Viajantes en Yucatán
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La obra de los fotógrafos Guerra nutrió las páginas de célebres libros de viajeros, a principios del siglo XX, que se aventuraron en las ruinas mayas en busca de conocimiento y exotismo
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POR JOSÉ ANTONIO RODRÍGUEZ
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De Europa o los Estados Unidos llegaban. Porque Sudamérica los llamaba. Arqueólogos, antropólogos, etnógrafos, hombres de ciencias muchos de ellos, responsables de los repositorios de museos etnográficos (digamos, el entonces Museo del Hombre una institución plenamente colonialista), fotógrafos, otros simples aventureros o marineros de fortuna. Todos querían viajar para allá. Pero, ¿dónde estaba el allá? Pues bien, ese lugar se encontraba entre una colonia inglesa conocida como Columbia Británica, Guatemala y México. Una península que estaba incrustada en medio del caribe. Más hacia el Oriente el navegante se encontraba con la isla de Cuba y más para acá Jamaica. El mar verdeazulado envolviendo a una inmensidad de islas por aquí y más adelante.
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Yucatán y las regiones aledañas se habían convertido en una zona demasiado atrayente, para Europa y el mundo, desde que John Lloyd Stephen y Frederick Catherwood realizaron su viaje por esas tierras y las plasmaron en su célebre libro Incident of travel in Yucatán (1843). William Bullock y su retoño, ya desde la década de los años veinte de ese movido siglo, habían despertado un interés en la exquisita Londres con su libro de viajes ilustrado (aunque sin tocar Yucatán ni mostrarlo, apenas y se asomó por Campeche) a la par de una muestra de lo que fue una exposición desconcertante (con mucho de fantasioso) de arte prehispánico en el Egyptian Hall Picadilly en medio de las bulliciosas calles de Londres.1 No es raro que para entonces las obras en exhibición de Bullock y su hijo se describieran como “pieza sumamente rara de escultura” o “extraño manuscrito, o mapa en piel”. Apenas comenzaba el gran siglo de las exploraciones a lo largo de México. Y de los estudios de conocimiento documental que decenas de viajeros ofrecieron. Después de Humboldt —lectura obligada si se quería viajar por acá— anduviera por sierras y valles, y de que la Corona española bajara la guardia sobre sus territorios —entrada libre, sin documentos de permiso—, lo que permitiría la llegada de cientos de viajeros (especialmente ingleses) por tierras mexicanas. Esta historia, la de los viajeros, es un gran pasaje de conocimiento y zozobra. De tinieblas por la cuales transitar e iluminar al paso. “Es la historia de hombres, inspirados por la llama de la curiosidad creadora y del entusiasmo, que subieron a las rocosas cimas de las cordilleras; que se abrieron paso luchando a través de las silenciosas regiones de las selvas vírgenes sudamericanas, jadeando bajo los rayos del sol ecuatorial; que cruzaron los incoloros y anémicos llanos para hacer recular las fronteras de lo desconocido… Son, en suma, los más grandes de los naturalistas-exploradores que representan también la Zeitgeist de su época”, nos dice Von Hagen en Sudamérica los llamaba refiriéndose a Humboldt, Darwin y los que le siguieron bien pronto como el conde Frederick Waldeck.2 En efecto, varones notables, la mayoría de ellos, aunque con diversos intereses científicos y motivaciones políticas-económicas. Vaya que si no. Fue éste un enfrentamiento con otras realidades, pero realidades al fin de cuentas. La riqueza yucatanense fue en ello el gran motor de atracción que se filtraría hasta el otro lado del mundo. Ese universo desconocido en donde cada quien se sintió a su manera descubridor de una cultura milenaria.
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La propia sociedad yucateca sabía, sospechaba de la riqueza sobre su pasado. Lo que tenía ahí, a la vuelta de la esquina. El Museo Yucateco, en 1841, lo ponía de manifiesto en una preocupación pública que dio a conocer en sus páginas:
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Hasta ahora no se ha pensado entre nosotros en cuidar, recoger y conservar los preciosos monumentos, que descubren la grandeza de los antiguos pobladores de Yucatán. Con muy poco trabajo y a muy poca costa, podíamos fundar un museo con el laudable fin de evitar la pérdida absoluta de unos objetos que son para nuestro país otros tantos timbres de gloriosa recordación… se promueven cuestiones arqueológicas, a las que ha dado mucho impulso todo lo que se ha escrito por Dupuix, Baradere, Aglio, Kingsborough, Waldek. A pesar de lo que han dicho estos escritores, faltan todavía vastísimas indagaciones que hacer sobre los jeroglíficos, estatuas, ídolos, pirámides, templos, palacios, que por todas partes se prestan a la vista, y en que hemos parado muy poco la atención. Debemos pues dedicarnos a la conservación de cuanto pertenezca a esta materia.3
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Por ahí es que se gestaron las necesidades viajeras: en el hallazgo y divulgación de nuevos mundos en un siglo que requería saber más, y ver más. Y es ahí en donde se entrelaza el viaje, con los libros impresos —testimonio clave en la divulgación de los territorios— y la fotografía, para todo aquel, precisamente, que no podía viajar pero cuyas andanzas eran asumidas por los trotamundos que inicialmente traían como herramienta esencial la pluma y el cuaderno de apuntes y, después, ese artefacto constructor de imágenes como fue la cámara fotográfica.
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Viajar conllevaba muchas cosas, distintos impulsos. Incluso la creación (más exactamente la construcción) de nuevas realidades a conveniencia. Desde los estudios poscoloniales hoy se asume que la cámara era el receptáculo de las obsesiones del hacedor de las imágenes que de ella emanaban, esto es: lo ideológico, la cultura de un imaginario (hacia el Otro , ese ser “extraño” de lejanas tierras) o el registro etnológico (que en sí mismo era una forma de sometimiento).
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Toda la primera generación de antropólogos —nos dice el investigador Favrod— interpretaron a distancia los materiales reunidos por los viajeros, misioneros, negociantes, oficiales coloniales, en contacto directo con los pueblos exóticos. En los primeros tiempos el antropólogo [y, aquí agregaríamos, el arqueólogo] es esencialmente un compilador, un hombre de gabinete, que comparan entre ellos las informaciones que están disponibles… Precisamente, la fotografía le aporta el documento de primera mano,en bruto, de tal manera que es tentado a decir que en vivo, en tanto está impregnado de la vida que le anima.4
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Se “conocía” a la distancia. Esto es, la fotografía artefacto ideológico permitió una percepción, que se quería conocimiento, de las tierras de ultramar. ¿Conocimiento?, acaso, pero con un filtro cultural que determinó el contenido de las imágenes. En ello estuvo implicado la fascinación por Yucatán: su arquitectura, sus selvas, su sociedad indígena. Imágenes testimoniales, poderosas, de una región que ni soñaban los europeos. Hecho clave, entonces, es que este mundo cultural fuera divulgado mediante libros en Europa o los Estados Unidos. En ese sentido “no debe de ninguna manera desdeñarse el papel significativo que tuvo el libro ilustradoen la configuración y difusión de la nueva y verdadera imagen de América”.5
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Esto no le tocó a un pionero como el barón Emanuel von Friedrichstal —Primer Secretario de la Legión Austriaca en México—, quien introdujo el daguerrotipo a la península (con el primer estudio fotográfico en el país, nada menos) o a Ricardo Carr en 1847. Nos referimos aquí a la posibilidad de que —hasta donde se sabe— hubieran publicado sus imágenes en su tiempo. Stephens y Catherwood sí pudieron hacerlo —incluso el segundo las exhibió— mediante el grabado, técnica frecuente para trasladar la fotografía a las páginas librescas. No toda su obra pero sí se pueden detectar algunas atribuibles a las imágenes daguerrotípicas.6
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Después vendrán otros viajeros que inicialmente se valieron de las fotografías para mostrar la cultura maya. Y esto lo hicieron gracias a otros experimentadores de la imagen fotográfica o simplemente comprándoles a los fotógrafos locales algunas obras de su producción, he ahí a Désiré Charnay y José Huertas. Imágenes las de ellos que eran tergiversadas, digamos, al Uxmal de Charnay se le agregaba una bestia salvaje cuando en la imagen original no aparecía; o, en las de Huertas, teatralizadas molenderas de maíz en estudio o un sirviente en el campo en unas altas colinas de espesura selvática inexistentes en la geografía yucatanense. Esto en las páginas del libro de Frederic A. Ober, Travels in Mexico, desde el grabado retomando a la fotografía.7 Imágenes —del otro gran colega de Guerra, José Huertas— sin correspondencia a un entorno real como cualquier interesado pudiera constatar. Era parte de lo mismo.
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[…] desde principios del siglo xvi comenzó a construirse —y no casualmente— una visión de América que iba más allá de América misma. La literatura, la poesía a veces épica, la mitología de monstruos o caníbales, construyeron otra América, mezcla de irrealidad y realidad, de ciencia y anticiencia… la imposibilidad de comprender naturalezas extraeuropeas llevó por lo general a desdibujar… Es decir, lo que se pintaba o escribía no concordaba muchas veces con lo que existía en América. Y probablemente eran muy pocos los que se preocupaban por esa falta de coincidencia.8
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Ello no fue un dilema menor. Todo territorio de ultramar fue susceptible de ser “modificable” a deseo del hacedor de imágenes. De ello Yucatán no se libró. Hasta bien entrado el siglo xx eso fue común en los contenidos que se divulgaron. Sólo échesele un ojo al libro de Ann Axtell Morris Digging in Yucatan. Una forma natural de ver al territorio yucateco. Muchas de las imágenes parecían poseer ese halo de lejanía para su descubrimiento, de extrañeza. No era casual que varias de éstas hayan sido generadas por la Carnegie Institution (“ciencia y anticiencia…”), en donde aparece un joven guerrero con lanza, o envuelto en pieles y con hacha en los escalones de unas ruina irreales; o semidesnudo con pieles de jaguar (“Descendant of an Ancient Maya Prince”); o la caza de otro jaguar; o una gigantesca iguana nunca vista. Ver es creer, diría Errol Morris.9
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II
Esto último se dio en la obra de Pedro Guerra y su hijo. Con gran éxito de venta, los Guerra nutrieron las páginas de los libros de algunos viajeros. Aunque cada uno de éstos le daba el sentido de su propio interés. El frontispicio de The American Egypt de los ingleses Channing Arnold y Frederick Tabor muestra a un hombre con el torso y las piernas desnudas (como un “A Mayan Indian”).10 Este mismo hombre se publicará en el libro View on and of Yucatan de Henry A. Case (ahora como “A Tipical Maya Insurgent”), un libro con imágenes de Guerra, por lo que podría decirse que Pedro Guerra y su hijo fueron los coautores. Los dueños de este estudio, entraron así en la circulación de las imágenes en el ámbito internacional debido a ese interés por lo arqueológico y etnográfico (he ahí otro libro de Thomas A. Joyce, Mexican Arqueology, Londres, 1920).
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Views es un compendio del estado económico de la península aunque, inevitablemente, también sobre lo arqueológico. Aunque aquí lo esencial es la autoría de los Guerra y la cercanía con el autor en la elaboración del libro quien les da un generoso crédito. Y cómo no, si se da aquí una crónica visual sobre Mérida y la arquitectura maya. La ciudad cuenta con escuelas de jurisprudencia, normales, varias librería privadas, orfanatos, asilos, un metereológio, un museo y, en realidad, avenidas limpias y ordenadas. Otra realidad se ocultaba en el campo yucateco, claro, aquella que se encontraba en las haciendas henequeneras y que evidenció John Kenneth Turner en Barbarous Mexico apenas a principios de 1911. La vida de los yaquis trasladados desde San Blas y esclavizados junto con los trabajadores mayas. Pero eso para muchos no existía sino una, más bien, armónica sociedad yucateca.
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Además Case aborda Campeche y Quintana Roo. Varias de las imágenes de Yucatán aparecerán en otros álbumes y libros. Case no es un arqueólogo profesional, pero hace el esfuerzo por mostrar una sociedad que mira a su pasado histórico y que vive un presente de progreso. En View on and of Yucatan puede verse cómo los Guerra dotaron de imágenes a viajeros q ue cruzaron por el estado, en tanto sus obras aparecen aquí y allá cuando se tratade mostrar la riqueza arqueológica del estado.11
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Digamos, también es el caso de dos libros más. El lujoso The ruins of Mexico del inglés George Rickards. Un libro que hace referencia a todos los viajeros que le precedieron a Rickards: Charnay, Muhlenpfordt, los Le Plongeon, Maudslay y tantos otros que le continuaron al inglés. Éste le da expresas gracias a Guerra (suponemos que al padre) e indica que: “Todas las fotografías en esta obra fueron tomadas en los años 1909 y 1910 por el autor excepto algunas cuantas de las ruinas de Yucatán que fueron ofrecidas por el señor Guerra de Mérida, Yucatán”.12 Y ofrecía su lectura sobre esa cultura: “Los mayas eran adoradores del sol, pero ninguna tradición de su historia antigua o glorias pasadas se han transmitido a los actuales habitantes de Yucatán”. No hay un específico crédito a las autorías de Guerra, pero varias imágenes son atribuibles a él por aparecer con su autoría en otras publicaciones.
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Libro de factura sorprendente para su época: imágenes adheridas a las páginas a la manera de los álbumes, elegante tipografía y breves explicaciones históricas para los lectores. La monumentalidad, la desolación, el cuidadoso detalle de lo arquitectónico. El uso de imágenes como aparato ideológico (la extrañeza, lo lejano, lo ajeno) fue en Yucatán un síntoma irremediable. Para el caso del estudio Guerra su obras adquirieron diversos sentidos según fuera el interés de aquellos viajantes que le compraron imágenes. La geógrafa Marie Robinson Wright —en universo de paz, orden y progreso prefirió irse por otro lado. En dos de sus monumentales libros eligió, para su publicación, imágenes en donde se exhibía el moderno desarrollo de Mérida y el estado. Y, por su puesto, agradeciéndole tantos favores al señor gobernador de la península (con un retrato salido del estudio Guerra). Imágenes que exhiben el moderno desarrollo de la capital del estado: sus espacios arquitectónicos, la tranquilidad y lo apacible de la ciudad. No era casual, acaso sus dos libros fueron financiados por el mismísimo presidente. Catorce años transcurren entre uno y otro libro y las ruinas y su gente no dejan de aparecer como ese atractivo singular de quienes poblaban estas tierras (por ahí una “Type of Yucatacos” con la tradicional vestimenta). Era lo que iban a ver los lectores angloentendidos de los Estados Unidos y en Inglaterra.13
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El italiano Adolfo Dollero, viajante en México, en 1907, de plano pobló su libro de varios tipos yucatecos (y también de yaquis, de indígenas de Papantla, de Zinacantán…), de ruinas, de haciendas henequeneras y sembradíos de henequén con puras imágenes del estudio Guerra. Su libro —también de fuerte sentido positivista— busca “formar una idea general, pero bastante exacta de la República”. Claro, a partir de la puesta en escena en el estudio, de la selección editorial, de qué se incluye y qué se suprime. Un libro para promover la industria y el comercio con Europa. Viajan con él Armando Bornetti, ingeniero, y Arturo Vaucresson, químico. Y Dollero describe a aquellos habitantes con quien se han encontrado:
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Todos son muy morenos. La mujeres morenas también, con cabelleras muy bonitas y abundantes, visten también de blanco; su vestido se compone de dos piezas que caen sin dobleces sobre los cuerpos no siempre perfectos y adornadas de mil bordados vistosos… pudimos contemplar, examinar, admirar esa hermosa muchedumbre multicolor, en la cual se mezclaban también muchos asiáticos de la península de Corea y muchos indios mayas que se perdían humildemente en medio de esa elegancia blanqueante, casi deseando de no ser ni vistos ni observados. Algunos usaban una tela de rayas coloreadas y blancas sobre los hombros y anudada sobre el pecho. Eran los parias de aquella sociedad popular, a pesar de ser también ellos los descendientes de la gran raza que ha dejado recuerdos como Uxmal y Chichén Itzá.14
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Cuerpos no siempre perfectos, parias, la otredad europea mirando, describiendo un día en el mercado de Mérida.
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Muchos años después, un artista conceptual, Robert Smithson (en 1967), pone en crisis la manera de ver de cientos de viajeros. Y reflexiona sobre los reportes artísticos, de la ilusión, de la realidad y de la ficción que genera la propia fotografía que nunca es fiel.
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Escribe: “Le Yucatan est ailleurs” [Yucatán está en otra parte]. Tenía razón, cada quien podía crear su Yucatán según sus intereses. Sobre todo en libros y viajes de exploración, de comercio, de inversión. De extrañeza.
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Notas:
1 Six months residence and travels in Mexico, 2ª ed., 2t., John Murray, Londres, 1825. La exposición, y un listado catalográfico, se encuentran documentados en Primera exposición de arte prehispánico, Begoña Arteta (pról., trad. y notas), uam-Unidad Azcapotzalco, México, 1991.
2 Victor Wolfgang von Hagen, Sudamérica los llamaba (trad. Teodoro Ortiz), Editorial Nuevo Mundo, México, 1946.
3 El Museo Yucateco, t. I, Mérida, 1841.
4 Charles-Henri Favrod (intr.), Étrangers. Photographie et exotisme, 1885/ 1910, Centre National de la Photographie-Ministère de la Culture et de la Communication, París, 1989, s.p.
5 Testimonios de viaje, 1823-1873, Smurfit Cartón y papel de México, S. A., México, 1989. El subrayado es nuestro.
6 José Antonio Rodríguez, “Los inicios de la fotografía en Yucatán, 1841-1847”, en Fotozoom, México, octubre de 1990.
7 Frederick A. Ober, Travels in Mexico and life among the Mexicans, Estes and Lauriat, Boston, 1887.
8 Daniel Schávelzon, La polémica del arte nacional en México, 1850-1910, fce, México, 1988.
9 Véanse Ann Axtell Morris, Digging in Yucatan, Nueva York, Doubleday, Doran & Company, Inc., 1931; y Errol Morris, Believing is Seeing, Penguin Books, Nueva York, 2014.
10 Channing Arnold y Frederick J, Tabor Frost, The American Egypt. A Record of Travel in Yucatán, Page & Company, Nueva York, 1909.
11 Henry A. Case, View on and of Yucatan besides notes upon parts of the State of Campeche and the Territory of Quintana Roo. Collected during a long residence in the Peninsula, Saint Joseph´s College, Mérida de Yucatán, 1911.
12 Constantine George Rickards, The ruins of Mexico, H. E. Shrimpton, Londres, 1910.
13 Merie Robinson Wrigth, Picturesque Mexico, J.B. Lippncott Company, Filadelfia, 1897 y Mexico. A history of its progress and development in one hundred years, George Barrie & Sons, Filadelfia y Londres, 1911.
14 Adolfo Dollero, México al día (impresiones y notas de viaje), Librería de la Vda. de C. Bouret, París-México, México, 1911.
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FOTO: Templos de la Iglesia y el Anexo de las Monjas, Chichén Itzá, FPG, Col. FPG-UADY, ca. 1908.
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