Un paisaje infinito
Por Luis Pérez SantojaEs difícil encontrar música clásica japonesa que haya sido compuesta en el siglo XIX, considerando el término “clásica” en el sentido occidental, sobre el que tratará este artículo. En el periodo Edo —del siglo XVII a la mitad del XIX— Japón estuvo cerrado a toda influencia extranjera. No es hasta la era conocida como Meiji (1868-1912) que la cultura occidental comenzó a conocerse.
En cambio, después de la Segunda Guerra Mundial, se advierten las primeras expresiones de una música que, enmarcada en tiempos de innovación, recibiría una influencia muy saludable para ser no sólo una imitación sino, en algunos notables ejemplos, originadora de nuevas vertientes. Por supuesto, hubo la tendencia de componer en el lenguaje posromántico y el de los impresionistas franceses. Sin embargo, pronto se impusieron las formas de las vanguardias, desde las secuelas de la dodecafonía y el atonalismo hasta las más libres, incluso la aleatoriedad y la electrónica.
No hay que olvidar que la música japonesa está basada en la escala pentafónica (sólo cinco notas básicas en lugar de las doce tradicionales de occidente) y que en nuestras formas se utilizaban escalas semejantes como parte de la liberación tonal desarrollada en el siglo XX; Debussy usaba este recurso para lograr, precisamente, la evocación de un mundo lejano y exótico. También tengamos presente que, aunque en general la música asiática nos pueda sonar muy extraña, podemos encontrar armonías pentafónicas en la música celta, la húngara, en los spirituals y algunas formas del Caribe y en el folclor de Europa Central.
El mundo Takemitsu
Toru Takemitsu es el compositor fundamental de la música japonesa y su figura adquirió una dimensión gigantesca en el panorama internacional del siglo XX. Takemitsu fue el primero y el que mejor asumió las características de la música y la cultura japonesa, asimilándolas a las formas y lenguajes que la occidental establecía: sin dejar de ser profundamente japonés, incluso con la utilización de instrumentos autóctonos (En un jardín otoñal, Pasos en noviembre) fue un creador inmerso en la vanguardia con una expresión sin fronteras ni idiomas. De ahí la belleza sonora, la profusión de detalles y matices, a veces mínimos e imperceptibles. En su mundo domina el reposo y la reflexión, la melancolía y la meditación, la evocación del silencio, pero también, a veces, una pasión contenida; todo expresado en una forma innovadora y personal, con un sabio sentido del color sonoro, casi nunca sombrío sino lleno de destellos luminosos y resplandecientes, tanto las obras para un solo instrumento —piano, arpa o guitarra y, claro, biwa o shakuhachi— como las de gran orquesta. La inspiración ideal para su lenguaje y su sonido podía estar en el ramaje del bosque o en la hierba crecida que mueve el viento; o en el agua, obsesivamente el agua, en sus diversos estados como la lluvia, el rocío, el mar o, incluso, la nieve; en las estaciones del año, en el sueño-los sueños. De ahí también la belleza y poesía inefable de sus títulos como Conjuro de lluvia, Qué lento el viento, Pasos en noviembre, Jardín de otoño, Escucho soñar al agua, Y entonces supe que era el viento, Paisaje, De mí fluye lo que llamas Tiempo, Una parvada desciende al jardín pentagonal, Soledad sonora.
Takemitsu compuso música para más de cien películas —entre 1955 y 1995—, casi todas obra de los cineastas más importantes de Japón, como Kurosawa (Dodes’ka-den, Ran), Teshigahara (La mujer de arena), Oshima (El imperio de la pasión, La ceremonia), Kobayashi (Harakiri), Shinoda (Doble suicidio), Imamura (Lluvia negra), todos verdaderos clásicos para un cinéfilo. En el cine “de Takemitsu”, con un uso acentuado en la música nacional, se puede escuchar el sable que el samurái desenfunda, la preparación fantasmal para la batalla, la evocación de un amor en un melancólico paisaje nevado o el conflicto de seres atormentados. Una de sus últimas obras de concierto fue Nostalgia, por la muerte de su admirado Andrei Tarkovsky.
Los grandes compositores japoneses
Más allá del mundo Takemitsu, Japón ha tenido muchos compositores que abordaron las formas de occidente con distinguible diversidad, unidos por afinidades: la prolífica creatividad, el uso de instrumentos japoneses y occidentales, separados o simultáneos, las partituras para cine y los estudios en Viena, Londres, Berlín o Estados Unidos, bajo la tutela o la influencia de significativos músicos: de Hindemith o Varèse a Schoenberg o Messiaen, de la música concreta de Schaeffer a la indeterminación de Cage.
Hagamos un vuelo de pájaro sobre el paisaje infinito de la música clásica japonesa.
Toshiro Mayuzumi, uno de los más importantes, fue tal vez el primero que adoptó formas vanguardistas, sin descuidar la música de su país; especie de compositor zen, mezclaba campanas y cantos budistas de los templos con el ostinato de Stravinsky o la armonía de Messiaen, en obras como Samsara y las sinfonías Nirvana y Mandala.
Fumio Hayasaka, compositor de la partitura de Rashomon y Los siete samuráis, entre otras de las primeras películas de Kurosawa —de quien fue amigo entrañable—, o algunas de las últimas de Kenji Mizoguchi. Hayasaka fue una gran influencia para Akira Ifukube,autor de incontables obras de concierto y de más de cien películas y 30 óperas que incluyen La metamorfosis de Kafka, Tres hermanas de Chéjov y ¡Don Quijote!
Hidemaro Konoye, compositor y director —amigo de R. Strauss y Furtwängler—, hizo en 1930, ¡en Japón!, la primera grabación completa de la Cuarta Sinfonía de Mahler, antes de las grabaciones occidentales.
Minoru Miki, de quien en México se ha interpretado y grabado Marimba espiritual. Somei Satoh, cercano al nuevo misticismo de Tavener o Pärt. Takashi Yosimatsu, quien adaptó el jazz y el rock a obras electrónicas y orquestales.
Hay algunos más conservadores o nacionalistas: Yasuhi Kiyose, Saburo Moroi —un Bruckner japonés—, Yuzo Toyama YukioYashiro.
En cambio, entre los vanguardistas destaca Yoritsune Matsudaira, quien, además de ser uno de los más grandes, fue el autor de una sorprendente Suite de danzas para tres orquestas (la primera obra clásica japonesa que escuché), interpretada en los años sesenta en el Palacio de Bellas Artes por la Sinfónica Nacional dirigida por Carlos Chávez y con la colaboración de Eduardo Mata y H. Hernández Medrano en la dirección de las orquestas adicionales. Matsudaira asimiló el estilo de las danzas cortesanas gagaku y bugaku con la técnica serial de Boulez y la aleatoriedad de Stockhausen.
Maki Ishii, muy original y cercano a Ligeti, explota la quietud contrastada con grandes sonoridades, con una tendencia al ostinato y a la acumulación de sonidos como en el singular ¡Concierto Afro!
Entre los más jóvenes, está Toshio Hosokawa, extrae texturas y sonidos nuevos en los instrumentos tradicionales; resalta su serie Paisajes (“como si el espacio acústico respirara”), una de ellas encargada por el Cuarteto Arditti. También habría que mencionar a Toshi Ichiyanagi —por cierto, primer esposo de Yoko Ono before Lennon y alumno de Cage— y Ryuichi Sakamoto, músico experimental que incursionó en una simbiosis electrónica de folclor, jazz y cierta libertad armónica para crear una forma personal de new age light (¿hay de otro?).
Hay muchas compositoras como Junko Mori y Kazuko Hara. Pero la voz primordial es la de Keiko Abe, tal vez el más importante intérprete de la marimba a la que ha reinventado y enriquecido con sus propias obras. Misato Mochizuki es de las más interesantes por su compleja intelectualización para referir a la naturaleza, la genética o la química o las ideas conceptuales de autores emblemáticos, como Roland Barthes —por ejemplo, una de sus obras es Camera lucida.
Indudablemente, la riqueza y deslumbrante invención musical es otra de las expresiones que Japón ha desarrollado y expuesto ante el mundo para mostrarnos su gran capacidad creativa, de superación y de trascendencia.
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