Venezuela: la política reinventada como fe religiosa
/
Alberto Barrera Tyszka, uno de los escritores que ha mostrado mayor lucidez sobre el conflicto que vive Venezuela, habla de las raíces del fanatismo político y el reto de la literatura en la intención de arrojar claridad en el ejercicio crítico de cada individuo desde el lenguaje
/
POR LEONARDO TARIFEÑO
/
Si es verdad que a cada gran crisis política le corresponde una gran novela, bien podría decirse que la encrucijada que atraviesa Venezuela encontró su ficción más representativa en la notable Patria o muerte (Tusquets), en la que Alberto Barrera Tyszka describe con deslumbrante lucidez el callejón sin salida por el que transita su país. Ganador del Premio Herralde con La enfermedad y del Tusquets de Novela con Patria o muerte, coautor junto a Cristina Marcano de la biografía Hugo Chávez sin uniforme: una historia personal (Debate) y actual colaborador de la edición castellana de The New York Times, Barrera Tyszka representa el caso de un escritor inmerso en un auténtico caos social que, a pesar de los extremismos y la violencia cotidiana, aún conserva la capacidad de observar, explicar y narrar el naufragio en tiempo real. “Yo creo que hay líderes que, en determinados momentos, logran destapar la irracionalidad de los países –señala-. Es parte del peligro que encierra ese vínculo poderoso que llamamos ‘carisma’. Chávez generó y pidió fanatismo; y su propuesta política, durante toda su vida pública, produjo más y más fanatismo”. En la Venezuela de hoy, ese extremismo tiene dos rostros y cada vez cuesta más reconocer alternativas que no impliquen la desaparición del otro. Para saber qué rol le cabe a la cultura en ese paisaje de autoritarismo y diferencias irreconciliables, Confabulario dialogó con este autor indispensable a la hora de entender los efectos de la política reinventada como fe religiosa.
/
¿Cómo se sale de la situación en la que hoy se encuentra Venezuela?
Bueno, ahora es muy difícil ordenar algún escenario sobre el futuro. Estamos hundidos en la peor crisis económica de toda nuestra historia y vivimos un momento de alta conflictividad social y política. Ante una situación así, la salida ideal sería unas elecciones, pero el gobierno hace lo imposible por evitarlas porque sabe que las perdería. Después de la derrota en las elecciones parlamentarias de 2015, el oficialismo se preparó para gobernar sin pueblo y sin elecciones. Para eso, en los últimos 2 años, ha militarizado enormemente la sociedad venezolana. Aunque siga empeñado en utilizar un discurso de izquierda, cada vez se parece más a las dictaduras de derecha que azotaron Sudamérica en el siglo XX.
/
¿Cuáles son las raíces del fanatismo que define a ambos bandos políticos?
La polarización que vivimos viene desde el primer gobierno de Hugo Chávez, en 1999. No hay que olvidar que, al ganar las elecciones, él tenía un 80% de aprobación. Chávez supo captar y expresar las ganas de cambio que vivía Venezuela. Pero muy pronto le imprimió un talante beligerante y radical a su forma de ejercer el poder. No fue sólo un tema político o ideológico, era también un asunto de naturaleza personal. Chávez siempre se definió como un militar. Y eso era. Entendió la presidencia como un rango, no como un cargo. Sentía que había sido elegido para cambiar la historia, no para gobernar por un período. Y, en ese sentido, comenzó a cruzar la política con el afecto, y a exigir lealtades del tipo “o estás conmigo, o estás en mi contra”. Así empezó a generarse el proceso opuesto, el de la radicalización en su contra.
/
En tu obra y en algunos artículos periodísticos vinculas el éxito del chavismo con la puesta en escena de una cierta narrativa épica. ¿Cómo compite la literatura con las ficciones del Estado?
La literatura, o al menos la buena literatura, es un espacio para la ambigüedad, la sugerencia y los matices. Las ficciones del Estado, en cambio, se alimentan de estereotipos. Viven de ellos, los reproducen. Su fin principal es ser masivas y eficaces. Necesitan ser moralistas. No soportan las complejidades. Las narrativas oficiales, por llamarlas de algún modo, están más cerca de las telenovelas que de la literatura. Los procedimientos de su imaginación funcionan a la manera de la teleculebra rosa, con grandes villanos que se los pasan pensando y haciendo maldades, y vírgenes pobres que al final del sueño heredarán la felicidad y la riqueza. La justicia que ofrecen casi siempre es mágica.
/
Has escrito que el chavismo se parece mucho a una religión. ¿Cómo se hace para que la política deje de ser una cuestión de fe?
El tema de la religión en la política alude a cómo se utiliza y administra esa fe. Y eso también tiene mucho que ver con el ejercicio de la política desde el poder. Desde su primer gobierno, Chávez suspendió el sentido de la alternancia en la sociedad venezolana. Comenzó a hablar de “la revolución”, es decir, comenzó a hablar desde la eternidad. Empezó a constituirse, además, en un mito en movimiento, en desarrollo. Con toda la ayuda del Estado, por supuesto. Fue un proceso sorprendente, en crecimiento perpetuo. Chávez llegó a decir públicamente: “quien no es chavista no es venezolano”. Creo que eso deja muy claro la idea que él tenía de sí mismo y de su relación con la historia y con el país.
/
¿La muerte de Chávez contribuyó a forjar su impronta religiosa?
La muerte y, sobre todo, el proceso de su enfermedad. Chávez decidió convertir su muerte en un espectáculo político. Los venezolanos todavía vivimos bajo una constante campaña sacralizadora de su figura, financiada y desarrollada por el Estado.
/
“Sentía que Venezuela era una mierda, un derrumbe que ni siquiera llegaba a ser país. Creía que la política los había intoxicado y que todos, de alguna manera, estaban contaminados, condenados a la intensidad de tomar partido, de vivir en la urgencia de estar a favor o en contra de un gobierno”, escribes en Patria o muerte. ¿Cómo convives con “la intensidad de tomar partido”?
Bueno, ahora mismo, más que nunca, es imposible no tomar partido en Venezuela. El saldo de las últimas protestas ya va por más de 50 muertos y 700 heridos; a los estudiantes detenidos se los lleva ante tribunales militares; y el servicio de inteligencia militar actúa con total impunidad y sin ningún respeto a los derechos humanos. Y esto sólo para hablar de la represión y la censura. Las causas reales de las protestas son una inflación del 700%, la escasez de alimentos y medicinas, y los intentos oficialistas por suspender la Asamblea Nacional, impedir el Referendo Revocatorio y postergar cualquier proceso electoral.
/
Entonces, pagas el precio de la “intoxicación” que mencionas en tu novela.
Es que durante todos estos años ha sido muy difícil no sentirse un poco intoxicado y contaminado por la política. Creo que es parte del hechizo que tiene la palabra “revolución” en América Latina, ¿no? La miseria, la desigualdad y la violencia todavía son nuestras tragedias fundamentales. Y, lamentablemente, muchas veces las genuinas ansias de cambio terminan siendo castigadas por proyectos tan corruptos y autoritarios, o peores aún, que los anteriores.
/
¿Hubo alguna historia o escena real que motivara la escritura de Patria o muerte?
Sí, hubo una suerte de revelación. Fue así: yo ya estaba escribiendo varias de las historias que funcionan de manera coral en la novela cuando una mañana, en mi casa, en Caracas, descubrí una breve nota en un recuadro de un diario que apoya al gobierno. Era una nota que reseñaba el testimonio de un escolta que, en algún momento, había acompañado a Chávez en sus terapias. El hombre aseguraba que Chávez sufría, que sufría mucho, que el tratamiento le dolía. A mí me pareció la noticia más subversiva que había aparecido ese día en todos los medios del país. Frente a todo el empeño oficial por sacralizar a Chávez, de pronto aparecía un testigo que decía lo contrario, que aseguraba que Chávez padecía, que el mito tenía cuerpo. Eso fue una luz en la escritura de la novela.
/
¿La cultura puede aportar algo de veras útil para desarticular la intransigencia política?
No lo sé. Se supone que la cultura es, o al menos debería ser, el lugar de las preguntas, un espacio donde hay más dudas que himnos, más debates que órdenes. Pero en Venezuela no fue así. Ni siquiera en los inicios de todo este proceso, el sector de la cultura logró superar la pugna que envolvió al resto de la sociedad. Hubo algunos intentos, tanto en la cultura como en el periodismo, pero rápidamente la polarización los devoró. No creo que sea un asunto de oficios o de profesiones. Es algo que va más allá. Para ponerse al servicio de un proyecto autoritario, da lo mismo ser ingeniero, poeta, pediatra o cantante de ópera.
/
Eres narrador y guionista televisivo. En tiempos de extremismos que no ceden, ¿le confiarías la posibilidad de un cambio a la capacidad de reflexión de la literatura o al poder masivo de la televisión?
Me temo que la literatura no mueve la historia. Su efecto y sus consecuencias son más personales y, en ese ámbito, tal vez más definitivas. En un momento como éste, sin duda, creo que la televisión es mucho más importante. Se trata de un problema político, de acción política casi diaria, diría. Y no estoy pensando, por supuesto, en la ficción televisiva, sino en algo tan básico como el flujo de información. Chávez lo tenía muy claro. Una de sus prioridades siempre fue la consolidación de una nueva “hegemonía comunicacional”. Y lo logró. El oficialismo tiene un gran control, por diferentes vías, de las informaciones en el país. Todo gobierno que pretenda quedarse en el poder de manera permanente necesita opacidad. Maduro lo sabe. Para el chavismo, la opacidad es fundamental. En estos momentos, en la televisión venezolana, la oposición está casi totalmente invisibilizada. Se trata de otro tipo de violencia. Silenciosa pero letal. La posibilidad de un cambio en Venezuela, sin duda, tiene mucho que ver con esto.
/
Algunos autores del boom se empeñaron en narrar las experiencias dictatoriales latinoamericanas. Esos libros, como Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos, o El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, ¿le dicen algo al autoritarismo latinoamericano actual?
Las novelas no sirven como manuales y, si fuera el caso, hay que decir que los líderes que se enfrentan a proyectos autoritarios no suelen ser grandes lectores. A mí me parece que la tradición de la novela del dictador tuvo un referente muy claro en los tiranos militares del siglo XX. Y no sólo pienso en su representación del poder y en la ruralidad, sino también en la manera en que fueron construidas, sus dimensiones y sus apuestas narrativas. Los dictadores también fueron actos de lenguaje. Pero ahora estamos en otra realidad, en otro mundo. Lo digo por el proceso democratizador de las últimas décadas, y también por el lenguaje. Esas novelas ya no cuentan un presente tecnológicamente muy distinto. No iluminan la realidad dominada por la telepolítica, por ejemplo. En ese sentido, creo que Chávez reinventó el caudillismo latinoamericano. Construyó esta nueva imagen del comandante cursi, del líder mediático, autoritario y sentimental, capaz de burlarse de sí mismo, declararle la guerra a Colombia por TV y, después, cantar como un mariachi. Eso no tiene nada que ver con la tradición literaria de los dictadores.
/
¿Crees que la literatura latinoamericana contemporánea piensa el presente con la lucidez que parece exigir la época?
La literatura sólo responde a los desafíos del lenguaje. Esa es su lucidez. Las exigencias de la época son otra cosa. Los temas están ahí, nos tocan a todos, seamos o no seamos escritores. Cada quien intenta defenderse de la realidad como puede, como mejor le sale. A veces, ordenar un poco el presente ya es una épica. Y en esa faena, la literatura ofrece una compañía imbatible, extraordinaria. Yo conozco y entiendo mejor a México gracias a la literatura de Juan Villoro, Cristina Rivera Garza, Antonio Ortuño y Emiliano Monge, por citar algunos. Y espero que ninguno de ellos escriba pensando en lo que exige la época.
/
/
FOTO: Alberto Barrera Tyszka, uno de los escritores que ha mostrado mayor lucidez sobre el conflicto que vive Venezuela, habla de las raíces del fanatismo político y el reto de la literatura en la intención de arrojar claridad en el ejercicio crítico de cada individuo desde el lenguaje./EFE