la obra clásica de Shakespeare, pese a las fallas de la dirección escénica
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POR IVÁN MARTÍNEZ
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Me resulta muy curioso, digno de estudio, que la administración cultural que ha entrado en su recta final, siga cometiendo el mismo error en su quehacer diario: minimizar las posibles polémicas por acciones o inacciones –artísticas o administrativas– que podrían haberse evitado con pasos sencillos –casi siempre de comunicación– y que, ante la opacidad o el temor a ser cuestionados, resultan siempre en escaladas incómodas.
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Ha sido chistoso encontrar que con ingenuidad no percibieran lo que se les pudiera cuestionar, pero alarmante que no tuviera respuesta a esos cuestionamientos, cuando muchos hubiesen encontrado justificación y, quizá no pocas veces, defensores. Son dos ejemplos: la proyección de la película Coco (Disney-Pixar) hace un par de semanas en el Palacio de Bellas Artes, o las ocasiones en que –con la probidad artística que se le conoce– la directora de la Ópera de Bellas Artes, Lourdes Ambriz, sigue siendo programada como cantante.
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El último traspié que pudo ser evitable fue el de esa compañía con su producción de la ópera Otello, de Verdi, basada en la obra suficientemente conocida de Shakespeare, que tuvo cuatro funciones en el Palacio de Bellas Artes entre el 5 y el 12 de noviembre: se trató de una puesta que pudo pasar como una de las más decorosas que ha presentado Bellas Artes, consensualmente aceptada en lo musical como en lo visual entre el público y algunos críticos, pero que no ha logrado que se escuche de ella por sus logros sino por uno de sus errores. Otello, el moro, apareció “despintado”.
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¿Podía Luis Miguel Lombana, responsable de la concepción escénica, imaginar a un Otello blanco? Sí, y el público también podría cuestionar su decisión artística. ¿Fue una decisión artística? Parece que no, sino práctica; y bastante inútil. A Lombana se le dio un espacio en el programa de mano que otros registas han usado para plasmar sus ideas dramatúrgicas de las piezas que se les encomiendan, y él no habló de ello. Si más allá de lo escrito o justificado, lo que importa es lo que se ve, no se entiende una narración a través de un subtitulaje que no corresponde con lo que sucede en el escenario. Si no hay una razón, ¿para qué cometer el error y echarse encima a quienes pensamos que debía salvaguardarse ese rasgo? ¿Podría la mínima acción de un maquillaje haber cambiado la concepción general de la puesta? Estoy seguro que sí. ¿De verdad nadie lo advirtió?
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Visualmente despintado, pero enmarcado con la belleza justa de la iluminación de Laura Rode y la escenografía sencilla pero efectiva de Adrián Martínez Frausto, Lombana también “aligeró” la acción dramática mediante el trazo: al igual que con el gesto hacia la raza del protagonista, que origina y explica comportamientos, se edulcoró un detalle en la escena final, al cambiar el estrangulamiento por asfixia, lo que –sin ver Otello a los ojos de Desdémona y sin ver nosotros el gesto de ella– le resta varios niveles de dramatismo.
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Fuera de ello, y de detalles de disposición que un mayor conocedor como Luis Gutiérrez ha anotado (el vestuario de Desdémona y el espacio que ocupan los personajes en el acto tercero), lo visual es plausible, en tanto que los mayores méritos están en lo musical y a ellos no se ha estorbado. Habría que notar también, porque es diferencia sobre puestas anteriores encargadas a Lombana, que se sintió una mayor movilidad de todos cuantos aparecieron en escena. Va aprendiendo, si no a hacer, al menos a no estorbar: ¡bravo!
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La dirección musical ha corrido a cargo de Srba Dinic, batuta con la que la Orquesta del Teatro de Bellas Artes ha ido creciendo en calidad sonora y posibilidades expresivas. Acaso en la segunda función los violonchelos han ofrecido afinaciones aproximadas, menos que exactas, pero la cuerda como conjunto ha mostrado músculo y los metales, de quienes siempre se teme, han estado íntegros.
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Dinic ha hecho mucho por acoplar la sonoridad de la orquesta, con presencia siempre sin miedo al uso del forte y el fortissimo y sin tapar nunca a los cantantes, la sonoridad de los coros –el del Teatro del Palacio, preparado por Pablo Varela con resultados menos gritados que en su última visita como director coral, y el grupo infantil Coral Ágape, a cargo de Carlos Alberto Vázquez– y de todos en el cast. Quizá haya sido, en la carrera de este director en México, la ocasión en que mejor se conjugó ese término tan completo de “concertador”.
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Ha sido el cast lo más relevante, como revelación, pues desde hace varias producciones la Ópera de Bellas Artes no lograba reunir uno así de redondo. Con sus matices, todos han tenido actuaciones destacadas y justas, sea en volumen, en el color adecuado para el papel que desempeñaron, en los peso y desenvolvimiento escénicos: Tomás Castellanos (Montano) pudo escucharse más y la voz de Kristian Benedikt (Otello) me pudo parecer algo delgada, pero me quedo muy contento con Encarnación Vázquez (Emilia) aunque en el conjunto todos se vieran mucho más jóvenes que ella y aplaudí con fuerza a Elena Stikhina (Desdémona), cuyas dotes escénicas pudieron ser explotadas con mayor dramatismo, siendo Giuseppe Altomare (Iago) quien me deja el mejor sabor de boca por una fuerza vocal que ojalá escuchemos más seguido en estos lares.
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FOTO: Kristian Benedikt y Elena Stikhina, en los papeles de Otello y Desdémona. / Ana Lourdes Herrera / Ópera de Bellas Artes
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