Una historia enmarañada y triste
POR SERGIO TÉLLEZ-PON
De instantes fugitivos urdí una historia
enmarañada y triste
Vicenzo Cardarelli
Diego es, para mí, el nombre de los chicos guapos. Cada vez que lo escucho, de inmediato me acuerdo de un compañero de preparatoria, quien se llamaba así y a quien ahora me he encontrado, una vez más, por casualidad. Era el muchacho en el que todos reparamos desde el primer día de clases porque además de ser muy atractivo era simpático, es decir, conciente de su natural belleza pero sin pose ni pretención alguna, lo que lo hacía aún más atractivo. Así que las mujeres, y también los hombres, incluso los más gañanes, buscábamos su trato. Debo admitir que de todos yo fui el más afortunado, el agraciado con su amistad, si bien nuestra amistad surgió a unas semanas de salir de la preparatoria.
Al principio, yo era uno más de los que lo buscaba, por lo regular procuraba saludarlo e intentaba entablar una plática por más trivial que fuera: “Qué calor hace, ¿no?”. Y él contestaba de la forma más amable que podía. De manera que debió ser él quien me buscara con una intención más clara y directa: que lo ayudara en el examen final de español para el que debíamos estudiar La Ilíada, en particular, la decisiva relación de los dioses con los humanos, cosa que a él, me dijo, le parecía incomprensible con tantos nombres emparentados unos con otros y, además, su influencia en la conducta de los pobres mortales. “¿Cómo es eso de que Aquiles es hijo de una diosa pero está en la tierra? ¿No debería estar también en el Olimpo?”, planteó de entrada. Todo esto sucedió antes, mucho antes de que Brad Pitt personificara a Aquiles y del moderno acordeón que ahora es la Wikipedia.
Diego sugirió estudiar sólo él y yo en mi casa después de la escuela porque, agregó, en la suya tendría demasiadas distracciones. Teníamos apenas un par de semanas para releer y estudiar todo el libro. Diego no era muy listo en asuntos literarios (era más notable en matemáticas), pero aprendía rápido: para empezar, le dije, La Ilíada está dividida en 24 cantos que corresponden a las 24 letras del alfabeto griego, es un poema épico, fue escrito por Homero, que era un poeta ciego. A razón de uno o dos cantos por día, avanzamos en esa historia enmarañada y debo reconocer que al estudiarlo con él yo también aprendí cosas que se me habían escapado en mis otras lecturas. Los dioses, nos había dicho el profesor, se inmiscuían en los asuntos de los seres humanos, pero a través de heraldos u otras veces disfrazados llevaban el mensaje y así cambiaban su pathos, su destino. Con la cercanía y el trato diario acabé por enamorarme de Diego: más que mirarlo, lo contemplaba; quería que las horas pasaran lentamente y postergaba con cualquier pretexto el momento en el que él debía irse a su casa; trataba de rozar con mi mano la suya, o su brazo o su pierna: su piel era suave, de color moreno claro y con vellos en los antebrazos; su complexión firme y bien proporcionada. Él, como siempre, se portaba con total naturalidad, desenvuelto y sonriente; era justamente su sonrisa la que me desarmaba. En una ocasión, después de admirarlo volví a las páginas de La Ilíada y, sin querer, se me salió un suspiro. Temí que ese simple gesto me delatara y que le diera pauta para preguntarme quién me provocaba esas reacciones. Me puse muy nervioso. Por fortuna no preguntó nada. En cambio, soltó unas tímidas carcajadas que me desconcertaron, entonces preferí que me hubiera hecho esa pregunta que tanto temía y así poder confesarle todos mis sentimientos.
Cuando llegamos al canto XVIII, en el que se cuenta la venganza de Aquiles por la muerte de su amigo Patroclo, hubo una inusual tensión, luego de explicarle que para los griegos era normal esa especie de homosexualidad que ellos llamaban eufemísticamente “amistad”. Este suceso, agregué, es el único que no le anuncia su madre Tetis a Aquiles, el único donde los sempiternos dioses del Olimpo no se entrometen. Diego se puso serio y, cuando se dio cuenta, quiso romper ese ambiente con una tonta ocurrencia, pero era evidente que sonaba forzada: “¿Amigos? ¡Bah! Lo que el Patroclo ese quería era que el otro le diera una buena revolcada, ¿a poco no?” Resoplé incómodo, molesto porque su mente obtusa de matemático todo lo reducía a un comentario soez. Pero enseguida, armado de valor y poniéndose serio, me soltó a bocajarro: “Esto lo entiendo muy bien porque, bueno, digamos que me gustan ese tipo de ‘amigos’… que soy gay, pues”. Fingí que su revelación me sorprendía pero, pensé rápidamente, podría sacar provecho de la situación: si yo también se lo confesaba entonces podría haber mayor complicidad entre nosotros. Acto seguido le dije con nerviosismo: “Yo también… me refiero a que a mí también me gusta tener esos amigos, tú sabes, amigos-amigos, quiero decir… bueno, ya no sé ni lo que quiero decir”. Reímos y nos abrazamos, cómplice, fraternalmente. Tal vez hubiera podido aprovecharme de la vulnerabilidad en la que nos tenía la situación y decirle en ese momento que estaba perdidamente enamorado de él y preguntarle si quería ser “mi amigo”. No lo hice: pudo más mi cobardía.
El día previo al examen repasamos cada uno de los cantos, pues a esas alturas ya habíamos olvidado algunos detalles del principio. A propuesta suya, que sólo pude interpretar como una verdadera preocupación por el examen, acordamos que si nos agarraba la noche dormiríamos juntos para despertar temprano y llegar frescos a la escuela. En efecto, nos dio la medianoche y creímos suficiente el repaso. Era hora de dormir, los dos en mi cama individual porque me había negado con premeditada intención a que mi madre preparara la improvisada cama para invitados (ella no sospechaba nada, o al menos eso creo, pues para entonces Diego ya había usado sus encantos también con ella). Cuando nos quedamos en ropa interior apenas me atreví a ver de reojo las dimensiones de su cuerpo, y de prisa me metí a la cama. Diego se durmió casi de inmediato, en cambio a mí, nervioso como estaba de tener al lado la tentación de su cuerpo, me costó mucho trabajo abandonarme a los brazos de Morfeo. Durmiendo con él a mi lado, las horas pasaron con desesperante lentitud y prácticamente no pude pegar los ojos: su cuerpo desató todas las tentaciones que me impulsaban a tocarlo pero a las que también se sucedía una fuerte resistencia; en esa extenuante batalla me la pasé toda la noche. El sueño finalmente me venció. Cuando el despertador sonó un par de horas después, me tenía atenazado con su pierna, su brazo cruzaba sobre mi pecho y yo tenía una erección. Todo el día me sentí somnoliento, bostezaba a la menor provocación y casi me quedé dormido sobre mi pupitre a la hora del examen.
Los dos sabíamos que si aprobaba ese examen tendría su pase a la universidad. Él estaba muy preocupado de quedarse un año más en la prepa sólo por una materia y no iniciar el siguiente curso, como debía y esperaban sus padres, en la Facultad de Ingeniería, donde iba a estudiar la carrera de moda entonces, ingeniería en sistemas computacionales. Por fortuna, ambos aprobamos el examen, los dos con 10, la calificación mínima que él necesitaba para pasar la materia. Él me lo agradeció efusivamente cuando el profesor le entregó su resultado: fue hasta mi lugar, me dio un fuerte abrazo (con fuertes y sonoras palmadas en la espalda) y me plantó un beso bien tronado en el cachete. Todos se dieron cuenta, de hecho, habían notado que nuestra cercanía en las últimas semanas era mayor, así que en lugar de sentirme apenado por tan efusivas muestras de afecto, me sentí el “elegido”, y no pude evitar regodearme: yo era su amigo y él se los había dejado muy claro a todos, incluido el profesor. ¿Y si alguno pensó que ya éramos novios, que él tenía tan mal gusto como para salir conmigo? Nada me daba más gusto que pensaran eso. Él era mi Aquiles y yo su Patroclo. Y por las recientes enseñanzas, bien podría yo ser su erastés y él mi eromenos.
Liberados por fin de los estresantes examenes finales, pasamos juntos las vacaciones de verano en una casa que sus padres tenían a las afueras de Cuernavaca, con alberca, cancha de tenis, jardín y todo lo necesario para pasarlas sin preocupaciones. Compartiríamos su cuarto a falta de uno para los invitados (los otros, me explicó, eran de sus padres y sus hermanos). En cuanto entramos al cuarto dio una señal que sólo pude interpretar como que no pasaría nada entre nosotros, por si en algún momento se me habría ocurrido tal cosa: él dormiría en una cama y yo en la otra. Era tarde cuando llegamos, estábamos cansados de pasar horas en la carretera llena de gente que huía de la ciudad, así que nos dormimos casi de inmediato. La mañana siguiente, al despertar, no lo vi en su cama. Bajé desconcertado al comedor, tampoco estaba allí; entré a la cocina y lo vi sentado a una pequeña mesa desayunando cereal. Mi sorpresa fue mayor cuando lo vi casi desnudo: sólo vestía un ajustado y diminuto traje de baño, andaba descalzo y estaba algo empapado, por lo que deduje que se había metido a nadar. Vino a mí, que me había quedado de una pieza en la puerta, sonriente, mostrándome toda su musculatura de fuertes piernas velludas y firme torso y, sin importarle lo mojado que estaba, me abrazó. Me dijo que desayunara algo mientras él se daba un regaderazo. Decir que me quedé azorado es decir poco, en realidad me había transportado a otro planeta: era la primera vez que lo veía en todo su esplendor, con toda la naturalidad de la que sólo él era capaz.
Al poco rato apareció vestido de pants y una ligera playera de tirantes que dejaba ver su perfecto hombro marcado y sus brazos bien torneados; no pude evitar mirarle el prominente bulto que sobresalía del pants. Me atreví a decirle que tenía muy buen cuerpo, que vestido se le notaba, claro, pero ahora, al verlo así, era más evidente. Cuidé mucho el tono en que le decía todo eso para que no pensara que tenía algunas secretas intenciones sino simplemente para halagarlo, para hacerlo sentir bien. Él lo negó muy quitado de la pena, dijo que tenía una barriga que debía bajar pero que sólo de pensar en todas las abdominales que tendría que hacer le daba mucha flojera: “Mira”, dijo, “tócale aquí”, e hizo que le tocara la incipiente pancita que le crecía. Acto seguido se sentó en mis piernas y me hizo saber el plan del día: para empezar, me enseñaría a jugar tenis. “¿Te gusta el tenis?”, preguntó con candidez. “Me gusta verlo, pero nunca lo he jugado”, respondí titubeante. “Hoy seremos Pite Sampras y André Agassi”, aseveró sonriente (aquellos mitos del tenis que hoy día tienen sus equivalentes en Rafael Nadal y Roger Federer). Y más tarde, me informó, llegaría Alfonso, su vecino y amigo desde la infancia, para nadar un rato, hacer una carne asada, comer y pasar el resto de la tarde tirados en el pasto, asoleándonos. En el tenis no supe dar una, hice mi mayor esfuerzo, él se empeñó en enseñarme pero yo simplemente no era, ni de lejos, su mejor rival, así que preferimos olvidarnos del rigor y nos lo tomamos a juego. Diego se divertía con mi torpeza. Ese momento de verdadera felicidad, por haberlo compartido sólo nosotros dos, se vio interrumpido con la llegada de Alfonso.
Alfonso era más guapo que Diego, debo reconocerlo, y pude notar en su cuerpo que también era deportista. A diferencia de Diego, mostraba mayor seguridad y cierta arrogancia, un dejo casi altanero; no tardé en darme cuenta que era un patán, para decirlo en pocas palabras. También noté que Diego cambió su comportamiento cuando llegó Alfonso. Era raro verlo así, complaciéndolo, tratando de quedar bien y celebrarle muy exaltado cualquiera de sus ocurrencias; yo desaparecí para él, toda su atención ahora se centraba en Alfonso. Una noche, luego de pasar toda la tarde los tres en la alberca y en la cancha de tenis (donde sólo ellos jugaron tres sets y yo hice las veces de pelotero, aguador y de juez en un slash muy controvertido), sentí a Diego un poco triste, cabizbajo, sin su entusiasmo habitual. Le pregunté qué le pasaba, pues lo notaba distante y entonces me confesó que era porque estaba perdidamente enamorado de Alfonso. Incluso ya habían tenido sus acostones, muestra de que Alfonso, según Diego, también lo quería, pero aún así lo ninguneaba o simplemente lo manipulaba, sin escrúpulo alguno. Lo que más coraje le daba era que Alfonso no se había asumido totalmente como gay, esa era la causa real de muchos problemas, agregó. “A lo mejor es que tiene miedo, no miedo de salir del clóset sino miedo de que tú digas algo de lo que han hecho, y para que no digas nada te quiere dominar”, le dije, tratando de encontrarle una explicación lógica a algo para lo que tenía tan pocos elementos. Mejor no hubiera dicho nada, se soltó a llorar porque era claro que todo eso lo atormentaba. Me dolía verlo así, sufría con él, pero la verdad no sé qué hacer cuando alguien se pone a llorar frente a mí (quiero creer que es una especie de pudor), tal vez él sólo quería que lo abrazara pero mi timidez fue mayor y no lo hice. Sólo pensé que si en mis manos estuviera alejaría todos sus sufrimientos y a todos aquellos que lo hacían padecer. Recobró la compostura y dijo que se olvidaría de Alfonso, que ahora que regresáramos a la ciudad buscaría a alguien que lo quisiera de verdad, que no lo tratara como ese gañán, y con quien mantendría una relación estable y duradera.
Al día siguiente, sin embargo, cuando llegó Alfonso, todo fue igual; parecía que a Diego se le había olvidado lo que me había dicho la noche anterior, se volvió a hacer el gracioso, juguetón y rudo para quedar bien con su amiguito, quien cada vez me era más insoportable, al punto que no toleraba su sola voz (quería que se callara cuando decía tantas tonterías juntas) y pronto le tuve unos celos incontrolables. Me dio mucho coraje esa incongruencia y traté de ser lo más cortante con ambos. La tarde pasó como las anteriores, terminaron el partido de tenis y yo fui a la cocina para traer lo que íbamos a comer. En ese momento alcancé a escuchar a Diego gritándome que aprovecharían para darse un baño. Más tarde me confesaría que fue una de las mejores veces que lo hicieron, sudados y bajo el chorro del agua, con la adrenalina causada por el temor de Alfonso al saber que yo andaba por allí. Me enfurecí, aunque traté de disimularlo bien, no contra él sino contra Alfonso, ese patán que a pesar de sus pésimos modales siempre salía ganando. Me prometí que pronto me vengaría de él. Gracias a todas las confesiones que Diego me hacía conocí también sus miedos y debilidades, cosa que no me agradó, quizá porque uno siempre se resiste a derribar la imagen que se ha construido de alguien.
Regresamos a la ciudad las últimas semanas del verano. El fin de semana previo al inicio de clases salimos a un par de bares de moda en aquel entonces. En ellos, desde luego, Diego llamaba la atención, sobresalía de entre los concurrentes, bien vestido, peinado y perfumado como iba. Yo observaba cómo le buscaban la mirada, lo cortejaban y cuando alguien le gustaba, él también respondía: los seducía, platicaba un rato, bailaban y, si Diego se entusiasmaba, venía a decirme lo emocionado que estaba: “¿Qué crees? Es un argentino que está de visita, ¡me excita su acento!” Todo el flirteo me exasperaba, y al final se iba y me dejaba allí como tonto, bebiendo solo en la barra. Emocionado, me llamaba al día siguiente para contarme cómo le había ido y, por lo general, quedábamos en vernos por la tarde para caminar por ahí, tomar café o ir al cine para contarme más detalles. En esas salidas también me contó más cosas de su vida, incluso íntimas, con detalles que como amigo debía oír pero que como secreto enamorado me exasperaban. Me confesó, sin empacho alguno pero sin alardear, que el verano pasado había ido a una playa de la Riviera Maya donde conoció a cinco europeos con los que se emborrachó, drogó y acabó en el cuarto de hotel de uno de ellos, despertó con todos en la misma cama y con el piso regado de condones. “¿Te das cuenta? ¡Todos me cogieron!”, me dijo, tomándoselo ya con sentido del humor. Al regresar de esas vacaciones tenía tal cruda moral por todo lo que había hecho que cayó en una depresión y se prometió no volver a rebajarse de esa manera.
La última que le soporté sucedió por esos días: habíamos salido, una vez más, al bar que él prefería porque allí iban el tipo de chicos que le gustan. Pronto noté que Diego estaba particularmente cariñoso conmigo: me tomó de la mano al entrar al lugar, en la barra cruzó su brazo sobre mi hombro (aunque esto no llamó tanto mi atención porque era un gesto muy usual en él), pagó nuestras bebidas y bailó muy pegado a mí, mejor dicho, me bailó, como si él fuera un stripper que le baila a su cliente. Entendí que no tenía intenciones de ligar esta vez, pero ¿por qué tenía que meterme en su juego? O peor aún: ¿por qué siempre tenía yo que seguirle el jueguito?, ¿por qué no me atrevía a ponerle un alto? En cierto momento alguien se acercó a nosotros y se atrevió a preguntarle si éramos novios —aunque tampoco era la primera vez que nos lo preguntaban—, Diego no sólo no lo negó como en otras ocasiones, sino que en respuesta al entrometido me plantó un beso en la boca. Me enojé, pero por cobarde tampoco dije nada. Todavía al salir me llevó de la mano hasta la puerta, como noviecitos. No me llamó al día siguiente y yo tampoco lo hice, ni al otro día ni al siguiente. No era orgullo, de ninguna manera. Simplemente me cansé de mi papel de amante frustrado, de tener que soportarle sus veleidosos cambios de ánimo y de todas esas ridículas escenitas sólo para estar cerca de él, de ser el elegido a un costo en el que me veía a mí mismo más con cierto patetismo que como alguien con privilegios. Yo ya estaba cansado de ese amor platónico, de ser mudo testigo de sus conquistas, no de ser camaradas como les habría gustado a los griegos, sino simplemente amigos y cómplices: lo que yo en realidad quería era besarlo, acariciarlo con deseo, gozarlo, hacerle lo que él me pidiera por más humillante que fuera, como nadie lo complacería jamás. Tal vez él pensaba que si algo llegara a pasar eso acabaría con nuestra amistad, lo cual en verdad a mí no me hubiera importado, estaba dispuesto a arriesgar eso y más porque en el fondo sabía que de seguir así a esa amistad le quedaba poco.
Luego de que yo pusiera esa distancia abrupta pero necesaria, me encontré con Diego en sólo cuatro ocasiones. En cada una de ellas, él se comportó tan amigable como siempre, lo que me obligó a olvidarme de mis rencores y tratarlo de la misma manera. Toda esa historia urdida de instantes fugitivos ahora me viene a la mente porque me lo he vuelto a encontrar. A mi actual novio, también llamado Diego, por cierto, se le ocurrió festejar su cumpleaños en uno de esos antros de música electrónica, en los que me siento tan fuera de lugar pero en los que gente como Diego, el otro, se sienten en su elemento. Me vio desde lejos, vino a saludarme con la misma efusividad de siempre, me presentó a su actual novio, un chico muy guapo con el que hacía buena pareja, y me dijo que ahora sí, con él, se sentía plena y correspondidamente amado. “Es todo un caballero”, me dijo más cerca del oído. Sus palabras me sonaron falsas, hubo algo en el tono en que las dijo que me hizo pensar que se autoengañaba y que esta iba a ser una más de sus varias decepciones amorosas así que su comentario también era exagerado. ¿Pensó que me engañaba a mí también? Me dio la impresión de que se había quedado con el primer chico que lo había seducido con tal de no estar solo. Y eso hizo que me diera pena por él: seguía siendo el mismo Diego, vulnerable y susceptible, con infinidad de miedos internos pero bien camuflados en ese cuerpo alto, fuerte, hermoso que donde se plantara llamaría la atención. Eso fue todo. No teníamos más que decirnos porque después de tanto tiempo sin vernos no había ya nada en común, ninguna complicidad nos unía. Musité unos versos de Cernuda que me vinieron a la mente cuando se dio la vuelta y lo vi alejarse: “Te hubiera dado el mundo, muchacho…”, y Diego, mi otro Diego, al lado, me sacó del ensimismamiento cuando preguntó: “¿Me hablas a mí?”
*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas
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