Verónica Murguía: conjurar el nombre verdadero

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POR GABRIELA DAMIÁN MIRAVETE
Verónica Murguía hace magia. Esta afirmación no es un eufemismo si consideramos al lenguaje como Ursula K. Le Guin lo resignifica en Un mago de Terramar: cada cosa creada surgió de una palabra cantada en la lengua de la Creación, cada árbol, animal, soplo de viento, persona, posee un nombre verdadero que sólo quienes hacen magia, con infinita paciencia y humildad, tras años de aprendizaje, son capaces de conocer. Saber el nombre verdadero de las cosas implica, pues, responsabilizarse por lo que se pretende conjurar al pronunciarlas. Ésa es, quizá, una de las características más evidentes en la prosa de Verónica Murguía, una autora tremendamente erudita e imaginativa, cuya discreción y humildad (quizá a consecuencia de su poética) la mantiene, con frecuencia, al margen de las efímeras listas con que el star system literario premia a quienes se especializan en llenar la mesa de novedades de las librerías con historias tan instantáneas como la sopa que se vende en envases de unicel. Los libros de Verónica son, en contraste, el rico potaje preparado en un caldero al lento pero poderoso fuego de una fogata nómada, encendida con las antorcha de sucesivas trovadoras.

 

Su primera novela, Auliya, cuenta el viaje iniciático de su protagonista, descrita como “un cachorrito silencioso que no lloraba, un ratón del desierto”, pero cuyo cuerpo pequeño, deformado por la cojera, contiene la fuerza de la transformación vital y de la magia. Murguía, conocedora de la Edad Media árabe, construye el aprendizaje de Auliya con un lenguaje que hace eco de la familia literaria a la que se siente más vinculada: Ursula K. Le Guin, Jorge Luis Borges, Las mil y una noches y la poesía del desierto de Ta’abbata Sharran (que, por cierto, ha inspirado también su narrativa breve). Auliya es una novela misteriosa, a ratos críptica, en la que la potencia de la fantasía muestra las dificultades de relacionarnos con quienes amamos, del desconcierto ante el hallazgo del deseo y de las metamorfosis, reinvenciones de nosotras mismas que nos hacen sobrevivir. Es una historia sobre la capacidad de morir y renacer para cruzar el desierto y llegar al mar: a una misma.

 

El fuego verde, la segunda novela de Murguía, narra la manera en que Luned descubre su vocación de narradora, pero también de ser-en-la-naturaleza: la protagonista, habitante de una aldea en las lindes del mítico bosque de Brocelianda, conoce a Denme, un cuentero que va de pueblo en pueblo compartiendo historias tan asombrosas como la de Beowulf (otra de las historias más amadas por la autora) para luego fijarlas en hermosos libros que son todo un homenaje a los copistas e iluminadores del medievo. Aquí, de nuevo, el lenguaje tiene una importancia vital: “Los tres estaban de acuerdo en que tal vez esa fuera la magia de las palabras. Cuando el poeta escribía ‘cisne sangriento’ por buitre y ‘árbol de lobos’ por la horca, lo que acudía a sus cabezas era hermoso”. En la escritura de Fantasía, el estilo de quien la escribe es un elemento fundamental tanto como los sistemas sobrenaturales que pone en juego. Como en la obra de J.R.R. Tolkien, El fuego verde considera a la naturaleza la fuente de todo poder y maravilla. Luned siempre ha comprendido esto de forma empírica, pero para unirse a ella plenamente necesita conocer primero la ciudad (un espacio amurallado, pestilente, violento, a ratos miserable y a ratos deslumbrante, tal y como se percibe en las lecturas de historiadores como Georges Duby, Geoffrey de Sainte Croix o Jacques Le Goff, que han fascinado a Murguía desde muy joven, y que dotan a su narrativa de un rigor histórico natural y deleitoso). Es en esta novela donde se prefigura el contundente anhelo de la autora por entregarse al mundo natural que después encontrará un éxtasis místico en Loba. Cuando Luned cruza el círculo de los hongos y entra al mundo de las Hadas, ingresa al espacio del autoconocimiento, del ensayo y el error, pero también de la revelación sobre ese orden que la supera: “Algo le dijo que este era el único amor en el bosque de los duendes y las hadas: el amor viejo y fraternal entre las criaturas de la creación por las criaturas de la creación, antes de que apareciera la muerte. Dos mil años había vivido la encina que le sostenía la mano; dos mil años sin conocer el temor y sintiendo, como con ojos cerrados, a los animales que vivían en su copa; dos mil años creciendo gracias a la luz verdosa de este sol minúsculo y bebiendo el agua favorable de esta tierra. La muchacha lo supo porque esa fue la voluntad de la encina. Luned se inclinó y la rama le siguió sosteniendo la mano amorosamente”. Soledad, la hosca princesa de Moriana, reino ficticio en el que se desarrolla Loba, es una protagonista que, como Luned y Auliya, está hecha a partir de características singulares, pero no a la manera de los cuentos de hadas del folklor europeo, como encarnaciones de la virtud o la belleza; ni en la forma contemporánea de los personajes femeninos fuertes, ese tropo que pone a actrices bellas dentro de armaduras masculinas (o trajes de cuero y látex) blandiendo el arma codiciada en turno. Las heroínas de Murguía poseen una fortaleza que ellas mismas deben descubrir después de un arduo trayecto que no es precisamente el mismo propuesto por Joseph Campbell: tienen que enfrentarse, primero, a las ideas externas sobre la feminidad que pretenden regir sus vidas, y luego, a ser congruentes con la propia noción de fuerza (sí, femenina) que construyen para sí. Así, Soledad se empeña en dominar el arte de la cetrería y el manejo de la espada cuando conoce, gracias a Cuervo, el mago aprendiz, la turbadora experiencia del deseo y el amor. Pero la aparente dicotomía que culturalmente se impone a estas narrativas (o el amor o la guerra, como cualquier héroe de película) no es tal: el camino de Soledad es el de la paz que acaba con la guerra y el de la vida retirada, una espiritualidad vinculada a la magia intrínseca de la naturaleza. Verónica Murguía reconfigura la noción cristiana de pureza ligada al ideal misógino de la virginidad y le devuelve su no-carnalidad en un sentido más amplio: Soledad ha elegido renunciar al amor como una forma de sublimar su humanidad para recibir el misterio que se extiende por el mundo de las montañas y los animales. Soledad puede elegir si se entrega a la (también maravillosa, aquí no hay juicio) vida del cuerpo o a la del retiro, como la Marcela de Don Quijote: “Yo nací libre y para poder vivir libre escogí la soledad de estos campos… Fuego soy apartado y espada puesta lejos”. Es el triunfo de la autonomía sobre la esclavitud, representada en la escena en la que un comerciante subasta a una niña presumiendo al pueblo que pronto sus senos serán “las delicias de su amo”. El unicornio, saludado con infinita alegría por la pequeña que antes lloraba, sube a la tarima para asesinar de forma implacable al hombre con su cuerno de nácar. Esta y muchas otras escenas hacen patente que Verónica Murguía escribe una literatura cuyas formas y escenarios recurrentes no son reconociblemente latinoamericanos, pero que aborda con la preocupación y los deseos propios de una autora que escribe desde su contexto: en sus novelas está presente, en clave imaginativa, la violencia de la llamada guerra contra el narcotráfico, la trata de niñas y mujeres, el calvario de los migrantes y los feminicidios en México y Latinoamérica.

 

Loba ganó en el 2013 el Premio Hispanoamericano de Literatura Juvenil Gran Angular y ha construido, junto con sus otros libros, una comunidad lectora que reconoce en Murguía a una autora decisiva en sus vidas. El ángel de Nicolás, libro de cuentos en el que se perciben su cercanía al mito y la leyenda con una sobriedad y belleza que emulan a Schwob y Yourcenar, se considera uno de los mejores ejercicios de la narrativa breve mexicana; y tanto Auliya como El fuego verde, además de sus otros libros destinados a niñas y niños más jóvenes, han recibido numerosos reconocimientos. Todo en la obra de Murguía gira alrededor de esa oposición de fuerzas oscuras y luminosas que no sólo operan en la ficción fantástica, sino en la vida cotidiana: “Lo que está de mi lado es, caprichosamente, el mundo animal, los libros, el agua, la música y ciertas personas. Del otro, el capitalismo, los fascistas de derecha e izquierda, los traficantes de personas y animales salvajes, los villanos de costumbre. Es una forma agotadora de percibir las cosas, pero no he logrado incorporarle más sensatez”, confesó en una entrevista con Guioteca. Resulta paradójico que, en un momento histórico como el nuestro, en el que es necesario replantearnos nuestro acercamiento a estas cuestiones, sean colocadas (la mayoría de las veces de forma condescendiente, peyorativa) bajo la etiqueta de lo “infantil” y lo “juvenil”; mientras que las preocupaciones consideradas “adultas” (el sexo, el dinero, el ensimismamiento) luzcan más bien pueriles en esta era de extinción masiva y neofascismos. Este prejuicio ha limitado la participación de Murguía (y de muchas otras autoras que escriben para niñas, niños y jóvenes) en la discusión pública reservada a los autores de lo adulto, lo cual no es sino una pérdida significativa de una valiosa perspectiva. Paula Rivera Donoso, autora chilena estudiosa de la obra de Verónica Murguía, menciona en su ensayo La fobia a la Fantasía que “la sociedad siente un miedo paradójicamente irracional hacia la bondad y la esperanza, dos aspectos esenciales de la Fantasía. Es mucho más sencillo asumir que todo está irremediablemente perdido en este mundo y que, al final, ninguno de nosotros vale demasiado. Que nunca podremos hacer algo real para eliminar grandes horrores como el abuso sexual o la destrucción de la naturaleza, o que nuestra existencia no tiene ningún sentido y ninguna responsabilidad”.

 

La literatura de Verónica Murguía es, precisamente, una forma de la magia que no teme a la responsabilidad intrínseca del lenguaje: la literatura de Fantasía en su expresión más noble y dichosa. No es que las historias sean, por sí mismas, una varita mágica capaz de resolver los problemas que, ciertamente, debemos enfrentar desde el ámbito político, sino que, como bien apuntó Chesterton “superan la realidad no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos”. Verónica Murguía urdió al dragón Tengri para recordarnos a través de la imaginación y la belleza que el fuego puede destruirnos, pero también puede transformarnos, como al ave fénix. Para ofrecernos uno de los obsequios que más agradecemos los lectores: la posibilidad de la esperanza.

 

FOTO: Verónica Murguía en la biblioteca de su casa en la Ciudad de México./ Archivo EL UNIVERSAL

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