Una vida hecha de libros
POR SOLEDAD QUEREILHAC
La Nación / GDA
La portada de la última novela de Rodrigo Fresán, La parte inventada, muestra un muñeco a cuerda que carga una gran valija; en las primeras páginas, sabremos que esa imagen alude a un juguete de la infancia de El Escritor —protagonista del libro— que tenía la particularidad de caminar siempre hacia atrás, “como revisitando su viaje”. Especie de defecto de fábrica, esa cualidad era, en realidad, razón de su atractivo. Algo de esa marcha hacia atrás, de esa imposibilidad de avanzar si no es sobre los propios pasos, atraviesa esta inclasificable y extensa novela, en la que Fresán acumula apuntes, historias, sus habituales listados y enormes digresiones para reconstruir cómo funciona la mente de El Escritor, un autor de mediana edad que supo ser reconocido en el pasado pero que se siente algo fuera ya de su contemporaneidad. Ante un mundo donde predominan las pantallas y las expresiones de 140 caracteres, ante nuevos perfiles de escritor de dudosa calaña como los blogueros y los producidos en talleres literarios, El Escritor —pero por sobre todo el narrador, muy cercano a aquél— rearma el babélico compendio de su mundo literario como si se tratara de una trinchera desde donde rezongar como viejo gruñón, pero también donde renovar la apuesta por su propia escritura y sus referentes (Scott Fitzgerald en Tierna es la noche, Pink Floyd, Vonnegut, Bob Dylan, el Kubrick de 2001, Odisea en el espacio) y por la posibilidad de seguir otorgándole a la literatura la potencia simbólica que, para la mayoría, ya ha perdido.
La parte inventada tiene un título atractivo; retoma una forma coloquial y conocida que aleja el libro de lo autobiográfico o lo testimonial (como géneros), y deja en claro que todo el contenido autorreferencial está deliberadamente literaturizado; esto es, potenciado en sus puntos más significativos, extraído de la cinta monótona del pasado y del presente, y puesto a funcionar dentro de una trama y un estilo. En este sentido, si bien el libro tiende a ser fragmentario (tres apartados que no podrían llamarse “capítulos”, con otras subdivisiones inefables), alcanza sin dudas lo novelístico en su sentido más tradicional: se representa la experiencia de un sujeto —El Escritor, el autor, Fresán, no importa demasiado— que ya no escribe con facilidad pero que piensa en su literatura todo el tiempo, que ve personajes en las personas, que evoca sus lecturas para usarlas como prismas de lo real, que inventa y desecha argumentos en la sala de espera de una clínica, que contesta mecánicamente en las entrevistas o que logra escribir fantásticas historias sobre su hermana y una vaca verde carnívora.
La forma de esta novela se corresponde con una experiencia subjetiva, en parte desencantada y en parte autocomplaciente, no ya de la “cocina” de un escritor, sino de su “bioteca: de una vida hecha de libros, de una vida hecha de vidas”, a lo que habría que agregar la dimensión de la conciencia que lidia con lo que aún no ha sido escrito o no se escribirá jamás, que lidia también con el recuerdo y la percepción. Promediando el libro, se lee: “Así que ahí está él, cada vez más inseguro de todo menos de las demasiadas ideas que se le ocurren —después de tanto tiempo, como quien descubre no petróleo pero sí huesos de dinosaurio— para posibles cuentos. Una detrás de otra. Partes inventadas. Productos inconclusos saliendo de una línea de montaje y burlándose de él, tentándolo para que se mueva, para que salga de allí, para que los ponga por escrito, destilados en una frase o dos, en su libreta de notas, en un bolsillo de su chaqueta, colgada en un perchero a pocos metros y miles de años luz de su cuerpo”.
La novela de Fresán es, así, la odisea verborrágica, personal, brillante por momentos, empantanada en otros, de un personaje escritor que se propuso borrar el límite entre la obra y su biosfera, y anclar en una gran zona que paradójicamente cabe en este libro, “la parte inventada”.
*Rodrigo Fresán, La parte inventada, Random House, México, 2014, 566 pp.
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