Una historia romana
POR HUGO ROCA JOGLAR
Es abismal el vacío en la historia de la ópera inglesa; da un salto asombroso: del barroco a la modernidad sin escalas. Después de Dido y Eneas (1689) de Henry Purcell (1659-1695), un silencio lírico de 256 años cubrió a la isla hasta que Benjamin Britten (1913-1976) estrenó Peter Grimes (1945) y se dedicó a componer una docena de óperas cuya escritura vocal parte del carácter silábico de la lengua inglesa. Como no tenía una tradición ante la cual reaccionar (en su país no existieron ni la ópera clásica ni la romántica), Britten retrocedió con libertad para recibir a Mozart, Schubert, Verdi, Mahler, Stravinsky y Berg con igual interés y alegría.
El resultado es música de una capacidad expresiva atípica para el siglo XX; gusta y conmueve inmediatamente, aunque bajo ningún concepto resulta fácil o conservadora. Va de la tonalidad al serialismo sin inhibiciones en su propósito de construir ambientes opresivos y ambiguos que funcionan como espacio dramático de historias protagonizadas por antihéroes: seres marginados que en soledad se desvanecen, rodeados de incomprensión y un insondable vacío.
Las doce óperas brittenianas conforman un repertorio enlazado en un mismo lenguaje ecléctico e inquieto, y un mismo espíritu lóbrego y pesimista que expresa el momento en que un alma pierde la esperanza en el destino de la raza humana (Britten era un declarado pacifista) y se entrega, vencida, a escenarios apocalípticos.
Es Britten, curiosamente, de los pocos (tal vez el único) compositores modernos que han tenido éxito en la ciudad de México; las dos óperas de su autoría que se han montando en la capital en lo que va del siglo, Muerte en Venecia (producida por la Ópera de Bellas Artes en julio de 2009 en el Teatro Julio Castillo y repuesta en febrero de 2012 en el Palacio de Bellas Artes) y Otra vuelta de tuerca (producida por la UNAM en agosto de 2011 en la Sala Miguel Covarrubias), lograron abrir salidas en la celda decimonónica donde está aprisionada la programación lírica nacional y atraer con éxito al gran público hacia caminos no regidos por la melodía.
Imbuido por esta aceptación, el joven músico brasileño André dos Santos, director artístico de la Offenbach Opereta Studio, produjo de su bolsillo La violación de Lucrecia, que se presentó la semana pasada (20, 21 y 22 de septiembre) en el Teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque bajo la batuta del propio Santos, con dirección escénica de Oswaldo Martín del Campo y un elenco protagonizado por la mezzosoprano Belem Rodríguez (Lucrecia), el tenor Ricardo Castrejón (coro masculino), la soprano Carolina Wong (coro femenino), el barítono Óscar Velázquez (Tarquinio) y el bajo Alejandro López (Colatino).
La violación de Lucrecia (1946) es la tercera ópera de Britten y la primera que escribió para una orquesta de cámara, compuesta para ocho voces solistas y 14 instrumentos (quinteto de cuerdas, flauta, oboe, corno inglés, clarinete, fagot, corno, percusión y arpa) con la peculiaridad del piano (cuya ejecución corresponde al director musical) como acompañante de los recitativos, a la usanza de finales del siglo XVIII.
La obra, que se divide en prólogo y dos actos, tiene libreto de Ronald Duncan basado en el drama homónimo de André Obey (que a su vez está inspirado en sendas obras de Tito Livio y Shakespeare); la historia está ambientada en el año 500 a. C. y narra cómo Sexto Tarquinio, hijo del rey de Roma, viola a Lucrecia, esposa del general Colatino y única mujer de Roma que se mantuvo fiel durante la guerra.
En la función del sábado 21, la lectura de Santos extrajo el contraste más importante de la partitura: el permanente enfrentamiento entre los coros; el masculino que indaga en la psicología de los personajes y el femenino, cuya labor es reflexionar sobre las razones del sufrimiento en el mundo.
Semejante lucha existió en todos los niveles, tanto en el plano evidente de la voz y la pantomima (Castrejón y Wong resolvieron con solvencia sus partes), como en el orquestal, donde las cuerdas establecieron un discurso introspectivo, de contornos cada vez más tristes, y los alientos se oponían a esta muerte, alzando furiosos cantos apasionados.
Esta tensión instrumental de matices tan cuidados cohesionó el flujo dramático de la obra y logró que la estructura, en sí misma un tanto floja (pues está compuesta por números cerrados, sin clara ilación), se sintiera unida, incluso con solución de continuidad.
En el prólogo y el primer acto, los cantantes formaron parte de este equilibrio. La Lucrecia de Belem Rodríguez entendió ese peculiar detalle en el que Britten da voz grave a un ángel, y jugó con las posibilidades sensuales que ofrece la voz seductora de una mujer pura; Óscar Velázquez cantó un Tarquinio de voz acerada y contundente: se preocupó porque su expresión vocal tendiera hacia la ira y el deseo de venganza.
El drama se cayó en el tercer acto. La dirección de escena había establecido una atmósfera delicada poblada de sutiles símbolos relacionados con el rito cristiano y de pronto la violación sucede en escena; esto, lejos de causar un efecto favorable, rompió la tónica abstracta y desperdició el contraste definitivo:
Al día siguiente, en una mañana deslumbrante, entre orquídeas frescas, Lucrecia le revela su humillación a Colatino y éste no le da importancia; es eso lo que la mata: que su amante no tenga para ella un sentimiento trascendente donde haya cabida para el amor más allá de la muerte. Sin embargo, la agresión sexual explícita violentó de tal forma el suave lenguaje teatral precedente que todos estos detalles se desvanecieron de la lectura y Lucrecia murió sin matices, casi inexplicablemente. Para colmo de esta buena función con final errático, antes de clavarse la espada, Belem Rodríguez se metió en una tina llena de agua; al parecer el agua estaba demasiado fría, le faltó el aire y cantó sin voz las últimas líneas.
FOTO: La violación de Lucrecia se presentó el 20, 21 y 22 de septiembre en el Teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque bajo la batuta de André dos Santos. CORTESÍA DE LA COORDINACIÓN NACIONAL DE TEATRO
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