Tres ases

Dic 15 • destacamos, principales, Reflexiones • 5586 Views • No hay comentarios en Tres ases

/

¿Cómo leer en los viles tiempos de Trump?, se pregunta la escritora mexicana en este ensayo —una defensa de los clásicos— sobre El paraíso en la otra esquina (2003), la novela que Mario Vargas Llosa escribió, a la manera de un peculiar juego de baraja, sobre la feminista franco-peruana Flora Tristán y el pintor Paul Gauguin, nieto suyo

/

POR CARMEN BOULLOSA

En tiempos de Trump, Maduro u Ortega (los impronunciables, los que amargan, envenenan vidas), es urgente visitar nuestra Historia, la común, y la que cada región o país o ciudad recorre en su propia inercia. La violencia explícita y formal “natural” de este medio ambiente cotidiano (el geográfico y el virtual) se propone destrozar, deshenebrar, cualquier forma de narrativa, deshacer la sincera e hilada cuerda que da sentido al mundo (la narración), cuya mera existencia nos alivia y da sentido.

 

La narración debe existir aun cuando la violencia que ocupa el espacio de la cordura social quiere cerrárselo. Nos consuela y nos alerta. Narrar es, también, ponernos a medir con el termómetro ético. Por esto: hoy, más que nunca, necesitamos narrarlo todo; y por esto urge leer y releer a los clásicos.

 

Es el caso de Mario Vargas Llosa, un clásico, el único sobreviviente de la generación del Boom que tuvo el oxígeno para estallar con resonancia mundial. Gozaron del oxígeno de la atención y el ansia universal al existir la fe en un sueño, la posibilidad de que una utopía cobrara tierra firme en nuestro continente. Tal fue la ilusión de la Revolución Cubana.

 

Pronto se vería que de la utopía a la realidad hay un largo trecho, pero para entonces el Boom ya había encarnado en el ojo del lector de todas las lenguas.

 

El Boom fue el estallido de autores formidables, todos varones (las mujeres quedaron fuera del club, por decir un solo ejemplo está Rosario Castellanos), estallido que crearía otra ola para encumbrar a grandes de nuestro continente y lengua: Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares –estos dos últimos, para bien y para mal, tan distantes de cualquier tentación utópica, siquiera momentánea, o de siquiera de la tentación de entablar un diálogo con los soñadores, para rechazarlos o aceptarlos. Perón les aplicó la suficiente dosis de escepticismo ante cualquier forma de poder sin freno, aunque se llamara “por el bien colectivo”, o incluso ahí más. Innecesario agregar aquí que la inercia socialista que impulsó al Boom no sostuvo el trayecto hacia la izquierda, más de uno de sus autores no sólo desertaron de Cuba, también optaron por el Liberalismo o más hacia la derecha.

 

Para Flora Tristán, el efecto Napoleón la llevó a algo opuesto. Napoleón llegó al poder como un emisario de la libertad, y se coronó emperador. Si en su hogar de infancia, Simón Bolívar y su tutor Simón Rodríguez se nutrieran en el diálogo con la Francia, Flora en cambio padeció en las crudezas de la Ley Napoleónica, entre otras porque el divorcio se había vuelto ilegal (instituido en 1816, había sido legal desde 1792), dejando a la mujer sujeta al marido, Flora diría “esclavizada”.

 

La novela El paraíso en la otra esquina contiene tres ases. La primera —¿o el primero?— es uno de los dos protagonistas (los dos personajes de la vida real), Flora Tristán, socialista utópica, feminista, memorialista, panfletista, novelista y activista. Nació en abril del 1803, en París, hija de Anne-Pierre Laisney, de la mediana burguesía francesa, y Mariano Tristán y Moscoso, un militar del (aún) Virreinato del Perú de familia acaudalada y poderosa. Viven los primeros años de vida de Flora en la hermosa mansión de la familia, en Vaugirard, que contiene varios edificios y patios, rodeados de un muro, el Petit Châteu, en la Grand Rue 102 (yo me he cansado de buscarlo en mapas antiguos y presentes, les deseo mejor suerte que la mía, y pido la compartan, porque yo quisiera ver con precisión cómo fue precisamente el entorno de los primeros años de Flora Tristán).

 

“Mi infancia feliz terminó a los 4 y medio años, a la muerte de mi padre”. La muerte es lo peor, pero aquí hubo otra cereza del pan de muerto: el matrimonio entre Anne y Mariano resulta inválido porque los cónyuges no siguieron los pasos legales necesarios para obtener la licencia, ya que ella era exilada (de la Revolución francesa) y él un militar. La viuda y sus dos hijos quedan desposeídos de la propiedad de la casa, y del derecho a la herencia, injusticia redoblada. Anne había finiquitado de su propia bolsa el pago de la casa (el dinero no llegaba del Perú, dada la situación en ultramar), y también desembolsó los impuestos de cambio de dueño.

 

Ese mismo año, 1807, nace el segundo hijo de Anne-Pierre Laisney, Mariano Pío Enrique, hermano menor de Flora Tristán. Pierden la propiedad en Vaugirard, que la familia Tristán se apresta a reclamar, como el resto del patrimonio de Mariano Tristán.

 

Anne se muda de domicilio con sus dos hijos, la tercera vez se instalan afuera de París.

 

Cuando fallece el pequeño Mariano Pío (1817), Anne regresa con Flora a París —ahora en condiciones distintas— a la Place Maubert. Ya no viven en una mansión con jardín ni gozan de los beneficios que habían tenido, conviven con prostitutas y malpagados o miserables.

 

El tío materno, Thomas Joseph Jean, militar en el ejército francés que ha sido parcial soporte financiero de su hermana, financia un curso de dibujo para Flora, dotándola de una manera digna de ganarse la vida —aunque mal pagada, porque es mujer, recibirá tres, cuatro, o hasta cinco veces menos que el salario de un varón.

 

Flora Tristán entra a laborar como colorista al taller de grabado de André Chazal. Poco después, a los 17, se casa con el patrón; según la versión que contará después, acorralada por la madre; según las cartas que envío a Chazal, por amor. Incluso, ya unidos por la ley, jura por escrito a Chazal (quien acaba de perder a su madre) que lo amará y acompañará hasta la muerte.

 

Flora y André tienen dos hijos, Alexandre y Ernest Camille Chazal- El segundo nace en 1824, año en que la publicación de los sansimonianos Le Globe acuña el término Socialismo; Flora tendrá una intensa relación con los sansimonianos y sus ramificaciones.

 

Ahora de vida medioburguesa, Flora enferma, por lo que debe consultar a un médico: el diagnóstico es “melancolía”, es decir, en términos contemporáneos, depresión. André Chazal se ha entregado al juego y cada vez más a la bebida. El taller de grabado, que durante años había ido viento en popa, empieza a irse a pique como su matrimonio. Forman un matrimonio infeliz. Flora abandona al marido con la coartada de procurar mejor aire a la precaria salud del primogénito, Alexandre. Consigue trabajos eventuales y se “cura” de la melancolía.

 

Tristán no volverá a vivir con Chazal (ni con nadie más) e informa de la separación definitiva a su madre, Anne-Pierre, y a su tío, Thomas Joseph Jean, retirado ya del ejército. El tío Thomas la intenta disuadir, argumentando que si deja a Chazal no habrá para ella más espacio en la sociedad que el de una paria. Anne-Pierre toma el bando de su hermano, a lo que Tristán proclama: “¡Mejor paria que esclava!”

 

Fuera del hogar conyugal, en la Rue Neuve du Seine 89, a los 22 años de edad, Flora Tristán da a luz a una niña, Aline. Le promete: “Juro que lucharé por ti, tendrás un mundo mejor. No serás una paria, ni una esclava”. Con la hija en brazos lee a Mary Wollenstonescraft, mamá de Mary Shelley.

 

Detengamos un instante la escena: tenemos a dos madres con dos hijos monstruosos. Una es Anne-Pierre Lasney, con esa (bella) hija que aborrece el matrimonio y elige el camino de la paria, y la otra es Mary Shelley.

 

Para costear su vida independiente, Flora contrata a una persona para que se haga cargo de sus hijos, y los deja mientras trabaja como empleada doméstica al servicio de una familia (los Pence) que sale de Francia, y se instala, según su versión, en Londres (hecho que nadie ha podido documentar).

 

En una de sus estancias en París reestablece, por un regalo de la suerte, el contacto con su familia paterna en un Table de Hôte —mesas comunitarias con alimentos de bajo costo—. Escribe entonces una carta a su tío Pío Tristán, hermano menor de su papá, el último virrey (interino) del Perú y alto mando en el ejército imperial (del lado de los realistas). Flora no le confiesa a Pío que se ha casado, aunque la ley lo prohiba (y que se ha separado), ni que tiene hijos. Aunque sí le explica que su situación es desesperada. Apela a su generosidad y al afecto y la merecida retribución por el cuidado que tuvo de él Mariano, su hermano muerto. En la carta, sin embargo, Flora comete un error: anota de su puño y letra cuál fue la situación legal del matrimonio de sus padres.

 

Mientras tanto, Flora llega a un acuerdo de separación de bienes con André: comprueba ante el juez que éste no ha aportado un céntimo a la manutención de los hijos.

 

Llega la respuesta del Perú. El tío Pío se ha tomado meses en contestarle con una carta cortés, diplomática, seguramente asesorándose con abogados. Le deja claro que no le corresponde la herencia del padre porque ante la ley ella no tiene ningún derecho.

 

Flora consigue otros trabajos temporales, para los que se hace pasar por viuda. Participa en la Revolución de “los tres gloriosos días” en las barricadas de París. Por esta razón, alguien inventa la versión —falsa, pero que persiste hasta nuestros días— de que ella es la modelo de La Libertad en el famoso lienzo de Delacroix, aunque no hay en ésta nada, ni de la fisonomía ni de la complexión, de la hermosa Tristán. El rey Carlos X abdica y sube al poder el Duque de Orléans.

 

Flora se ve obligada a ausentarse de nuevo de Francia. Corre ya el año de 1832 y Alexandre, su hijo mayor, muere en casa de su abuela materna. Ni Flora ni André Chazal están presentes en el entierro.
Tal vez picado por la muerte del niño, o porque alguien lo ha malinformado contándole que la Tristán está por recibir dinero del Perú, Chazal interpone una demanda legal para exigirle a Flora le regrese a sus dos hijos, Ernest-Camille y Aline. Chazal entra en contacto con la madre y el tío de Flora, y consigue su solidaridad. Tras una violenta entrevista en la casa del tío, en Soucy, en donde la pareja se enreda a golpes y vuelan platos y sillas, Flora y André llegan a un acuerdo: él se quedará con el pequeño Ernest-Camille y ella conserva a su hija Aline. Cada uno se irá por su lado (lo prometen por escrito), dejarán Soucy a distintas horas: ella a las 8 de la mañana, él a las 10.

 

Chazal no respeta el acuerdo firmado. A la mañana siguiente, en cuanto sale Flora, comienza la persecución; la alcanza cerca de la Sorbona, en París. A plena luz del día, la tunde a golpes. Cuando Flora está en el suelo, literalmente, un grupo de estudiantes de Leyes se acerca a defenderla. Chazal les advierte: Flora es su esposa. Los jóvenes, entonces, porque conocen las leyes, no meten las manos.

 

Para Flora hay un pesar más: concluye que Anne-Pierre, su madre, y su tío, son cómplices de Chazal, y corta todo trato con ellos.

 

Flora Tristán se hace pasar bajo un nombre falso, cambia constantemente de domicilio y de ciudad, huye de la hostil persecución de André Chazal, que cuenta con la ley como aliada.

 

En Burdeos, Flora encuentra a una persona, Madame De Bourzac, que se encariña con la pequeña Aline; delega en ella, temporalmente, la responsabilidad de la niña.

 

Entonces retoma el hilo de la familia paterna. Podemos imaginar que en la desesperación intentará leer algo positivo en la siniestra carta del Tío Pío. Viaja a Burdeos a visitar a otro tío, primo de su papá, un millonario solterón y mocho, de nombre también Mariano. Él la recibe creyéndola soltera y desamparada, y Flora se instala con él de enero a abril de 1833, y parte de ahí al Perú, donde se enriquecerá de la visión de otra cultura y fracasará en el intento de reclamar la herencia paterna.

 

Su fracaso peruano no ha sido, sin embargo, total. El día en que Flora se embarca hacia Arequipa, muere la abuela paterna, que le heredará una (minúscula) cantidad, apenas un poco mayor que la que obtendrá anualmente de los Tristán, pues ha conseguido una pensión reducida del avaro tío.

 

A su regreso, lo primero que hace Flora es buscar a su hija, su tesoro, su Aline.

 

Corre 1835. Flora presenta en público su primer escrito: Sobre la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras. De este panfleto —que, según Vargas Llosa, después la avergonzaría—rescataría Flora sólo dos frases:

 

 

Nuestra patria debe ser el universo
Una creencia, una religión, la más bella y la más santa: el amor a la humanidad

 

 

Siguen, en 1837, Pétition pour le rétablissement du divorce à Messierus les Députés, un llamado a los diputados franceses a legalizar el divorcio; en 1838, sus memorias de la estancia peruana, Peregrinaciones de una paria, que son muy bien recibidas; después, la novela Mephis, que no se sostuvo ni se sostiene en el gusto literario, cosa que a ella le tuvo muy sin cuidado, según Vargas Llosa.

 

De Mephis sobrevive la objeción de la autora al uso del corset: “Hacía sentir a las mujeres cinchadas como yeguas”.

 

Tras Méphis, Tristán publica en 1840 una segunda petición a la Cámara de Diputados de Francia pidiendo la abolición de la pena de muerte, y Paseos en Londres, libro de viajes y crítica de las condiciones inhumanas para los trabajadores en la gran urbe; y en 1843, La clase obrera. La novela de Vargas Llosa retoma la gira que ella emprende con este libro bajo el brazo.

Retrato de Flora Tristán, autora de Pregrinaciones de una paria (1838) en una imagen de 1839-1840. /Especial

 

Flora Tristán es visionaria y práctica, como lo fue Teresa de Ávila (1515-1582) —o Santa Teresa de Jesús, si prefieren llamarla así—. Es innecesario explicar que las fundaciones de estas dos autoras tienen idearios y objetivos distintísimos. Teresa, que fundó la orden de las Carmelitas Descalzas, deseaba conventos que no fuesen zona de recreo y divertimento; Flora, en cambio, creía posible la existencia de palacios obreros, donde niños y viejos de las clases trabajadoras disfrutasen de los mismos derechos que los enriquecidos. También lo es decir que las dos son de mundos muy diferentes (Teresa, de la Reforma y la Contrarreforma; Flora, de los efectos laborales de la Revolución Industrial), pero comparten en común varios puntos: el arrojo de darse a la caza de recursos para sus empresas, porque las dos “venden” ideas “amorosas”, y las dos son pioneras —Teresa de Ávila funda una orden religiosa de rigor y Flora Tristán al pretender un movimiento obrero universal—. La francoperuana muere antes de poder (o no) consolidar su fundación; Teresa tiene un éxito que demostraría, si no fuese ella una santa, que tuvo alma de banquero: sin capital, durante su vida fundó diecisiete conventos carmelitas.

 

Y ya que visitamos al vuelo a Teresa de Ávila: como a ella, a Flora Tristán también la acosan males corporales. Y también ha sentido que le han traspasado —aunque en su caso no la visita el asomo de duda de si fue el Buen Dios o si fue el Demonio quien la amenazó— porque la bala que lleva junto al corazón no hay duda que la disparó el padre de sus hijos, André Chazal, tras la encarnizada y sórdida lucha, en varios episodios: él por recuperar su patriarcal dominio, picado por la fama que ha adquirido Flora y la certeza que tiene de que ha regresado rica del Perú; ella por el bienestar de su hija Aline, y también del propio.

 

Flora Tristán es, se ha dicho, memorialista. Pero ahí también, es obvio, hay diferencias entre ella y Teresa de Ávila. Al margen de sus distancias literarias —son autoras de prosas muy distintas—, Tristán utiliza sus Memorias de una paria para instalarse ante el mundo, mientras que la intención de Teresa es muy otra, más espiritual, más íntima, diríamos, de lo que resulta tanto la exhibición teresiana extraordinaria de su psique, como la eficacia y persuasión floriana. Las dos embrujan al lector con la ilusión de honesta franqueza, y con su poder (embrujador) para retratarse.

 

Valga, ya que estamos en ello, que Teresa de Ávila también se negó a vivir el destino que se le imponía a una mujer, fuera casarse o entrar al convento como un lugar de recreo (y de cautiverio), y que diseñó un destino diferente para sí, para otras, y para otros. Teresa no quiso el destino de su madre, que, aturdida a punta de embarazos, muere a los 32 tras haber gestado 11 hijos. Tampoco quiso Flora Tristán el destino que le esperaba como mujer.

 

Por otra parte, las dos (Teresa y Flora) creían en la universalidad de sus obras: Tristán piensa que, al dar un trato equitativo y justo a las mujeres, al retribuirles lo mismo que a los varones en su jornada laboral, al liberarlas de la esclavitud del matrimonio como institución —la esposa esclava cautiva del marido—, o de la invisibilidad social o del infantilismo, o de la imposibilidad de ser diseñadoras de su propio destino al carecer de autonomía legal, se transformaría el resto de la sociedad, porque la injusticia contra las mujeres estaba en la raíz de la desigualdad e inequidad.

 

Teresa, a su manera, también tenía esa fe, así no fuese “material”: la vida de su reforma Carmelita pondría, uno por uno, con un rezo verdadero, a los seres humanos en contacto con Dios; infundiría de vida auténtica al catolicismo y, con su ejemplo de honestidad, derrotaría y contendría a la invasión luterana, regresando la legitimidad al régimen religioso (católico) corrompido.

 

Trafico bajo la mesa otro paréntesis: en El paraíso en la otra esquina, Vargas Llosa evoca a otra escritora peruana, una muy querida para él, que no escribió memorias, aunque sí un libro de viajes que lleva porciones de éstas: Clorinda Matto de Turner.

 

El pasaje es una pesadilla atribuida a Flora Tristán:

 

Flora tuvo casi a diario una angustiosa pesadilla. Desde los púlpitos, los curas de la ciudad amotinaban contra ella a esa masa fanatizada que atestaba las iglesias, la que salía a buscarla por las calles… para lincharla… sentía y divisaba a la muchedumbre desencadenada en pos de la impía revolucionaria para vengar a Cristo Rey.

 

A Flora, pues, en su pesadilla, la persiguen esos “frailes que por mercantilismo visten el hábito”, si lo ponemos en palabras de Matto. Cito de su Viaje de recreo, de 1908, dicho sea también de paso: tiene un espíritu tan diferente a los libros de viajes de Flora, donde no hay “recreo” alguno.

 

Y contrabandeo además otro paréntesis: en su viaje al Perú, Flora Tristán se embelesa con la figura de la Mariscala, Doña Pancha, Francisca Zubiaga y Bernales (1803-1835), esposa del presidente Agustín Gamarra. Doña Pancha había gobernado al Perú; ella era más que el poder atrás del trono, el Presidente Gamarra menos que su sombra. Lo sabía todo el mundo. Durante su paso por el poder, nada se le pone arriba, excepto su propio cuerpo, porque sufría ataques de epilepsia.

 

Doña Pancha tiene por lo menos otra paralela en la historia latinoamericana: la Generalita ecuatoriana Marietta de Veintemilla (1855-1907); ella ocupó el lugar de la Primera Dama, así fuera sobrina del Presidente golpista y, ante la inminencia de un cuartelazo, encabezó al ejército. Las tropas la bautizaron “Generalita”.

 

En Latinoamérica habemus, por lo menos, Mariscala y Generalita —por no hablar de la Monja Alférez—, la segunda aún más perfecta que la primera, sin ataques o achaques, llena de vigor, así muera antes de conseguir volver a apoderarse del poder central por una fiebre. Estaba trabajando en volver al poder, y tal vez lo hubiese conseguido. Y el poder personal no es lo que importa, sino su derecho a pelear con igualdad su posición social.

 

Flora Tristán tenía sus ideas tan bien puestas como los pantalones que necesitó vestir en Londres para filtrarse y observar los bajos fondos y los centros laborales más inclementes. La Tristán proclama: “Dad a todos y a todas el derecho al trabajo —la posibilidad de comer—, el derecho a la instrucción —posibilidad de vivir por el espíritu—, el derecho al pan —posibilidad de vivir del todo independiente— y la humanidad hoy tan vil, tan repugnante, tan hipócritamente viciosa, se transformará en el acto y se volverá noble, orgullosa, independiente, ¡libre!, ¡bella! y ¡feliz!” (Le Tour de France, II, escrito en 1844 aunque publicado décadas después, p. 192).

 

De Flora hay mucho más que decir, sólo me concierne agregar que Vargas Llosa la conoció muy joven. No en persona —es imposible, son de siglos distintos—, sino por escrito:

 

“Uno de esos libros que leí no de niño sino ya joven cuando era estudiante universitario de la Universidad de San Marcos en Lima, fue el libro de una francesa hija de un militar peruano que se llamaba Peregrinaciones de una paria, libro que me recomendó un profesor de historia que fue maestro mío, el más elocuente expositor que yo he estuchado nunca, el historiador Raúl Porras Barreneché… quedé fascinado… …me causó una honda impresión y me dio la idea de escribir alguna vez una historia que tuviera como protagonista a Flora Tristán. Ese es el origen de El paraíso en la otra esquina… Como me ha ocurrido casi con todos los temas sobre los que he escrito novelas, no me puse a escribir de inmediato, dejé que ese tema pasara la prueba del tiempo y de la verdad. Es que nunca olvidé del todo a Flora Tristán…” ( “El paraíso de Vargas Llosa”, 5 de diciembre de 2003, www.semana.com).

 

El segundo personaje de la novela de Vargas Llosa, el segundo as, es el nieto de Flora Tristán. Se enroló en la marina mercante. Después, en grado más bajo, en la francesa. Fue empleado en dos casas de la Bolsa de París, se convirtió en artista, vendió carpas en Copenhage, consiguió una beca del Gobierno francés para viajar a las islas de la Polinesia francesa, y, en su decadencia y deterioro total, fue panfletista a sueldo de los más reaccionarios colonos católicos de las Islas Marquesas, publicando, dibujos incluidos, un racista libelo mensual. Es el nieto de Flora Tristán, el hijo de Aline Chazal: el pintor francés Paul Gauguin (1848-1903).

 

El mundo sabe más de él porque la cultura popular y el mercado del arte lo han colocado en la cresta de la ola. Como pasa con toda cresta de ola, Gauguin está parcialmente revestido de espuma, misma que él ayudó a levantar con sus escritos autobiográficos, así que nos es difícil distinguirlo del personaje real. En todo caso, Gauguin es parte de un tsunami. En nosotros está decir la naturaleza del terremoto que lo proyecta a nuestra orilla. Ha pasado ya por varios sismos intensos, algunos se han propuesto desacreditarlo o, de plano, enterrarlo, y con motivos que hay que tomar en cuenta.

 

Gauguin fue también, a su manera, un pensador —le interesaban la teoría del arte, tanto como lo primitivo, que a sus ojos era lo “puro”, lo auténtico, lo necesario para crear un arte nuevo—. Como pintor fue postimpresionista, antinaturalista (con Seurat, que según Vargas Llosa no era en ninguna manera su predilecto, decía que “el arte no debería reflejar la realidad”), con Emile Bernard se anexó al cloisonismo —estilo adoptado por Gauguin en Bretaña—, viró hacia lo simbolista —opuesto al impresionismo y al arte académico, con Rondo—. Terminó siendo gauguinista, casi ciego y así aún viendo, en un singular desenfreno que sólo en el lienzo tenía algo de cálculo y control maestro.

 

Explayó por escrito sus ideas sobre el arte, y tramó una utopía que llevó en carne propia hasta el infierno, primero en la Polinesia francesa, después en las Marquesas, “en pos de una tierra en la que el pasado estuviera aún presente”, según lo formula Vargas Llosa.

 

Cuando soñó esta utopía mano a mano con Vincent Van Gogh, ésta era comunista, no existiría en ella la propiedad privada y vivirían en comunidad. Se parecían, por lo menos a la distancia, a los Hermanos de la Costa del Mar Caribe, los corsarios de memoria infame que no aceptaron mujeres en su comunidad, como parece haber sido la intención del sueño Gauguin/Van Gogh, tan afectos como esos bárbaros violentos a las prostitutas y el despilfarro.

 

Si la aventura por la que fue en pos Gauguin terminó siendo mala, mala también fue la corta experiencia de convivencia con Van Gogh. Esta aventura a dúo ha sido —como a la vivida a solas por Gauguin— representada fílmica y novelísticamente decenas de veces en la pantalla, desde la mítica de Cukor y Minelli —que fascinó a su generación y a las posteriores, con Kirk Douglas, en el papel de Van Gogh, y Anthony Quinn, en el de Gauguin, en los años cincuenta—, hasta el largometraje más reciente Gauguin: Viaje a Tahití, de Edouard Deluc.

 

Vargas Llosa también aborda este pasaje de la vida de Gauguin/Van Gogh, mencionándolo en varias partes de su novela El paraíso en la otra esquina, relatándolo con cierto detalle en el capítulo XVI (“Casa del placer”), cuando Gauguin está en Atuona, Islas Marquesas, y cree realizar o aterrizar el sueño utópico de su amigo desamigado. Vargas Llosa relata el pasaje con mesura, sin cargarle las tintas homosexuales que algunos estudiosos han creído ver en la relación de esos dos artistas, pero sí explicitando la reacción de Van Gogh cuando se advierte que Gauguin “había tomado ya la decisión de partir, y entró en un estado de nerviosismo histérico, en un desquiciamiento mental… Parecía un amante desesperado porque el ser que ama lo va a dejar”.

 

¡Vaya amante desesperado! Libren los dioses a cualquier ser respetable de algo parecido: por el abandono, Van Gogh se corta una oreja, regala el pedazo sanguinoliento a una prostituta, embarra su habitación de sangre, y emprende su desquiciamiento frenético hacia el suicidio (ahora bien, hay quien argumenta, con libro y psicología en mano, que fue Gauguin quien cortó la oreja).

 

Gauguin quería “pintar… sacudiéndose al civilizado que llevamos encima y sacar al salvaje que tenemos dentro”. Creó su propio camino en el exotismo. Al tiempo que sus teorías de primitivismo se le derrumbaban, talló los ídolos que no encontraba en las islas de los mares del Sur, y reforzó su amor por los caníbales (según él tan puros y auténticos que había que buscarlos), mismos que Gauguin aseguraba existían con los antiguos ritos de manera subterránea, mientras que, en la superficie y al ojo de todos, se embriagaba tanto cuanto se lo permitía el maltrecho cuerpo, usaba con liberalidad el opio para los dolores y malestares, y, sifilítico como andaba, copulaba con niñitas de doce o trece años, y posiblemente también con muchachitos, como desenlaza Vargas Llosa.

 

La sífilis la pescó en Panamá, cuando trabajaba en la construcción del Canal, en otra aventura de encuentro con lo “primitivo” en la que también le fue mal —su cuñado colombiano, de apellido Uribe, no pudo colocarlo como desearan, por haberse ido a la quiebra.

 

Hoy hay quien explica la manera de pintar de Leonardo da Vinci por la erotropía (el estrabismo). El equivalente sería culpar a la sífilis de nuestro personaje de su manera de pintar, pero no caeremos en ello, ni (afortunadamente) es la tesis en boga sobre Gauguin, ni lo será, hasta que la idiotez nos alcance.

 

Vargas Llosa novela los sufrimientos corporales de sus dos protagonistas, Flora Tristán y Paul Gauguin, dedicándoles el espacio que éstos debieron tener en sus vidas.

 

No sólo carga Gauguin con la sífilis, también con “el mal” que (si aquí me permiten la blasfemia de aludir a Teresa de Ávila) le ha clavado su lanza, y que lo ha dotado de lanza. No hay espacio aquí para explorar el tema gauguiniano de civilización asociada a masculinidad, femineidad de la naturaleza, imposición de los sexos. Consolémonos mencionando el memorable pasaje en Noa Noa sobre las prendas de vestir como creadoras de la diferencia entre los géneros, y que nos hace recordar la mención al corset de su abuela Flora. Aludir también al pasaje, en el mismo Noa Noa, donde describe su atracción por un jovencito, e inmediato definir al erotismo masculino como territorio de violencia, rompimiento, dolor y destrucción.

 

Hay más en Paul Gauguin. Dejo aquí una cita de él mismo como insinuación de algo de su inquietante, perturbada, doliente persona: “Malaventurado el hombre que se aventura a visitar donde está infestado de demonios. Yo he sido ese temerario” (Noa Noa, coescrito por Gauguin y Morice, 1901).

 

Tristán y Gauguin, abuela y nieto, son dos franceses con vida peruana, dos a los que marcó el Perú, dos de los que bien podemos decir obtuvieron en su peruanidad su definición mejor, como aquella estrella que escribe Lezama Lima: “Ah, que tú escapes en el instante/ en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”.

 

Esta definición es en ambos casos extraordinaria. Paul Gauguin pasó sus primeros años de infancia: arribó a los 18 meses y dejó el Perú cuando ya había cumplido seis, mientras que Flora Tristán visitó este país sudamericano ya adulta y con hijos (aunque haciéndose pasar por soltera), por sólo ocho meses.

 

Flora Tristán visita el Perú buscando salir de un enredo personal marca diablo, creando para conseguirlo un temporal —porque no la caracterizó ser cauta—. No obtiene lo que desea, pero despierta su ojo crítico en el Perú: al regresar al continente europeo, alerta sobre las distancias entre las clases sociales; alerta de que algunas mujeres han roto con los roles de género; visita Londres, donde, como dijimos, había vivido como “dama de compañía” o servicio doméstico; recorre lugares de ínfimas condiciones laborales, vestida de varón si es necesario; y escribe, aparentemente con la intención de hacer un libro comparable al de Stendhal, sobre Roma (Stendhal: buscando afilar con precisión concreta su prosa, antes de empezar la cotidiana labor de escritura leía algunos párrafos del Código Civil. Flora: lectora de Stendhal y seguidora de su filo preciso, escribe este libro después de leer con precisa aplicación las condiciones de la vida laboral y las dimensiones del orden social injusto).

 

Perú había transformado a Flora Tristán al mostrarle de qué la despojaba su familia paterna, dotándola del conocimiento privilegiado sobre otras condiciones de esclavitud y sobre los privilegios. La impresionan las costumbres de las limeñas (“¡Pero de qué libertad gozaban! En Francia hubiera sido inconcebible… audacia inusitada… además de salir solas, las limeñas montaban a caballo vestidas de hombre, tocaban la guitarra, cantaban y bailaban, incluso las viejas, con soberbio descaro… esas mujeres emancipadas”), y lo dicho antes: la inolvidable figura de la Mariscala. Algunos creen que fue su primera amante fémina, nosotros no iremos tan lejos.

 

“En todo caso, sin aquel viaje al lejano Perú, sin las experiencias vividas allí, no serías lo que eras ahora”, escribe Vargas Llosa.

 

Durante su involuntaria estancia en el Perú, Gauguin —que vivió sus primeros años al amparo de Pío Tristán, acogido con su mamá recién viuda (su papá, Clovis Gauguin, periodista, murió de un ataque cardiaco cuando navegaban hacia el Perú), con esclavos y empleados a su servicio— aprendió el español, lengua que se hablaba en casa. Entró al internado con los curas y su madre se convirtió en la querida de un millonario. Doble despojo: el primero lo arrebata de la casa, y lo deposita entre las sotanas que podrían o no (como es hoy sabido) haber tratado con respeto las partes íntimas del niño.

 

Hay algo más: cuando vivían como príncipes en Arequipa, su mamá, Aline Chazal, coleccionaba figuras precolombinas, pequeñas piezas incas. Atesoraba las esculturas indias admirando en ellas su belleza.

 

El segundo despojo, podemos conjeturar, le arrebata su dosis completa de mimos porque debe compartir el afecto de la madre con otro, que, encima, no es la pareja legítima de Aline, porque el millonario Gustave Arosa es un hombre casado. Con otro y con Francia, que desconoce esos tesoros que su madre tuvo en las manos. Esos tesoros: él. Porque además, de haber gozado los privilegios de ser un Tristán (familia poderosa desde el virreinato, y bien emparentada recientemente, la hija de Pío estaba casada con el presidente José Rufino Echenique), Gauguin pasa a ser, a su regreso a Francia, “el peruanito”, alguien con acento y modos de extranjero. Peor que nadie: “el de fuera”.

 

Años después, como si esto no fuese suficiente, Gauguin soportará el golpe de un despojo prenatal: tras la muerte de Aline, a su mamá (la hija de Flora), le es dada la revelación: su tutor, el amante de la madre, le confía el secreto de Aline Chazal: en palabras de Vargas Llosa, “entre 1835 y 1837, Chazal raptó tres veces a la pobre Aline (y dos a Ernest-Camille), convirtiendo a esa niña en el ser triste, melancólico e inhibido que era ahora”, y en 1838, versión que también refrenda Vargas Llosa, el padre la viola. Sigue, como si no bastase la violencia, el intento de Chazal por asesinar a Flora. En el cuchitril que habitaba, Chazal pintaba obsesivo ataúdes y tumbas para Flora, quien lo había abandonado y deshonrado en sus memorias.

 

La violencia para Gauguin llegó implantada en el centro de la vida de su madre, es decir, en él mismo. No hace falta que imaginemos o conjeturemos su violación en la escuela preseminarista: el muchacho cargaba esa herencia.

 

 

Es memorable, como ha apuntado Fietta Harke en El País (https://elpais.com/cultura/2012/10/18/actualidad/1350560384_017760.html) —me perdonará Fietta que le he cargado yo las tintas a su interpretación—, es memorable que Gauguin pintase por primera vez a su madre sólo tras visitar con Van Gogh un museo con pinturas de Delacroix, a quien ni él ni Van Gogh sentían cercano ni ejemplar porque él personificaba lo “realista” que ellos abominaban, lo mismo que lo “académico”. Delacroix estaba entre sus opuestos.

 

Pero fue ahí, al ver en una de las pinturas un nombre como el de su madre (Aline, la mulata se titula la obra), que Gauguin la pinta como su igual, como una joven bella. (La obra de Delacroix es un lienzo erótico: como si representase visualmente el deseo entre la madre y el hijo, entre el tesoro salvaje y su poseedora.)

 

Harke va más allá al afirmar que Gauguin viaja a la Polinesia en busca del paraíso perdido de su infancia (afirmación que yo suscribo). Tahití podía darle su madre.

 

En todo caso, Vargas Llosa lo escribe anhelando tener consigo esa imagen.

 

Dejo el tema peruano con una pregunta que me hago y que me parece importante conservar: ¿por qué la masculinidad ligada a una idea de violencia?

 

Hay más diferencias entre Paul Gauguin y Flora Tristán, por supuesto, que decir que percibían la sexualidad diferente porque eran hombre y mujer, artista y narradora. Ella quería un futuro distinto para todos; y él en cambio buscaba exotismo, primitivismo, placer personal. Detalle marginal es decir que ella despreciaba públicamente la prostitución y él frecuentaba prostitutas (sobre la prostitución, hay que decir que uno de los jueces que llevó el caso Chazal-Flora imputó a Flora el cargo de prostitución, pues ¿qué más podía hacer una mujer sola en Londres, sino ser prostituta?)

 

En cuanto a las confluencias entre estos dos ases, los dos personajes de El paraíso en la otra esquina, el propio Vargas Llosa dice:

 

“Descubrí que las sicologías, las personalidades, el carácter de la abuela y el nieto eran enormemente parecidos. Los dos fueron grandes utopistas, soñaron con sociedades perfectas, con paraísos en la tierra arraigados en la historia, aunque la idea que ambos se hacían del paraiso era muy distinta. Sin embargo, ambos se entregaron en cuerpo y alma a buscar o a construir ese paraíso de sus sueños en la tierra, y a ninguno de los dos los inhibió o lo desmoralizó los gigantescos obstáculos que encontraron en el camino. Así fue cómo poco a poco fue surgiendo la idea de incorporar a Paul Gauguin a la historia de Flora Tristán. Se me ocurrió que sería interesante hacer un contrapunto entre esos dos personajes, y entre las dos fantasías que a ellos les dieron la fuerza para actuar. El sueño de Flora Tristán fue el sueño de una sociedad de justicia, de solidaridad y sobre todo de absoluta igualdad entre hombres y mujeres, una sociedad en la que desapareciera toda forma de discriminación y en la que las mujeres y los hombres tuvieran exactamente los mismos derechos, los mismos deberes, pudieran ejercitar los mismos oficios y gozaran ambos de una absoluta soberanía. El sueño de Flora Tristán era un sueño justiciero, social, colectivo… A Paul Gauguin no le importaba la política… Lo que le interesaba era más bien la belleza y su idea de la sociedad perfecta que tenía que ver sobre todo con la belleza y con el placer. Su sueño utópico era estético, individualista y hedonista” (“El paraíso de Vargas Llosa”, semana.com, 5 de diciembre de 2003).

 

Ambos personajes —en la novela y en la vida, más tal vez en la vida que en la novela—, no se contentan con pensar en hacer real su utopía. Necesitan formular de nuevo el Paraíso terrenal. Gauguin lo representa visualmente en sus lienzos repetidas veces, en su obra maestra que llamó ¿De dónde venimos, qué somos, a dónde vamos?, las tres preguntas que aprendió cuando atendía de niño el colegio católico a las afueras de Orleans. Su maestro era el obispo de Orleans, Felix Antoine Philibert Dupanloup, que en sus pedagogía planteaba: ¿De dónde proviene la Humanidad?, ¿a dónde se dirige?, ¿hacia dónde procede?

Paul Gauguin, ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? (Óleo sobre lienzo, 1897). / Especial

 

Gauguin re-visualiza el de dónde proviene planteándonos una Eva que no es fémina. Vargas Llosa anota que en la pintura ella es un él, que es un ella también, aunque no lo sea en los pechos.

 

Flora Tristán, por su parte, quiere una nueva Eva. Siente un afecto enorme por el apóstol de la nueva “secta” Eva-disme, Gannau, un escultor, además de filósofo y escritor, que talla, cuando ella lo conoce, la representación física de la maternidad-paternidad de Dios. El Evadisme, “un conjunto de ideas socialistas, con elementos místicos, que pretendía erigirse en guía de la sociedad, según el cual, los tiempos se cumplirían cuando Eva se siente al lado de Adán en las profundidades de los templos” (Flora Tristán, una filósofa social, Conxa Llinas Carmona, p. 150).

 

Hay otro motivo por el que llamo a esta visita (o lectura de la novela de Vargas Llosa) “Tres ases”. Especifico: elijo la palabra ases por la forma de la narración de El paraíso en la otra esquina.

 

Es cierto que a primera vista (y con y por la voluntad de su autor) la novela parece levantada sobre dos columnas —capítulos nones dedicados a Flora Tristán, pares a Paul Gauguin—, contraponiendo un personaje frente al otro, como vidas paralelas que no se tocan, en episodios alternados, como si la novela se sostuviese sobre esas dos columnas.

 

La columna de Flora Tristán consistiría en los puntos geográficos de su gira francesa de 1844 (de la parisina Rue du Bac en París, a Burdeos) viajando para divulgar su movimiento obrero y para vender ejemplares de su autoeditado libro La unión obrera, a la manera del autor que se autopublica, autopromociona y, además, anexa a la aventura un movimiento social.

 

La columna de Gauguin está trazada con su periplo Tahiti-Francia-Tahiti-Las Marquesas, de 1892 a 1903.

 

Ambas columnas terminarían con la muerte de los protagonistas, que no son personajes de ficción, sino tomados de la vida real, y los dos con obra propia. Si el libro que observamos contase con este tipo de estructura, dejaría al edificio novelístico en una relativa inestabilidad o en estrecha rigidez. Pero no es el caso. Las dos aventuras últimas de los dos personajes (reales, históricos, capitales, el 1 que es Flora, el 2 que es Paul) son, sí, el eje racional de la narrativa, pero la fuerza estructural de El paraíso en la otra esquina. Su torrente, su riqueza, su belleza, radica en que el edificio novelístico se sostiene a la manera de un puente atirantado que tiene múltiples sostenes, tensores que le dan cuerpo. La imagen del puente no es precisa, pues la novela de Vargas Llosa no es un puente.

 

Un cuento podría parecerse a un puente, pero no una novela como ésta. La fuerza misma de la narración —que no sólo su estructura— está en los imanes y en las divergencias del torrente narrativo. Su carácter único está en la incontable cantidad de historias puestas a andar adentro de las de los dos protagonistas.

 

Cada uno de los capítulos se juega ante nuestros ojos como un partido de baraja. Empieza el juego. Las cartas han sido barajeadas y frente a nuestros ojos recomienza el descarte.

 

A Vargas Llosa le interesa sepamos que está barajeando las cartas (cartas cargadas que no puede él alterar a voluntad, pues en realidad son porciones históricas, vidas ajenas reales antes de entrar a su novela). A su intuición novelesca le interesa que seamos conscientes de que son cartas que él tirará a la mesa por la asociación azarosa de la memoria de sus personajes, que su pluma trae a cuento.

 

Hay algo de mantra en algunos de los capítulos que no es de repetición. Porque al descartar de esta cierta manera, Vargas Llosa juega su juego personal, revelándonos su temperamento novelístico. Por un lado, revela el temperamento sensual, por y con el que elige y simpatiza con esa porción de vida que es el encuentro erótico que, como escribe en La orgía perpetua, considera necesario para que los personajes encarnen en el relato.

 

Por otro, confiesa: Flora y Paul sont moi —Tristán y Gauguin son yo, nos dice—. No se engañen: Vargas Llosa no es Paul ni es él Flora. Él no es ninguno: Vargas Llosa es los dos, y ante los dos siente bivalencia y admiración: el imán idóneo para el novelista.

 

Sólo contamos, pues, con tres ases en nuestra mano, y el juego de baraja exige, requiere, cuatro. La lectura completa de la novela demanda del lector su participación como el cuarto as que permita jugar. Le exige ser el as que debe apreciar a la novela como lo que es La Novela: un artefacto narrativo desde el que el lector observa una realidad distinta a la propia, y hay algo más, pues La Novela es también un espejo.
La Novela es un espejo habitado por su narración en el que el lector, con su entorno, se ve reflejado.

 

No hay equivalente a la aventura de La Novela como práctica de apreciación artística, pues la novela es sin duda un objeto de arte, como ejercicio de conocimiento del humano y la sociedad, como mirar lo que es bello.

 

Apreciar como tal el edificio novelesco, admirar el abanico de historias que lo sostiene al desplegarse, dándonos placer, incita al cuarto as —es decir a usted, lector, o a mí— preguntarse: ¿Cómo leer, entender, comprender, hoy, en los viles tiempos de Trump, donde se han levantado la furia, el disgusto, la exacerbación de ánimos, los juicios sumarios, las revisiones necesarias, los erizamientos diversos, las inquisiciones merecidas o absurdas, en la era del movimiento #MeToo, de abusos impunes, de delaciones retrasadas de pederastia? ¿Cómo percibimos a Flora Tristán y a Paul Gauguin, vía Mario Vargas Llosa?

 

El juego de la lectura de una verdadera novela exige una apuesta alta y de alto riesgo. Una apuesta política, que me parece la mejor y más sincera manera de acercarse una novela, pues así es como se leyó Los miserables, así se leyó Sab, así leímos en mi generación La casa verde, Conversación en la catedral, El siglo de las luces, incluso La invención de Morel, por no continuar la enumeración con otros ya clásicos, como Cien años de soledad.

 

Vayamos a la historia de Flora Tristán, tal y como le da vida Vargas Llosa. Mencionemos sólo cuanto es hoy moneda corriente: en la infancia no gozó de un derecho humano: la educación. Obrera menor de edad, supo en carne propia que una mujer recibe menor retribución económica que un varón. De jovencita se vio obligada a la emigración económica, dejando atrás a sus hijos.

 

Chazal vengó su furia contra ella de dos maneras que hoy se practican: con la violación (de la hija: cuerpo de hija es cuerpo de madre), y con el intento de feminicidio. Supo que esto nada tiene que ver con el deseo y la sexualidad, y sí con el odio ante la fémina y la envidia de su poder creador. Admira Vargas Llosa en ella su heroísmo, su idealismo, su fuerza, su coraje. El lector se sumará a su admiración, y sentirá, con el autor, solidaridad con Aline, y sin duda repugnancia ante André Chazal, el padre abusador.

 

Sentirá más. Porque aunque Vargas Llosa reacciona con ambivalencia ante ella, tal vez en el lector (es mi caso) la brújula apunte más a la admiración.

 

De Gauguin, cuya obra tan alto se vende en el mercado (en 2015 rompió récord una pintura suya en subasta), el lector, la lectora, hoy, al leer a Vargas Llosa, cuestionará las costumbres de la vida privada de este pintor. Se hará preguntas sobre su culto al primitivismo y su actitud colonialista, casi supremacista. Sobre su priorizar el arte sobre todo lo demás. Sobre su relación con la prostitución, tan distinta a la de Flora Tristán. Sus relaciones sexuales con púberes, las niñas de once años, los muchachitos, la sífilis. Qué espanto, se dirá —así me digo yo—.

 

El lector, el cuarto as de este juego, se hará infinitas preguntas. Estará jugando con honestidad. Pues lo que busca Flora Tristán, lo que persigue Paul Gauguin, lo que exige la novela Vargas Llosa es, efectivamente, mirar con un ojo crítico en el espejo habitado que es La Novela, y ponderar, someter a ajusticiamiento nuestras propias costumbres privadas y políticas.

 

Hay algo más: Paul Gauguin tiene historia, legendaria y real. Es alguien, una persona. Escribo estas líneas cuando leo que se ha vendido en millones el primer retrato hecho “por nadie”. Trazado, dibujado, “imaginado”, en computadora, ha roto con las expectativas económicas, levantándose. Al mercado le gusta. ¿No es también la creación comunitaria de la figura de un artista una inconsciente defensa de lo humano? Ahora se apapacha al que no lo es, poniendo, tal vez, la última piedra a la tumba del Humanismo.

 

 

ilustración: Boligán

« »