Homo viator
Viajar es, más que un pasatiempo, una de las vocaciones más antiguas y un estímulo para la creación, afirma el escritor y periodista jalisciense Juan José Doñán, quien, fiel a su espíritu inconformista, ha descubierto las posibilidades del viajero alternativo a bordo de su bicicleta
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POR JUAN JOSÉ DOÑÁN
Para Tomás de Híjar, ciclista de tiempo repleto
Viajar es salir de casa, aunque sólo sea con la imaginación. El mejor ejemplo en este sentido se debe a Xavier de Maistre, quien en 1794 y luego de ser condenado a prisión domiciliaria durante seis semanas en Turín, redactó durante su cautiverio doméstico el que tal vez sea el libro de viajes más original escrito en cualquier idioma: Voyage autour de ma chambre. Cada mueble y cada objeto de su habitación fueron convertidos por el insigne hijo de Saboya en un medio excepcional para emprender no sólo una sorprendente travesía hacia distintos lugares, sino también para traer a cuento sucesos del pasado, así como a personas con las que el autor había tenido trato, e incluso para aventurarse a otear el porvenir.
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A partir del singular periplo emprendido por monsieur De Maistre bien se podría asegurar que no viaja quien no quiere o, lo que sería lo mismo, que sólo se queda atada a la rutina cotidiana aquella persona que carece de imaginación. Por lo demás y como escribe Jacques Atalli en L’homme nomade, viajar es por principios de cuentas una de las vocaciones más antiguas –inmemoriales podría decirse– de la especie humana, una vocación que desde hace cientos de miles de años convirtió al naciente homo sapiens en un nómada universal, cuyos constantes desplazamientos eran “marchas al azar para seguir la pista de las presas o para huir de los enemigos”.
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Infortunadamente esa antiquísima vocación nómada o viajera, que vendría desde la prehistoria más remota, se ha ido abollando no sólo con el sedentarismo de la vida moderna, sino también con el turismo convencional, el cual, a quererlo o no, paradójicamente ha empobrecido al acto de viajar, supliendo con el confort y con lo previsible los que serían los valores consustanciales a la condición del auténtico viajero: la sorpresa, el espíritu de aventura, la avivada curiosidad, el encuentro con lo desconocido o al menos con aquello que no le es familiar.
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A partir de los primeros grupos humanos que comenzaron a practicar el sedentarismo, se dio otro tipo de viajes más allá de los relacionados con la subsistencia, el comercio, la guerra y la expansión del territorio. Entre esa nueva clase de periplos más o menos recurrentes estuvieron los viajes iniciáticos y las peregrinaciones a sitios religiosos de gran relevancia para determinado grupo social o cultural. En la Grecia antigua destacaba la visita a Delfos para consultar el que era considerado el Oráculo. A partir de la Edad Media se comenzaron a hacer frecuentes las peregrinaciones a Roma, a Tierra Santa (en Jerusalén) y, desde luego, la larga travesía a la catedral de Compostela, en Galicia (el famoso Camino de Santiago), que tan importantes han sido y siguen siendo para la cristiandad, aunque también para el agnóstico turismo contemporáneo. Los musulmanes han tenido igualmente sus lugares sagrados de visitación, entre los que destacan Medina y la Meca. En el caso de nuestro país esas peregrinaciones masivas se han repartido desde la época virreinal entre la villa de Guadalupe; el templo del Señor de Chalma, en el Estado de México, y una diversidad de santuarios marianos como los de San Juan de los Lagos, Talpa y Zapopan en territorio jalisciense. En todos esos casos había y sigue habiendo un componente espiritual, que se relaciona con deberes mayores, de los cuales forman parte el espíritu de sacrificio, la penitencia o la purificación por medio de diversas privaciones.
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No muy alejado de todo lo anterior estaría el concepto que desde la antigüedad muchos pensadores han tenido del viaje como parte consustancial de la naturaleza humana. Ése es el caso de uno de los ciclos de lieder más importantes en la historia de la música: Winterreise, de Franz Schubert, a partir de una serie de poemas de Wilhem Müller, ciclo en el que subyace la idea de que ese “viaje de invierno” es en realidad el del tramo postrero de la vida, algo que era una convicción para el escritor y diplomático mexicano Antonio Gómez Robledo, que se consideraba por igual hijo del mundo clásico pagano y del cristianismo más añejo, y para quien la vida misma era un viaje o, mejor aún, el viaje de viajes y cada persona un homo viator, cuya condición primigenia es la de estar siempre de paso.
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Años de peregrinaje
Desde el momento en que en el mundo moderno todo está excesivamente planificado, presupuestado, medido, abreviado, simplificado, homogeneizado y hasta descafeinado a la hora de viajar, ese tipo de turismo limita y aun adultera el componente de revelación que se encuentra latente en la esencia misma del viaje. Otra limitación del turismo convencional es que está relacionado con la prisa y con el carácter colectivo de los periplos que ofrece el mercado de viajes, donde todo se vuelve demasiado impersonal y donde la tónica depende del “paquete” que se haya adquirido y no de lo que verdaderamente importaría: el gusto, los intereses y las necesidades de cada persona, la cual queda atada a los dictados del guía turístico que, aparte de tratar como menores de edad a quienes presuntamente orienta, casi todo se le va en repetir a destajo clichés y lugares comunes, en lugar de ofrecer información útil y pertinente, de despejar dudas, de estimular la curiosidad y sobre todo de despertar la imaginación de las personas a las que pretende guiar.
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No está de más decir que esa curiosidad y esa imaginación son parte de los atributos que siempre han acompañado al auténtico viajero, el cual no se conforma con lo predeterminado por otros ni está dispuesto a renunciar a la posibilidad del descubrimiento y aun de la revelación a cambio del facilismo, la comodidad y la búsqueda de lo predigerido. Ese mismo espíritu inconformista es lo que vendría a diferenciar a lo que ahora se llama “viajero alternativo” del turista convencional, y era lo que caracterizaba también al viajero de otros tiempos, tan distinto del grueso de los turistas de la actualidad.
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Durante los siglos XVIII y XIX, escritores con un espíritu mundano como Voltaire, Goethe y George Sand, entre muchos otros, dejaron testimonios ejemplares de sus andanzas por distintas partes de Europa, y no es casual que el seudónimo literario de uno de esos autores trashumantes (Henri Beyle) acabara por convertirse en el nombre de un achaque común del auténtico viajero: el síndrome o el mal de Stendhal y el cual no es otra cosa que el estrés de quien no sólo se fatiga al tratar de ver una cantidad excesiva de obras de arte, sino que ese peculiar cansancio acaba transformándose en un verdadero quebranto para la salud.
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Que se sepa, ninguno de los escritores referidos contrató los servicios de algo parecido a un guía turístico. Tampoco compositores viajeros como Franz Joseph Haydn, Félix Mendelssohn, Franz Liszt o Piotr Illich Tchaikovsky requirieron de alguien que dirigiera sus pasos en los distintos países que visitaron. De haber sido así tal vez Haydn no hubiera tenido el deslumbramiento que le provocó la capital británica y lo llevó a componer su última sinfonía, la número 104, denominada Londres, ni Mendelssohn habría hecho lo propio con su Tercera y con su Cuarta sinfonías, subtituladas Escocesa e Italiana, respectivamente, ni Tchaikovsky le hubiese dado forma a su popular Capricho italiano, y quizá tampoco Liszt hubiera compuesto la más original de sus obras maestras: los tres libros para piano intitulados Années de pélerinage, y en los cuales trata de evocar todo aquello que más lo impresionó del dilatado viaje que hizo a sus veintipocos años de edad por Suiza e Italia, en compañía de su musa de ese momento: la condesa Marie d’Agoult, la cual abandonó su hogar y a su marido en París para seguir al compositor.
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Vale decir que entre las cosas que despertaron la imaginación del joven Franz Liszt y desencadenaron sus energías creativas estuvieron lo mismo escenas campestres que el sonido de las campanas de Ginebra, la capilla de Guillermo Tell en la misma ciudad, un cuadro de Rafael (Sposalizio), varios de los sonetos de Petrarca y la obra de Dante Alighieri, una escultura y un poema de Miguel Ángel (Il Penseroso) y, entre muchos otros motivos artísticos, literarios y también de la naturaleza, los cipreses y los juegos de agua de la Villa d’Este en Roma. Con sus Años de peregrinaje el más grande compositor húngaro de la historia demostró ser un auténtico viajero, lo que también hizo la condesa Marie d’Agoult como se puede comprobar en sus cartas de la época y en su libro de memorias publicado póstumamente (Mes souvenirs), en los cuales da cuenta tanto de su vida sentimental como de las incidencias de su viaje con Liszt.
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De la Toscana al Llano Grande
Hoy en día las posibilidades de ser un viajero alternativo son tan amplias, múltiples y variadas como lo permita la imaginación del viajante. En este sentido las generaciones jóvenes de los últimos tiempos han venido a poner la muestra de ello con travesías poco costosas (“mochileras”), en las que no sólo se buscan vuelos baratos y conexiones terrestres igualmente económicas, sino que con mucha frecuencia esos recorridos incluyen hospedaje no convencional (en casa de amigos o de amigos de amigos y aun en trenes y autobuses, tomados como dormitorios en traslados largos), así como alimentación en los mismos lugares públicos en que suele hacerlo la mayoría de los nativos y residentes, lo que permite a esta clase de viajeros conocer también la verdadera cocina popular de los lugares visitados.
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Una opción viajera que ha prosperado en los años recientes y que cada día suma un mayor número de adeptos son los periplos en bicicleta. En Europa esta clase de recorridos cuentan ya con rutas establecidas a través de distintos países (tal es el caso de las famosas las “vías verdes” en el territorio francés) y aun a lo largo de todo el continente. Ejemplo de ello es la EuroVélo 6, que va desde Nantes, en la costa francesa, hasta el delta del Danubio y su desembocadura en el mar Negro, en territorio rumano, a través de diez países y a lo largo de más de 3,500 kilómetros.
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Pero aparte de esas solicitadas voies vertes, el ciclista que viaja por Europa se puede aventurar por rutas no establecidas, pero más cercanas a sus intereses, con la confianza de que no sólo la mayoría de las carreteras nacionales y aun muchas de las vecinales cuentan con un buen acotamiento, sino de que existe entre los automovilistas un respeto e incluso un aprecio por los ciclistas.
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Esto lo pudimos comprobar, a fines de la primavera y principios del verano de 2013, tres ciclistas jaliscienses que hicimos un recorrido de Roma a Santiago de Compostela, experiencia que dos de los referidos pudimos repetir en 2016, durante la misma época del año, de Sevilla a Santiago, a través de buena parte de la geografía portuguesa. En ambas ocasiones el trato recibido por parte de los automovilistas fue ejemplar y el de la policía de caminos no se quedó a la zaga. El mejor ejemplo de lo primero lo tuvimos en la costa italiana, entre Mar de Carrara y el antiquísimo puerto de La Spezia, el 3 de junio de 2013, cuando subiendo por una carretera angosta, sin acotamiento y de un solo carril por sentido, el conductor de un tráiler que no podía rebasarnos por lo sinuoso del camino que le impedía ver si venía o no algún vehículo en sentido contrario, lejos de impacientarse y de pitarnos, disminuyó la velocidad de su pesada unidad y nos indicó que continuáramos, lo cual hicimos hasta trasponer un acantilado, luego de lo cual pudimos sacar nuestras bicicletas a la orilla de la carretera a fin de que pudiera pasar con su tráiler que cargaba un enorme bloque de mármol, no sin antes agradecerle también a señas tan inusual gentileza, inusual por lo menos en nuestro país.
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Otro trato ejemplar lo recibimos de la “Guardia Civil caminera” (García Lorca dixit), el 9 de junio de 2016, en la famosa sierra Morena, casi en los límites de Andalucía con Extremadura. En esa ocasión, minutos antes de la una de la tarde, uno de los tres ciclistas que horas atrás habíamos salido de Sevilla tuvo un percance (deshidratación severa que requirió hospitalización) y recibimos algo más que la ayuda habitual de dos agentes de la Guardia Civil, quienes no sólo trasladaron al ciclista enfermo para que recibiera atención médica, sino que luego de hacerlo la pareja de agentes (una dama y un varón jóvenes y de muy buen ánimo) nos fueron a alcanzar a Almadén de la Plata, donde comíamos a deshoras, para informarnos tanto de la situación de nuestro compañero hospitalizado como de la localización de su bicicleta. “Estos sí son servidores públicos”, pensamos con agradecimiento.
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Pero aparte de lo anterior, viajar en bicicleta es una experiencia multisensorial, sobradamente ventajosa y, no obstante lo fatigoso que puede ser a ratos, también es en extremo gratificante. Entre las múltiples ventajas con que cuenta el viajero ciclista está el poderse detener en cualquier sitio, sea en la campiña o en equis población, lo mismo para tomar una fotografía o para contemplar a placer aquello que atraiga su atención, sin el problema de buscar estacionamiento. Pocas cosas rinden tanto cuando se visita una ciudad (por ejemplo, la amurallada Lucca, la tierra de Puccini, en el noroeste de la Toscana) o un pueblo de cortas dimensiones (ése podría ser el caso de San Gabriel, Jalisco, en pleno territorio rulfiano) como hacer el recorrido dentro del casco urbano también en bicicleta, con lo que no sólo se acortan distancias y se ahorra tiempo, sino que se puede ir viendo de manera integral lo mismo los curvos y estrechos callejones de Siena que desembocan en la espléndida Piazza del Campo, que el hermoso conjunto de plazas del terruño de Rulfo, Blas Galindo y José Mojica, plazas que lucen la gracia de sus portales y son motivo de orgullo para los lugareños.
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En contacto permanente con la naturaleza y también con los lugares que visita o por lo que pasa, el viajero ciclista tiene la sensación a ratos tiene de ir en un vehículo casi todoterreno, pues lo mismo puede recorrer vías debidamente pavimentadas o adoquinadas que fatigar terracerías, o carreteras en reparación o con la carpeta levantada (esto nos sucedió el 11 de junio de 2016 en un tramo de nueve o diez kilómetros, entre Oliva de la Frontera, España, y Murao, Portugal) y en ocasiones hasta en caminos de herradura. Y por si lo anterior fuera poco, nadie disfruta tanto el descanso como un ciclista ni nadie come con tan buen apetito hasta el punto de poder darle un cabal sentido a una de esas verdades cuasi evangélicas que Cervantes pone en boca de Don Quijote, quien de andar caminos algo sabía: “El hambre es la mejor salsa y como a los pobres nunca les falta, siempre comen con gusto”.
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Ilustración: Dante de la Vega
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