Una promesa incumplida

Sep 3 • Lecturas, Miradas • 3812 Views • No hay comentarios en Una promesa incumplida

POR JAVIER MUNGUÍA

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Si atendemos los hechos, no es fácil decir sin traicionar la precisión que Juan Gabriel Vásquez es una promesa de la narrativa latinoamericana: cinco novelas, un libro de ensayos y uno de cuentos publicados en una editorial importante como Alfaguara, una respetable lista de premios internacionales, traducciones a más de veinte lenguas y los elogios de prestigiados autores como John Banville, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa nos hablan de una trayectoria exitosa. A sus 43 años, Vásquez puede preciarse de ser una de las figuras visibles de la novela en lengua española de estas primeras décadas del siglo XXI.

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He seguido con interés y simpatía la obra de Vásquez desde que en 2010 se publicó en México su primera novela oficial (tiene dos anteriores, repudiadas): Los informantes, aparecida por primera vez seis años antes. He elogiado cierta sutileza en su prosa, su capacidad de abordar conflictos gordos sin conclusiones simplistas, su buen instinto para secuestrar la atención del lector con sus tramas. Me he alegrado por el Premio Alfaguara otorgado a El ruido de las cosas al caer. He deplorado el fracaso de su breve novela Las reputaciones y aun he aguardado con expectativas su nuevo libro. Pese a todo, y ya ante la lectura meditada de la novela reciente de Vásquez, corroboro o me confieso que si tuviera que describir a este escritor colombiano en unas cuantas palabras, diría que sigue siendo una promesa. Una que tarda demasiado en cumplirse.

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En La forma de las ruinas, el autor opta por primera vez por un narrador con el que comparte el nombre, el oficio y muchos pormenores de su trayectoria. Este ámbito autobiográfico o seudoautobiográfico (viajes, hijas, génesis de libros), no exento de amenidad, no alcanza el interés de la materia central, una teoría conspirativa en torno al asesinato del prócer colombiano Jorge Eliécer Gaitán, ni tampoco llega a ligarse de manera indisoluble con ella. El meollo de la novela está en la relación establecida entre el narrador y el  conspirópata Carlos Carballo, que busca a Vásquez para proponerle la escritura de un libro que revelaría al mundo la verdad oculta durante décadas sobre la muerte de Gaitán.

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Vásquez quiere y sabe doblegar la posible resistencia del lector a abandonarse al mundo ficticio. De entrada, le propone un enigma: ¿quién es ese Carlos Carballo que en el arranque del libro es apresado en 2014 por intentar robar el traje que llevaba Gaitán durante su asesinato? El narrador revela que es la historia de Carballo la que, en parte, pretende contar y recurre a saltos temporales que, a la vez que abren nuevas interrogantes, explican las circunstancias que lo condujeron al trato con Carlos.

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Si la novela da en un principio la sensación de estar controlada con minuciosidad por el autor, quien va soltando información no sin astucia para revelar la flor de su secreto de forma gradual, a la hora debida, llega un momento en que se desmadra: desde la página 263 y durante más de 200, la que parecía la obsesión de la vida de Carballo y el centro del libro se deja de lado para introducir otra teoría conspirativa, esta vez en torno al asesinato del general colombiano Rafael Uribe Uribe.

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Conocida esta otra historia, con distintos protagonistas, Vásquez parece muy impresionado: se dice que todo debe ser falso, que esas cosas no pudieron haber ocurrido en su ciudad. Por su parte, el lector, o el lector que esto escribe, no puede seguir su conmoción ni su discurso enfático para imponerla. ¿Cómo, si durante toda la novela hemos sido expuestos a distintas teorías conspiracionales? ¿Qué tiene de excepcional esta, incluso si resultara cierta? ¿Qué novedad habría en que los enemigos de un político conspiren para matarlo y corrompan la justicia para quedar impunes? ¿Por qué habríamos de sentirnos afectados por un relato demasiado largo y poco intenso, metido con calzador en el libro?

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Después, cuando el propio Carballo revela su pasado, los hechos que lo llevaron a adoptar la teoría conspirativa como oficio, y la conmoción de Vásquez se repite, las preguntas son similares. Antes de abrir paso a este relato, Vásquez advierte que “lo más probable es que nunca en el curso de mi vida vuelva a encontrarme con una historia semejante (p. 489)”. No hay nada en la historia de Carballo que amerite semejante grandilocuencia. Esta, más bien, parece un síntoma de que el autor es consciente de las propias deficiencias de su relato: contra la falta de facundia de la propia narración, el énfasis.

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Tampoco se justifica ese intento del autor de convertir La forma de las ruinas en una suerte de versión de El olvido que seremos, de Abad Faciolince. En las páginas finales del libro, el narrador sugiere que escribe el libro que leemos para que la visión del padre de Carballo, muerto durante el Bogotazo, no se pierda. “Carballo (…) quería que yo hiciera un mausoleo de palabras para que en él habitara su padre (p. 539)”. Lo que en la novela de Abad es una justa invocación al lector luego de entregar en 274 páginas un hondo retrato del padre, en la de Vásquez queda como mera retórica, efecto tramposo en una novela que apenas se ha ocupado del aludido progenitor.

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Como en otras de sus meritorias novelas, en esta reciente Juan Gabriel Vásquez crea expectativas en el lector que termina por no satisfacer o por llenar a medias. El ruido de las cosas al caer, la más lograda de ellas, es muy superior en su exploración sin truculencia del impacto de la violencia social colombiana en las vidas de sus personajes, pero aún no la obra definitiva que la prosa y el talento de fabulador de Vásquez nos permiten (¿permitían?) entrever.

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En las primeras páginas de La forma de las ruinas, el narrador confiesa que prevé el libro que leemos “a la vez prolijo e insuficiente (p. 15)”. Más nos valía haber tomado esa declaración como una advertencia, pues será la única promesa que cumpla, con cruel exactitud, la novela.

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FOTO: La forma de las ruinas, Juan Gabriel Vásquez, México, Alfaguara, 2016, 554 pp. / Especial

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