Una dulce y criminal historia de amor
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Con un reparto que da vida a personajes dispares, desde el criminal encantador pero desquiciado; el paternal y rabioso; la femme fatale y el calculador de mente fría, Baby Driver fusiona lo mejor del cine negro, el musical y la comedia
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POR RODRIGO MENDOZA
El cine como proceso creativo se ve influenciado directa o indirectamente por obras precedentes. Baby Driver (2017), bautizada en México como Baby: el aprendiz del crimen, no es la excepción. Este filme entrelaza de manera ambiciosa toda una tradición de distintos géneros cinematográficos: el de robos y atracos, el musical y la comedia. Desde luego, no es la única película de la historia que ha amalgamado más de un género, pero definitivamente estamos ante una cinta sobresaliente de entre la vasta oferta cinematográfica que inunda las salas comerciales.
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El director y guionista de Baby Driver, Edgar Wright, ya está acostumbrado a entremezclar géneros. Ahí está Arma fatal (Hot fuzz, 2007) y Una noche en el fin del mundo (The world’s end, 2013) –la primera de corte policíaco y la segunda con una temática de ciencia ficción pero siempre con tintes cómicos–. Baby Driver sigue esa misma tendencia. Wright entendió que el espíritu de su nueva producción fusionaba lo mejor del cine moderno con las raíces del gran cine de antaño. Para ello, si bien necesitaba un soundtrack que marcara el trepidante pulso de su narración, también se atrevió a tomar eso como una sólida base para su planteamiento estético y convertirla –al menos los primeros 30 minutos– en nada más y nada menos que un musical. Así es. Las secuencias en las que Baby (Ansel Elgort) recorre las caóticas calles de Atlanta, coreografiadas con estilo y con un montaje sonoro loable, emulan a Amor sin barreras (West side story, 1961). El filme clásico de Robert Wise se ubicaba en los barrios marginales de Nueva York como una vigente revisión de Romeo y Julieta a través de la perspectiva de dos conflictivas pandillas: los “jets” y los “sharks”, los primeros inmigrantes europeos y los segundos, inmigrantes latinos. Así, esa triste historia de amor entre personajes marginales es retomada por Edgar Wright. Sus personajes no sólo son criminales, también son esclavos de sus circunstancias, personajes maltratados por la vida. Ahí está el ejemplo de Baby, un muchacho huérfano, que padece tinnitus y que tiene a su cargo a su padrastro, quien usa silla de ruedas y es sordo. Si bien Amor sin barreras utilizaba las coreografías y la música para retratar un conflicto racial y social, Baby Driver se atreve a construir una historia de amor con un personaje que también proviene de la marginalidad: Debora (Lily James), una joven camarera soñadora que no encuentra su lugar en el mundo.
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La coreografía que el actor Ansel Elgort ejecuta en el plano secuencia de los créditos iniciales, y que remite a un sinfín de coreografías musicales del cine clásico, presenta el tono de todo el filme: no estamos ante una película genérica de robos y de ladrones ni ante un filme de persecuciones automovilísticas asfixiantes del tipo Rápido y Furioso. De hecho, para llevar en su título la palabra “conductor”, el personaje de esta película maneja muy poco. Así pues, se trata de un filme cuyo espíritu reside sí, en las constantes secuencias de acción, pero también en esos momentos en los que Baby sostiene tiernas conversaciones con su padrastro y en esas escenas en las que comparte una química encantadora con Debora. Si bien Jim Jarmusch, con una perspectiva serena, puso atención en los instantes poéticos y aletargados de la cotidianidad con Paterson (2016), Wright pone el ojo y el oído en la musicalidad de la vida adolescente que moldea la personalidad de sus personajes enamorados. Esa cuidada edición de sonido y el diseño de audio forman parte vital de la película y será quizás la única contendiente seria para competir con Dunkerque por el Oscar en las categorías de audio del próximo año.
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Baby Driver se inscribe en una larga tradición cinematográfica que no sólo incluye el género musical. Su personaje principal, Baby, tiene el misterio antiheróico de Ryan Gosling en Drive (2011) y el encanto y la naturalidad de Leonardo DiCaprio en la fábula spielbergiana del gato y el ratón que es Atrápame si puedes (Catch Me If You Can, 2002). Al igual que ellos, Baby es un personaje adorable que no queremos ver castigado y cuya criminalidad se nos pasa por alto. La empatía que desprende no sólo proviene de la acertada actuación de Ansel Elgort, sino de las circunstancias con las que Wright rodeó a su protagonista. Queremos que salga de su vida criminal, que sea feliz con Debora y que deje atrás el triste destino que lo ha acompañado hasta entonces.
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El reparto no puede quedar en segundo plano. La banda de criminales encarnada por actores de primer nivel (sí, incluida una cumplidora Eiza González) no difiere mucho de la presentada en la multiestelar La gran estafa (Ocean’s Eleven, 2001). En esa película de Steven Soderbergh, si bien el rumbo estaba marcado por una sutil comedia de enredos y por la poderosa química de Matt Damon, George Clooney y Brad Pitt, también presentaba una banda de criminales igual de simpáticos, pero con matices psicológicos imperceptibles. Es ahí donde Baby Driver construye mejor su banda criminal: en el cine negro. Abreva de la paradigmática Casta de malditos (The Killing, 1956) de Stanley Kubrick, cuyo manejo del tiempo le permitió profundizar en las motivaciones y perfiles de sus personajes, algo que Edgar Wright consigue, aunque sea superficialmente. Así, tenemos al personaje desquiciado y simpático de Jaime Foxx, al ladrón metódico, paternal y rabioso que interpreta Jon Hamm junto con su peligrosa novia, la femme fatale de Eiza González, y finalmente a la mente maestra interpretada por Kevin Spacey. Entre ellos forman un equilibrio dramático que se ve poderosamente climatizado en los últimos veinte minutos, cuando todo se viene abajo y sus cuestionables nociones morales entran en conflicto, como si viéramos ese clásico del cine negro francés, Rififi entre los hombres (Du rififi chez les hommes, 1955) en el que, al final, salir de la vida criminal puede costar hasta la vida. Pero para un soñador como Edgar Wright, el final no podía dejar separados a sus modernos Bonnie y Clyde. Después de todo, no se trata de la malograda historia de amor de La la land (2016). Estamos, en lugar de eso, ante una dulce historia de amor. Después de la violencia, de la trepidante acción y de las risas, el filme termina en un elegante blanco y negro que remite a las clásicas comedias románticas de George Cukor y Billy Wilder, con su pareja protagonista dirigiéndose a un brillante horizonte esperanzador, consumando así una de las películas más satisfactorias del año.
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FOTO: La cinta, protagonizada por Ansel Elgort, Jon Bernthal, Jon Hamm, Kevin Spacey y Eiza González, se exhibe en las salas comerciales de la Ciudad de México./ESPECIAL
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