Una danza de San Vito
POR JAVIER GARCÍA-GALIANO
Aunque debía recorrerla consuetudinariamente porque me lo obligaba mi trabajo, The Little Italy me es indiferente y Nueva York me resulta ajena. Tampoco me interesa Boston. Soy de Ohio y la pizza me parece una vulgaridad. Si entré esa tarde de martes a Ryan’s Pizza, en el número 27 de Prince Street, fue porque tenía hambre, porque había caminado desde la mañana sin suerte, porque estaba cansado de hablar, de repetir siempre lo mismo, de tratar de vender ilusiones, como todos los vendedores, porque no tenía que seguir apresurándome como todos, porque no tenía nada que hacer.
Pedí una pizza Margherita, lo reconozco, y me senté en una mesa iluminada y visible porque no había mucho de donde escoger. Las mesas oscuras, las apartadas, las del rincón, las que me gustan, estaban ocupadas por tipos solitarios, que leían el periódico y resolvían crucigramas, como yo.
Yo no volteé a ver a nadie; lo juro. Ni siquiera sé cuándo entró y se me acercó el gordo con el traje barato y por lo menos una talla menor que la suya, que me habló para decirme que un señor que estaba sentado en una mesa adosada a la pared quería conocerme. No tuve más remedio que voltear a ver al aludido. Ahí estaba, sonriente como un actor de cine, invitándome con un gesto de película a que me acercara, brindando como para convencerme.
Obviamente yo no le hice caso; hice como si no me hablara. Pero el gordo, que me pareció más gordo porque el traje le apretaba aun más con el saco abotonado y creo que sudaba, el gordo, digo, insistió en que me hablaba el señor ése de la mesa apartada, para el que, supongo, trabajaba. Yo no volteé a verlo; lo juro, pero pienso que sonreía como un profesional; sí, como un profesional de la sonrisa. Y el gordo siguió insistiendo como una amenaza…
Reconozco que yo había dejado la orilla de la pizza Margherita; es mi costumbre. Desde chico. No me gusta la orilla de la pizza; tampoco la de los sandwiches. Puede ser un defecto; lo reconozco, pero no me gusta. Y reconozco que me avergoncé de la orilla de la pizza Margherita que había dejado en el plato.
Quizá me distraje por la ignominia del resto de pizza, quizá lamenté la molesta situación en la que me hallaba azarosamente, quizá hurgaba en mi cabeza una huída posible, pero tardé en advertir que el desconocido que, según el gordo, quería conocerme, se había acercado y, luego de ordenarle al gordo con una seña que se alejara, se sentó en mi mesa sin pedir permiso y me dijo que quería que fuéramos amigos. No sé por qué alguien quiere ser amigo mío, pero me quedé callado.
—Usted es como yo —eso dijo; lo juro—. Usted y yo nos parecemos.
Le vi la jeta y, para empezar, la nariz no era como la mía. Luego me vi en el espejo y me di cuenta que no conocía mi nariz… Cosa fea la nariz, pero no se parecía a la del desconocido que decía que era como yo, que se parecía a mí.
Según yo, no nos parecíamos en nada, pero él insistía en que sí, en que éramos igualitos, aunque él traía peluquín y yo… Yo me peino con brillantina…
Ya me había acabado la cerveza y la orilla carcomida de la pizza Margherita se notaba más en el plato. No tenía nada que hacer; ya me quería ir. Pero el desconocido insistía en que éramos idénticos y el gordo, cuyo traje parecía cada vez más barato y le apretaba cada vez más sudorosamente, me observaba desde la puerta con mirada cada vez más intimidatoria…
No volví a Ryan’s Pizza, pero tuve que quedarme en Nueva York para cumplir con mi trabajo como vendedor de artículos electrónicos. No me quejo. Mi familia no ha vivido mal y he logrado guardar algunos ahorros. Me he acostumbrado a viajar y puedo presumir de conocer varias ciudades; conocerlas de verdad, no como un turista. Sé de sus lugares para comer, beber, divertirse; he vivido algo de la historia de sus barrios, algunos de mis recuerdos están en sus calles.
Todavía no era la hora del aperitivo cuando me bajé del tren suburbano en Coney Island. Confieso que no tenía ninguna cita, pero no me extrañó que una voz me llamara. Cuando volteé en busca de aquel que había pronunciado mi nombre, me encontré al gordo de Ryan’s Pizza, que, aburrido, comía maní mirando el mar.
—Ya lo están esperando —me dijo sin dejar de comer ni de ver al horizonte.
Caminé para escapar. Me perdí en el laberinto de los juegos mecánicos, de las barracas en las que la suerte y la magia se convierten en un espectáculo, de los salones de baile cerrados. Pensé en comprar una bolsa de maní, pero me acordé del gordo. Me entretuve vagamente observando a los hombres que probaban su fuerza en el martillo, a los niños en el carrusel, a los que aguardaban para subirse a la Montaña Rusa, a los que bajaban de la Montaña Rusa. En la barraca del tiro al blanco había un hombre solitario ensayando su puntería. Disparó tres veces para acertar en dos patitos y un clavo. Luego volteó con una sonrisa y me saludó con un asentimiento de cabeza y el guiño de un ojo.
Era el desconocido de Ryan’s Pizza, del que había huido pretextando prisa y una cita de trabajo.
Supongo que respondí tímidamente, como una incierta obligación a su saludo.
Ya había dejado el rifle de aire para acercárseme y estrecharme la mano mientras me decía: “¿Hace cuánto que no se sube a la Rueda de la Fortuna?”
No supe qué responder. Creo que nunca me había subido a la Rueda de la Fortuna y reconozco que no reparé en la visión que me deparó de Manhattan, ni en los gestos ni los gritos excesivos que suscitaba, ni en lo que me decía mi acompañante desconocido. Sólo traté de contener el vértigo y el mareo…
Cuando nos despedimos, el desconocido me entregó una tarjeta, en la que se podía leer el nombre de Mario Rossi, una dirección: Perry St. 2, y un teléfono: 19-46-44.
En Ohio, vi televisión, jugué beisbol con mi perro, Bogart, y mis hijos, Bill y Ronald, me desentendí de los desplantes de mi hija, Samantha, corté el pasto, bebí cerveza con mis vecinos, hice B. B. Q. un domingo y volví a darle un beso de despedida a mi esposa cuando tuve que volver a visitar a mis clientes de Filadelfia, Baltimore, Syracuse y Nueva York.
Cansado de un viaje en tren, me disponía a tomar un taxi en Penn Station cuando oí que me llamaban; era el gordo de Ryan’s Pizza y de Coney Island, que me señaló un Rolls Royce, una de cuyas puertas abrió su ocupante para invitarme a subir con una sonrisa.
Mientras el auto arrancaba, el desconocido de Ryan’s Pizza y de Coney Island, que decía que nos parecíamos y me había entregado una tarjeta con el nombre de Mario Rossi, me saludó efusivamente, me llamó “amigo” y repitió que le daba mucho gusto verme. Sin embargo, el silencio terminó por imponerse, aunque su sonrisa perseveró.
“Quiero que conozcas a mi familia”, me dijo cuando el auto manejado por el gordo había cruzado el puente de Brooklyn, “les he hablado mucho de ti…”
No reconocí las calles porque no las conocía. Tampoco podría precisar el tiempo que duró el trayecto; pudieron ser minutos, pudo ser media hora, pudo ser más. No lo sé. Yo estaba enojado y confundido y temeroso y apenas resignado y desconcertado y a la espera de lo que ocurriría… Me pareció que el auto daba vuelta casi en cualquier esquina y que las calles y las casas eran iguales. Quizá cambiaban de color. Creí ver una iglesia, pero no estoy seguro. El desconocido que me había dado una tarjeta con el nombre de Mario Rossi no dejaba de sonreír, de mirar por la ventana, de repetirme que yo era su amigo, que no sabía el gusto que le daba verme, que iba a conocer a su familia, que le había hablado mucho de mí, que le había dicho que éramos idénticos.
Yo no estaba de acuerdo, pero no dije nada.
Cuando el auto se detuvo frente a casas indistintas, se impuso un silencio lejano.
Y a pesar del silencio, no pensé, lo reconozco, ni siquiera pensé que ya no me servía para nada pensar, que no me quedaba de otra, que tenía que resignarme…
No había nadie en la calle.
Sin dejar de sonreír, el desconocido que me había dado una tarjeta con el nombre de Mario Rossi, me conminó a entrar en una de esas casas indistintas. Sabía que no podía negarme.
El desconocido abrió la puerta con gesto incitante y, antes de entrar, no sólo en las voces, en las risas, en los movimientos de vasos, platos, cubiertos y comida, en los gritos de los niños que se correteaban, se me reveló una fiesta familiar.
Mientras saludaba con la cordialidad acostumbrada a sus parientes, presentándome de paso, me explicó que era el cumpleaños de su hijo Giambatista. No sin un dejo de orgullo, me dijo que era el más chico. Cumplía seis meses y estaba dormido. Interrumpiendo momentáneamente los juegos infantiles, me llevó a saludar al resto de su descendencia: Luigi, Enrico, Marco, Stefano, Giuseppe y John. En la cocina conocí a su esposa Angela, y en un rincón de la sala a la Mamma, que lloraba emocionada. A todos, el desconocido les decía que éramos idénticos, que a poco no era increíble cómo nos parecíamos, que nos vieran juntos, que a ver si podían adivinar quién era quién…
Me dieron un plato de spaghetti y una copa de vino y me dijeron que comiera y bebiera todo lo que quisiera, que si quería algo más, que si necesitaba algo. El desconocido me presentó a otros desconocidos que me platicaron, me contaron chistes y me trataron con complicidad. También me enseñó fotos de cuando era niño, de sus padres, de sus abuelos, de su juventud, de sus viajes a Italia, sin dejar de insistir en que éramos igualitos, lo cual tampoco dejaba de repetir a su parentela y a sus amigos, que lo secundaban diciendo que era increíble cómo nos parecíamos… Sin embargo, ninguno me confundió con él.
En cada presentación, durante cada plática, a cada momento, yo aguardaba la circunstancia propicia para huir. Fui al baño con ese propósito, pero al salir, luego de un tiempo calculadamente largo, me encontré con el desconocido que me había dado una tarjeta con el nombre de Mario Rossi. Deambulé dizque distraídamente por la casa en busca de un escape posible, pero inexorablemente me alcanzaba mi anfitrión obligatorio y me explicaba las identidades de alguna fotografía colgada en la pared, la procedencia de cierto cuadro, el significado de un rincón. Vi con insistencia la puerta de entrada —que yo quería de salida— y cuando se abría, descubría al gordo, que vigilaba la calle con displicencia. Traté de recurrir al viejo truco de preguntarle a los que se despedían a dónde iban y si podían llevarme, pero el anfitrión atajaba cualquier respuesta diciendo que no, que de ninguna manera, que no me preocupara…
Era verano, por lo que la noche fue una señal tardía. Temí ser el último de los invitados, por lo que me sumé a las despedidas, pero el anfitrión desconocido postergó mi partida.
Su mujer ya recogía sosegadamente platos, copas, vasos y cubiertos, y los juegos infantiles habían cesado. Me dispuse a irme con los últimos invitados, pero el anfitrión desconocido me detuvo en la puerta: “Tu cuarto está listo”, me dijo, “ya están tus cosas allí”.
Cuando cerraba la puerta, vi todavía al gordo vigilando la calle con displicencia, sin dejar de bambolearse junto al Rolls Royce.
Abrevié la noche de insomnio antes de que amaneciera. Me apresuré a salir en la oscuridad de la madrugada. Sin maleta porque nunca la encontré en el inmenso cuarto. Se trataba de una pequeña maleta color café que, lo confieso, se había convertido en un talismán para mí; había vivido con ella desde que me volví agente viajero. Bajé las escaleras en penumbra, entre fotografías ajenas, temiendo hacer ruido. La aurora me reveló la imagen de un plato en la mesa, con los cubiertos dispuestos, una servilleta doblada impecablemente, una taza, el periódico… Me acerqué a la puerta con cautela y oí ruidos nítidos que procedían de la cocina. Una voz propia del amanecer interrumpió mi camino: “¡Buenos días, don Mario!”, recuerdo que me dijo con respetuoso recato, “ya está su desayuno”.
Los restos de la fiesta del día anterior habían desparecido; los habitantes de la casa, también. Fingí leer el periódico mientras desayunaba media toronja, prosciuto, huevos revueltos con salchicha, pan con mantequilla y mermelada, jugo de naranja, leche y un café espresso. Luego encendí un puro —yo nunca había fumado un puro—. Inexorablemente había sobrevenido la mañana. Un reloj de pared marcaba acompasadamente el tiempo. Estuve tentado a resolver el crucigrama del periódico, pero comprendí que debía huir…
Sin embargo, apareció la sirvienta para decirme que me esperaba el peluquero, el cual me saludó con respetuosa familiaridad, llamándome “don Mario”, y apenas pudo disimular su nerviosismo mientras me afeitaba. Me cortó el pelo como quien cumple con una antigua costumbre, me peinó con esmero engominado y apenas habló. Con la misma meticulosidad guardó su instrumental y se despidió ceremoniosamente.
Entonces caminé con cauteloso apresuramiento hasta la puerta, atento a cada ruido, a cada silencio, a cada imponderable. Temí que la puerta estuviera cerrada con llave, sin pensar que el peluquero acababa de salir por ella. Experimenté una ligera felicidad cuando la abrí y traspasé el umbral. Me detuve un momento para observar el entorno matutino. Fue cuando reparé en el gordo, que me abría la puerta trasera del Rolls Royce y me saludaba lacayunamente llamandome “don Mario”.
Tiempo después supe que me condujo a un edificio cercano a Wall Street, donde el portero me abrió la puerta de manera reverencial y me saludó llamándome “don Mario”; con ese mismo saludo y ese mismo nombre me recibió el elevadorista, que me ascendió hasta el piso 63, en el que, con una cortesía de rigor, una secretaria cumplió con el protocolo laboral, sin obviar el “don Mario”, aseguró que no había “pendientes” y me llevó a deducir que debía entrar en una oficina con muebles de caoba y cuero, desde donde se dominaba la silueta de los edificios (skyline) de Manhattan.
Ignoro el número de horas que esperé en esa oficina, de pie, sentado, paseándome con timidez por ella, mirando la ciudad.
Sospecho que ya era después del mediodía cuando se abrió la puerta y entró la secretaria para decirme de modo servil que tenía una comida en Tarantella.
Sin necesidad de ordenárselo, el gordo me llevó con diligencia a ese restaurante en The Little Italy, donde me recibieron algunos desconocidos que me trataron con íntima confianza llamándome “don Mario”. Allí también estaban dos de los invitados que me había presentado en su fiesta familiar el desconocido que me había dado una tarjeta con el nombre de Mario Rossi. Durante la comida, me mantuve callado, fingí entender las alusiones, conocer a quienes se suponía que conocía, reírme de los chistes cuando advertía que se trataba de un chiste, e imposté interés por las estúpidas anécdotas que me referían.
Después de la comida —spaghetti carbonara y picata a la romana—, tomamos café —espresso, por supuesto— y, luego de un silencio dubitativo, el que podría ser el dueño del restaurante me miró para preguntarme: “¿Entonces?… ¿Qué hacemos con el asunto de la tintorería, don Mario?”
Me quedé callado porque no sabía qué responder. Todos me miraron a la espera de mi respuesta. Sin embargo, el que se apresuró a hablar fue uno de los invitados a la fiesta familiar del desconocido que me había dado una tarjeta de visita con el nombre de Mario Rossi: “Yo creo que el don debe pensarlo con mucho detenimiento”, dijo mirándome de soslayo.
“Sí, creo que debo pensarlo con mucho detenimiento”, asentí levantándome para despedirme.
El gordo me esperaba afuera del restaurante, me abrió la puerta trasera del Rolls Royce y me condujo a casa del desconocido que me había dado una tarjeta con el nombre de Mario Rossi, donde se había celebrado una fiesta familiiar, donde yo había dormido.
En esa casa sobrevino la tarde. Por la ventana veía al gordo junto al Rolls Royce. No se oían ruidos; podía suponerse que no había nadie. Más que olvidar, esperaba. Todavía tardé en decidirme a llamar por teléfono. Esperé el tono, marqué furtivamente el número de mi casa, en Ohio, larga distancia. Se sucedió un silencio eléctrico antes de que respondiera el sonsonete apresurado que significaba: número ocupado…
Todavía tardó en aparecer la mujer que en la mañana me había anunciado el desayuno y al peluquero; cumplía con su deber de avisarme que la cena estaba lista.
Cené solo.
Volví a probar si el teléfono servía.
No sin impaciencia, marqué otra vez el número de mi casa, en Ohio. Oí los sonidos telefónicos que reiteraban el número acostumbrado, soporté con desesperación contenida el silencio eléctrico y finalmente se hizo el “tono de llamando”. Aguardé dos, tres, cuatro, acaso nueve veces. No hubo respuesta. Repetí la operación y se reiteraron los sonidos que impone el teléfono sin obtener más réplica que esos tonos que con frecuencia deparan el coraje y el desasosiego.
Como suele ocurrir, los días comenzaron a sucederse idénticamente. Despertaba en una casa que, lo reconozco, no tardó en convertirse en una costumbre. Terminé por tratar con familiaridad a la mujer que me anunciaba el desayuno, la comida, la cena, al peluquero, que no dejaba de dominar su inquietud cuando me afeitaba, al gordo que, sin tener que indicárselo, me conducía en el Rolls Royce a la oficina cercana a Wall Street, a diversos restaurantes italianos, a la misma casa en la que no volví a ver al desconocido que me había dado una tarjeta con el nombre de Mario Rossi ni a su familia. También en la oficina la secretaria disponía de mis días.
Muchas veces traté de llamar por teléfono a mi casa, en Ohio, e invariablemente me respondía el tono de “número ocupado”, y cuando oía el de “llamando”, no obtenía respuesta.
Dejé de desesperarme.
Reconozco que con la frecuentación llegué a creer que muchos de aquellos con los que comía, cenaba y me divertía por disposición de la secretaria de la oficina cercana a Wall Street, eran mis amigos. No lo niego, también hablábamos de negocios. Pero la noche en la que nos reunimos con los irlandeses en Tarantella, no adiviné los peligros.
Recuerdo que hablamos de tintorerías y de los chinos, de la policía de Queens y de las pandillas de dominicanos en el Bronx, de los recolectores de basura y de los jardineros de Central Park, de los trenes y los vagabundos de Penn Station, de la comida mexicana —burritos y chili con carne— y de los mexicanos de Chicago. También comentamos programas de televisión y nos reímos; nos estábamos riendo cuando el irlandés, que no se había quejado, se levantó para ir al baño…
Se tardó mucho, por lo que no pude dejar de pensar en que no había podido ir a orinar. Yo creo que yo estaba contento, que me quedaba algo como del resabio de la risa complaciente, cuando vi que al dueño de Tarantella, el que me había hablado del asunto de las tintorerías, lo asaltaba una expresión de horror y resignación en la cara; también a los demás, entre los que estaban algunos de los invitados a la fiesta familiar del desconocido que me había entregado la tarjeta con el nombre de Mario Rossi. Reconozco que no puedo precisar si primero se tiraron al suelo para esconderse debajo de la mesa mientras gritaban: “
¡Cuidado!” “¡Hijos de puta!” “Sheet!”… o poco antes se oyeron las balas de las ametralladoras. Yo creo que antes de las balas oí los vidrios que se rompían…
Sólo siete días después supe cuántos de esos con los que solía comer se habían muerto. A mí me sacó de ahí el gordo, que estaba armado con una escuadra Beretta.
Creo que esa noche volví a pensar en mi casa en Ohio y en que quizá se había publicado en el Ohio Daily News mi obituario o que acaso mi mujer se había dignado publicar en ese periódico una anuncio de “se busca…” con una de mis fotografías con sombrero, sonriendo, “…persona extraviada. Edad: 46 años. Agente viajero. Se agradecerá cualquier información al número que nadie contesta. Se duda de sus facultades mentales”.
Nunca había sido adúltero. Lo reconozco. Pero mi mujer, mis hijos, mis amigos, los vecinos habrán creído que me había ido con otra. Sin embargo, yo me aburría en esa casa que terminé habitando como si fuera mía, afuera de la cual siempre aguardaba fielmente el gordo.
La noticia de mi muerte se publicó en The New York Post, aunque no lo crean. En la sección dedicada a Nueva York se reprodujo una fotografía de mi cadáver. Había sido asesinado afuera del restaurante Tarantella.
Al día siguiente el gordo me condujo a un almacén en los muelles, donde se reunió La Familia. Algunos de sus miembros se delataron al asombrarse aterrados por verme. Ya no viven. Se suicidaron esa noche. Sospecho que creyeron que habían matado a mi sosia.
Mi vida no cambió. El asunto de las tintorerías se resolvió con la eliminación del traidor que era el dueño de Tarantella. Lo finiquitó el gordo en una cochera. El local se convirtió en una restaurante mexicano: Redova.
El crimen también es una rutina, como todos los negocios, como la vida misma. No fueron los policías ni los funcionarios que trabajaban para mí los que me disuadieron de buscar el sol. Tampoco el gordo. Fue el comercio y la certeza de la edad.
Ahora vivo en algún lugar de Durango. Estoy en un restaurante de mariscos. Suena la redova y como aguachili. Un extraviado solitario ha terminado de comer camarones a la diabla. Me parece que se parece a mí. Veo que el gordo se ha acercado para decirle que quiero conocerlo. Desconcertado, ha volteado a verme. Le sonrío. Me dispongo a levantarme para convencerlo de que se parece a mí, de que somos igualitos, de que quiero ser su amigo…
*Fotografía: Still de la película “Camino a la perdición”, de Sam Mendes