Un pequeño paréntesis; adelanto editorial
Con autorización de la editorial Cal y Arena, compartimos un fragmento del libro La vida. Un repaso de Arnoldo Kraus, una memoria novelada, aforística y reflexiva próxima a aparecer en librerías
POR ARNOLDO KRAUS
Me gustan los paréntesis. Entre un signo y otro respiro, reflexiono. El de ahora lo abro y cierro a discreción. Me resguardo entre ellos para concatenar ideas: ( ). El mundo entre ( ) es inmenso. En ocasiones, cuando la duda es ingrediente del vivir, vale la pena aguardar y colocarse entre apoyos gramaticales: ¡ ¡, ¿ ?, “ ”. Recargarse en ellos cuando el silencio no es suficiente, arropa. Los paréntesis se abren y cierran de acuerdo con las necesidades de la existencia, en este caso, de quien escribe. Así son los refugios, un día se sale, otro día se entra.
Borrar y tachar debe ser parte de la vida. No sólo me refiero a la escritura, me refiero a la existencia. Menuda idea; si no se borra o no se recula, todo sigue igual. Recuerdo a Giuseppe Tomasi di Lampedusa; en Gatopardo escribe: “Hace falta que algo cambie para que todo siga igual”. Jugar con frases célebres es válido: “Si queremos que nada siga como está, es necesario que nada cambie”. Aunque son ideas contradictorias, ambas son veraces. Me decanto, a pesar de su escepticismo, por la segunda; no por haberle metido pluma, más bien por la / mi realidad. Escepticismo, ¡sí!, realidad, ¡sí!: al estatus político, a los banqueros, a los depredadores del ambiente les conviene que nada cambie.
La frase siguiente la he tachado y vuelto a tachar. Así quedó: “Las familias pequeñas suelen repasar los sucesos de la vida —o de las vidas— con más frecuencia. No es una decisión consciente. Es, más bien, la necesidad de construir y reconstruir a partir del pasado, de la memoria”. Así pienso, así fue el pasado de Natalia y Mijael, así fueron las cargas con las cuales se nace antes de nacer. Acoplarse a los asideros sanguíneos es fundamental. No estoy segura si mis conjeturas sean universales. En cambio, estoy segura de la realidad de las familias pequeñas: siempre las mismas caras, las mismas alegrías, los mismos dolores, los mismos pleitos, unas veces por idénticas razones, en otras ocasiones por motivos absurdos. En las familias muchas veces 1+1 no es = 2, ¿cierto? De ahí mi necesidad de repasar con fruición algunos sucesos. Así son muchas familias pequeñas, “disfuncionales”, dice Guillermina, una amiga cercana. “¿Disfuncionales?”, le pregunto. “Disfuncionales”, me responde. No me sorprende su respuesta, sólo deseaba escuchar un poco más.
Temprano, justo al despertarme, mientras me estiro, retomo la idea de Guille. Pienso: “La disfunsión es propia de muchas familias y de nuestro tiempo”. Recapitulo, busco convencerme. Me escribo:
“Conforme transcurren los años y el pasado se convierte en irremediable pasado, mirar hacia atrás es necesario. Bordar en el presente exige coser y descoser: regresar al tiempo viejo construye. ¿Quién no ha escuchado acerca de la prisa del tiempo?, ¿quién no se ha dicho innumerables veces, ‘si hubiera…’?”
Hace una semana asistí al entierro de un viejo amigo. Observé los rostros de los enterradores. Desde tiempo atrás me ha interesado explorar sus guiños. Poseen una sabiduría especial. Saben acerca de la fugacidad del tiempo y de la vida. Los pinos de los panteones también lo saben; testigos inmemoriales de la vida de los cementerios ven cómo se marcha la vida: bisabuelos, abuelos, padres… y cómo llega la vida: hijas, nietos, bisnietas…
Platicar con los sepultureros debe ser toda una experiencia. Entienden eso “del pasado”, eso de “mirar hacia atrás”. Yo he platicado un poco con ellos. A Guillermina también le atrae el tema. Ha hablado con ellos. “Escribiré un pequeño texto, mi querida Oliva. Podremos trabajarlo juntas. ¿Te parece bien?”, “¡Genial!”, le respondo. “Será, creo, un texto bienvenido. Hasta donde sé, nadie ha escrito sobre ellos”, remata Guille.
Mientras camino entre las hileras de las tumbas, bien ordenadas, con sus pasillos limpios, irregulares en ocasiones por las raíces de los árboles, regreso, siempre regreso, a un tema que me obsesiona y molesta. Lo enmarco en unas preguntas: ¿quiénes fueron los primeros en hacer de la muerte un “panteón doloroso”?; si la muerte, como se piensa, se vincula con principios religiosos judeocristianos, ¿es acaso un beneficio para quienes detentan el poder religioso?, y, de ser afirmativa la respuesta, ¿hasta cuándo el miedo seguirá sumando acólitos?
El silencio en los panteones, una vez finalizados los servicios sepulcrales, es un silencio delgado, continuo, sólo interrumpido por el piar de pájaros y por el ulular de las ramas de los pinos. El silencio di ere al de la casa: acompaña de otra forma. Desnuda el interior, le da nombre al vacío y a la ausencia. Los sepultureros, me digo, deben ser maestros en ese rubro.
Al abandonar el panteón escribo unas líneas, siempre cargo conmigo unos papelitos, “la vida tiene dos tiempos, uno in nito, otro fugaz”. Quizás a Guille le digan algo semejante los sepultureros.
Dos semanas después le hablo a Guille, “¿has escrito un poco?”, Guillermina, recatada en ocasiones, tormentosa otras veces, me ha contado poco. No ha querido. “Apenas he escrito algunos renglones. Aguarda”. “¿Me puedes adelantar unas ideas?” “Eres muy obsesiva, Oliva…” “Así me quieres, ¿verdad?” “Sí, así te quiero. ¿Sabes?, los sepultureros, mientras bajan el ataúd a la fosa observan los rostros y las lágrimas de los familiares, escuchan sus palabras, su adiós, sus promesas. Leen los epígrafes. Interpretan, aunque parezca absurdo, el dolor de los deudos. Enterrar a seres humanos recién muertos y observar los últimos momentos con la familia los convierte en testigos, en testigos involuntarios. Escucharlos ha sido muy interesante. En cuanto avance un poco o termine la primera versión te lo comparto. Será, anticipo, un breve ensayo, quizás unos párrafos reflexivos, con suerte poéticos”.
La existencia cotidiana, verbal, corporal, compañera, finaliza mientras el cadáver baja a la fosa. En ese momento tan corto como la vida, tan largo como el tiempo y tan doloroso como todo lo que se deseó hacer y nunca se hizo, la cotidianeidad adquiere otras caras. Las propias, las de los otros, la de la nitud, las del irremediable adiós.
FOTO: Sentado sobre una tumba del Panteón Francés, el sepulturero Israel Cancino. /Especial
« Escribir novela negra desde la ternura: entrevista con la escritora Zel Cabrera “No hemos dejado de padecer violencia ni extractivismo”: entrevista con la autora Gabriela Cabezón »