Una serie escuálida y conmovedora
POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ
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“Lo que más me gusta de esta historia es que todo mundo está escondiendo algo”, suelta el detective Mario Conde a su ayudante Manolo. Con esta frase uno de los personajes más populares de la literatura cubana recalca la manufactura de su creador con el enigma criminal, materia prima de la novela policiaca, pero además con el ADN público que se ha impuesto a todo cubano en la isla, porque hay temas de los que no se habla, son delicados, son candela, punto.
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Como si robara la tercera base, desde finales de 2016 el agente Mario Conde se coló como protagonista de una de las series que Netflix ha destinado al público hispanohablante. Bajo la dirección del director español Félix Viscarret, Cuatro estaciones en La Habana retoma lo esencial de la vida criminal en esta ciudad a partir de una de las sagas literarias cubanas más populares dentro y fuera de la isla.
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Ya en una entrevista con EL UNIVERSAL en 2015, Leonardo Padura, autor de las novelas en las que se basan estas historias, ha confesado su debilidad por series policiacas de televisión, como The Wire y The Killing (la danesa). Esta predilección no es novedad en la isla, donde existe un especial afecto por series que se han mantenido en el gusto de los cubanos, como Brigada Central, producida a finales de los años 80 en España por la RTVE. Sin duda, a esta se sumará Cuatro estaciones en La Habana –en la que el mismo Padura y su esposa Lucía López Coll participaron en la adaptación de las cuatro novelas publicadas entre 1991 y 1998–, un aporte más que decoroso a la televisión comercial de historias desarrolladas y filmadas en la isla.
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¿Y de qué va toda esa jodedera que le quita el sueño al detective Mario Conde? La censura del gobierno, el tráfico de drogas, la corrupción, el abuso de poder hasta la homofobia están presentes en Cuatro estaciones en La Habana, serie que recurre a un elenco de actores cubanos con presencia consolidada y reconocida fuera de sus fronteras: Jorge Perugorría y Vladimir Cruz, protagonistas de Fresa y chocolate (1994), pero también de Carlos Enrique Almirante y Laura Ramos, esta última con amplia trayectoria en la televisión española y cubana.
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Las locaciones nos llevan a aquellos barrios y arterias habaneras que no siempre incluyen los manuales de turismo revolucionario: la avenida Infanta, los barrios de Santos Suárez y La Víbora, pero también las zonas clasemedieras y privilegiadas como Miramar o el gigantesco condominio Focsa en Vedado, o las reparticiones urbanas menos turísticas por su arquitectura soviética y sus destartalados autos Lada y Moskvich.
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“Vientos de cuaresma”, primer capítulo de esta saga televisiva, describe el tráfico de drogas en los barrios de La Habana a partir del asesinato de una profesora –de alma festiva y experimental– del Pre Universitario de La Víbora, en la que el mismo Mario Conde (Perugorría) vivió su adolescencia. Este capítulo nos describe una Habana profunda, alejada de los manuales que los ideólogos del realismo socialista intentaron imponer en la literatura cubana con la vacilada de que el género policiaco pertenecía a una sociedad decadente, entiéndase capitalista, opuesta al “hombre nuevo” en el que había soñado el Che. Un detective que cita poemas de Virgilio Piñera y que su mayor aspiración es escribir una novela “escuálida y conmovedora” no se da todos los días.
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El malestar casi innato de los cubanos por la corrupción de algunos “dirigentes” del gobierno, eufemismo castrista para el alto funcionario, es abordado en “Pasado perfecto”. En este episodio Rafael Morín, rival de amores adolescentes de Conde y hoy “dirigente” del Ministerio de Industria y Comercio, ha desaparecido la noche de Año Nuevo. El pasado imperfecto de Morín que revelan el detective Conde y su ayudante Manolo (Carlos Enrique Almirante) es sólo la historia diurna de este capítulo, pues la historia nocturna y verdaderamente conmovedora es el reencuentro del detective con Tamara (Laura Ramos), su eterno crush desde el Pre Universitario y ahora esposa del desaparecido. Además de descubrir la doble cara de algunos “dirigentes”, Mario Conde se descubre como un náufrago sentimental, asido a ese amor añejo con banda sonora de Silvio Rodríguez.
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De los cuatro capítulos, “Máscaras” es el que se aventura por rumbos de la diversidad sexual y las tentaciones represivas del Estado. Este episodio lleva al detective a indagar el asesinato de Alexis Arayán, hijo travesti de un prestigiado diplomático cubano, que ha aparecido muerto en el bosque de La Habana. A medida que el detective desenreda la madeja, experimenta su propia transformación al pasar de ser un declarado “machista leninista” a desarrollar una franca solidaridad con sus prójimos homosexuales en una terapia que incluye el fragmento místico de La Biblia de la transfiguración de Jesucristo, referencias a la Electra Garrigó y al “proceso” que el gobierno castrista abrió en los años 60 contra el poeta Heberto Padilla.
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La tetralogía televisiva cierra con un capítulo en el que el director Félix Viscarret, de la mano de Padura, presenta toda esta serie como participante de ese diálogo en el que todo contador de historias participa con sus pares a partir de sus tramas y personajes. De los cuatro capítulos este es el que conduce con mayor rigor el enigma propio del género policiaco. “Paisaje de otoño” aborda el tráfico de arte y el abuso de poder de los “dirigentes”. Los últimos 90 minutos de la serie, con ingeniosos guiños a El halcón maltés de Dashiell Hammett, parte del asesinato de un ex “dirigente” fugado a Miami quien tiene la ocurrencia de regresar a la isla por un cuadro impresionista para venderlo después en el mercado negro.
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Y si esto sólo es un muestrario de la Cuba profunda, Cuatro estaciones en La Habana también recoge la nostalgia por la juventud perdida de los que dejaron las piernas en Angola, los que retaron con espíritu “elvispresliano”, como lo llamó Fidel, las directrices culturales de la revolución al dejarse el cabello largo y echarse unos rones al ritmo de “Born on the Bayou” de los Creedence.
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Cuba ya tiene su serie policiaca. Ahí están todos: los exiliados, los futuros balseros, los que volvieron de Miami, los que abusaron del poder, los traficantes, las puticas y sus inversionistas extranjeros, los ex combatientes en Angola, los soñadores y enamorados como Mario Conde: utopía convertida en pesadilla apátrida, con un poco de sentimentalismo –que también se vale–, todo en una isla y en cuatro capítulos escuálidos y conmovedores.
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Foto: Cuatro estaciones en La Habana está protagonizada por Jorge Perugorría, Carlos Enrique Almirante y Laura Ramos. Crédito de foto: Comunicación Movistar
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