Los 7 mandamientos del viajero low cost

Jul 21 • Conexiones, destacamos, principales • 15147 Views • No hay comentarios en Los 7 mandamientos del viajero low cost

Darle la vuelta al mundo sin un clavo es fácil. Basta con seguir estos sencillos preceptos, ilustrados con estampas de viajes por Singapur, Sumatra, Indonesia, India, Nueva Zelanda, que Luis Usabiaga ha llevado a la práctica hasta (casi) conseguir la iluminación

POR LUIS USABIAGA

1. Salta al vacío y miente cuando sea necesario

GUADALAJARA, MÉXICO: Llevaba varios años trabajando en la Ciudad de México con los hermanos Cuarón cuando Carlos me ofreció participar en un proyecto que le propuso el empresario Jorge Vergara. Se trataba de crear el concepto y escribir los libretos para un programa de televisión de las Chivas del Guadalajara. El proyecto no levantó pero ahí mismo, en las oficinas de Omnilife, me propusieron conducir el programa oficial de radio del equipo de futbol. Le aclaré a Jorge Vergara que yo no sabía nadita de futbol ni me interesaba un carajo. No le importó. Añadí que quería conducirlo con mi amigo Trino, el monero que le va al Atlas. No puso reparos. Y le pedí una megalanota por programa con contrato de un año a liquidarse por completo incluso si el programa se cancelaba. También aceptó. Me mudé a Guadalajara y a la semana comenzamos. Trino se pitorreaba de las Chivas, mientras yo programaba sonatas completas para chelo. En una ocasión dije al aire, porque no se me ocurrió otra cosa, que el equipo se había intoxicado con unos tacos de canasta y que se cancelaba el clásico contra el América. Ni se imaginan el pedote que se armó. A los ocho meses nos quitaron el programa. Estuve otro mes tratando de cobrar mis honorarios atrasados más lo que faltaba para completar el año pactado. Me daban largas, hasta que me envalentoné y entré a las oficinas del encargado de la administración: “Jorge está muy molesto porque no ha salido mi cheque. ¿Quieres que le hablemos ahora mismo o me entregas de una buena vez mi lana?”, mentí. Cinco minutos después salí de la oficina con el chequezote en la mano. Esa misma noche mi pareja y yo nos tomamos dos pastillas de naturaleza cuestionable para decidir qué hacíamos con el varo. A la mañana siguiente, todavía bajo los efectos de los empatógenos, compramos dos boleto de ida a El Cairo.

2. Mantén la dignidad sobre todas las cosas

ORCHARD ROAD, SINGAPUR: Orchard Road es la avenida comercial más famosa y exclusiva del sudeste asiático. Pues bien, una tarde, matando el tiempo y sin un dólar en la cartera, entré en camiseta, shorts y chancletas a una tienda Cartier. Pregunté por curiosidad el precio de un reloj y el dependiente, un wannabe chino de traje gris y corbata blanca (¡corbata blanca!) me miró de arriba a abajo y espetó en su inglés maltrecho del que extrajo una dosis formidable de pedantería: “La mayoría de nuestros clientes conocen nuestros precios y no tienen necesidad de andar preguntando”. “Yo no soy de esos —me defendí—, pero afortunadamente a ti te pagan para asesorarme”. Ya en plan de revancha lo forcé a mostrarme una veintena de relojes que me probé uno por uno. Le dije que ninguno me convencía, me di la vuelta y me dirigí a la salida. A medio camino se me rompió una chancla (se desprendió el hule que va entre los dedos) y seguí caminando muy digno arrastrando la pierna. Fue la alfombra roja más larga que he recorrido en reversa en toda mi puñetera vida.

3. Honra a cualquiera (nunca sabes qué puede ofrecerte a cambio)

PAEKAKARIKI, NUEVA ZELANDA: Llegué a Nueva Zelanda con una falsa visa de trabajo. Fue el efecto carambola de una borrachera en Tailandia, un 13 de abril. Recuerdo la fecha exacta porque era el primer día del Songkran, el festival del agua con el que los tailandeses celebran el año nuevo. En teoría, se trata de un rito de purificación. En realidad es el atentado ecológico más desparpajado del planeta, donde toda la nación se corretea por las calles durante tres días para bañarse a cubetazos. Y ahí estaba yo, emborrachándome con sato (vino de arroz) en la terraza de un bar y mojando con mi pistolita de agua a mi vecino de mesa: Ralph, un viejo neocelandés, director retirado de teatro. Nos hicimos compadres, como suele suceder después de empinarse una botella de sato, y me invitó a pasar una temporada en su país. Tiempo después bajé del tren en Paekakariki, un pueblo en la costa de Kapiti al sureste de la Isla Norte, y caminé colina arriba hasta dar con la casa de Ralph. Al día siguiente tomamos otro tren a Wellington para tramitar la visa falsa de trabajo con un contrato ficticio para no escribir una obra de teatro que nunca se estrenaría a cambio de 20 mil dólares que jamás cobraría. Nueva Zelanda, para los que no la conocen ni en fotografía, es el mayor campo de golf del planeta donde pastan más de treinta millones de ovejas. Aburridísimo. Lo único divertido son los maoríes, pueblo indígena también aficionado a entablar compadrazgos instantáneos gracias a su propensión al alcoholismo. Una noche me colé a una de sus fiestas. Estaba sentado alrededor de una fogata cuando vi, bañada por la luz espectral de las llamas, a una anciana con toda la cara tatuada que me hacía señas para que me acercara. Llegué a su lado y me susurró al oído: “Estás cargando demasiado equipaje”. Fuimos a la casa de Ralph por mi maleta vacía y regresamos con ella a la playa. Ahí me hizo llenarla de piedras y arrojarla al mar de Tasmania.

4. Espera siempre lo inesperado

BUKIT LAWANG, SUMATRA: Bukit Lawang es una aldea turística que cuelga en las márgenes del río Bahorok al norte de Sumatra. Su principal atractivo es ver orangutanes en estado salvaje. Supongamos que te las ingeniaste para llegar hasta Singapur, digamos, en un vuelo económico desde Los Ángeles. De ahí puedes tomar un ferry a Batam, isla en el archipiélago de Riau, y otro más a Medan, capital de la provincia de Sumatera Utara (Sumatra Septentrional). Desde Medan, un recorrido de unas cuatro horas por la selva en camión guajolotero te lleva hasta Bukit Lawang. Llegué al anochecer. El autobús me dejó a dos kilómetros de las cabañas rústicas que ofrecen hospedaje barato frente al Parque Nacional de Gunung Leuser. Fui arrastrando a ciegas mi maleta con llantitas por una vereda fangosa, espantando murciélagos con la mano libre, hasta encontrar alojamiento frente a la entrada del parque. Me quedé dormido escuchando a un hippie indonesio cantando “Hotel California” y rasgando su guitarrita como quien se rasca un salpullido (por alguna razón que escapa a mi entendimiento, “Hotel California” es el himno no oficial de Bukit Lawang. Si ya estás harto de la cancioncita prepárate para terminar aborreciéndola). Ver orangutanes en su hábitat natural era el sueño de toda mi vida. Así que desperté al amanecer lleno de emoción y me senté en una piedra junto al río a esperar la primera embarcación que me cruzara a la entrada del santuario ecológico. En eso, escuché un ruido a mis espaldas. Giré la cabeza y ahí estaba: un majestuoso ejemplar de hembra adulta… escarbando un tambo de basura a un costado de mi cabaña. Sacó una papaya podrida y cruzó el río balanceándose de un cable eléctrico. Nomás le faltó hacerme una seña obscena con el dedo medio antes de desaparecer en la selva.

5. Recuerda que por oscura que sea la noche siempre amanece

RINCA, INDONESIA: Si quieres ver dragones no viajes a Komodo. Mejor vete a Rinca, otra pequeña isla un salto de mar hacia el sureste. Después de ver estas formidables bestias babeantes a una distancia prudente puedes seguir bajando más al sur hasta Sumba y seguir desde ahí tu travesía por el archipiélago. Por esos rumbos andaba cuando desembarqué en un puerto miserable donde debía tomar el siguiente barco. Me entretuve comiéndome una ensalada gado-gado en un puesto y cuando me di cuenta el resto de los pasajeros ya había saturado el par de hoteluchos del pueblo. Caminé por horas buscando alojamiento hasta bien entrada la noche. Lo único que encontré fue un prostíbulo frente a una mezquita donde aceptaron rentarme un cuarto por horas hasta la siguiente mañana. Entré molido a mi habitación y descubrí una animada colonia de chinches esperándome en el catre para darse un banquetazo. Resignado a pasar una noche de pesadilla, saqué de la mochila mi tomo de La montaña mágica y me senté a leer en una silla cutre al final del pasillo. Al poco rato se asomó de otro cuarto una putita andrajosa. Me observó un par de minutos mientras yo la veía de reojo y se acercó meneando las caderas. Ya que la tuve enfrente me sonrío, chimuela, y depósito varios dulces encima de mi pantalón a la altura de la entrepierna. Regresó a la entrada del cuarto de donde había salido y me esperó ahí dirigiéndome otra mirada seductora. Vista abajo y vuelta a la página. La putita repitió la operación varias veces mientras yo pretendía seguir leyendo, hasta que sonó la primera llamada a la oración desde la mezquita de al lado. Pasé hora y media más comiéndome los dulces con ella hasta que aparecieron los primeros rayos del sol. Por fin, amanecía.

6. Suelta el control y libérate de tus obsesiones

VARANASI, INDIA: Encontrar un maestro espiritual en Varanasi es más difícil que hallar un brujo auténtico en Catemaco. Abundan los farsantes. Llegué a la ciudad sagrada después de varios meses de viaje con un presupuesto de 30 dólares al día. Mis ahorros tenían que alcanzarme cuando menos para un año en Asia, todo incluido: transporte, hospedaje, comidas y entradas a los principales atractivos turísticos. Llevaba siempre conmigo una libretita donde apuntaba cada gasto. Botella de agua: 15 rupias; manojo de plátanos: 12 rupias; té chai: 10 rupias… El registro de mis gastos era tan meticuloso como obsesivo. Nada se me escapaba. Ahora, en Varanasi es imposible caminar un par de metros sin que te detenga un supuesto sadhu para tratar de sacarte unas monedas. Lidiar con ellos resulta francamente agotador. Una mañana muy temprano salí a visitar los ghats o entradas escalonadas que utilizan los peregrinos para bajar al río Ganges a hacer sus abluciones. Regresaba a mi hostal cuando sentí una mirada penetrante. Giré la cabeza y vi a un Aghori, uno de esos ascetas que veneran a Shiva, dios de la muerte y la destrucción, con el cuerpo desnudo embarrado de cenizas y empuñando un cráneo humano clavado en un palo de madera que usaba como bastón. Así como lo oyes. Pues bien, el Aghori me hacía señales desde lo alto para que fuera a reunirme con él. Nel, pensé, este cabrón me quiere sacar un varo. Seguí caminando pero pronto me alcanzó uno de sus jóvenes discípulos para informarme que el Maestro me estaba llamando y que no podía negarme a semejante honor. Okay, pues, vamos. Me senté junto al Aghori en posición de loto hasta que el Maestro se dignó a hablarme: ¿Cuánto costaron tus tenis?, me preguntó. Tanto, le dije. ¿Y tu cámara fotográfica? Respondí con otra cifra cualquiera. Y así siguió, queriendo saber el precio de todo lo que llevaba encima, hasta que me encabroné. “¿Por qué chingados te interesa saber el precio de todo?”, protesté mirándolo a los ojos. “No me interesa”, sentenció. “Tengo 20 años sentado en este mismo lugar y no necesito nada”. Con otra seña me indicó que me fuera. Me alejé molesto unos cien metros hasta que me detuve en seco. Volteé a verlo, nos sonreímos a distancia y me deshice de mi libreta de gastos, que se quedó flotando en las aguas turbias del Ganges.

7. Confía en tu intuición y atiende a las llamadas del cielo

SAMANÁ, REPÚBLICA DOMINICANA: Una mañana, cansado de la vida en la Ciudad de México, abrí el buscador de Google y escribí “servicio social” en el teclado de la computadora. El primer resultado que apareció fue “Fundación Mahatma Gandhi”, una ONG dedicada al desarrollo comunitario en Las Terrenas, pueblo costero en la Península de Samaná al noreste de la nación caribeña. Saqué mis ahorros del banco, compré un boleto de avión y partí hacia Santo Domingo con un ejemplar de La fiesta del Chivo bajo el brazo. Recorrí la isla en espiral mientras leía la novela de Vargas Llosa hasta que un mes más tarde llegué a Las Terrenas en un taxi colectivo. Le encargué mi mochila al dueño de una palapa, me quité la ropa y me metí al mar en calzones frente a un hotel de cinco estrellas. Cerca de mí nadaba un niño de unos ocho años. Le señalé el hotel de lujo y le pregunté si no le gustaría poder hospedarse ahí algún día. “Pa’qué —me contestó con envidiable desdén antes de zambullirse entre las olas— si en mi casa también como, duermo y cago”. Salí del agua, recogí mi mochila y caminé hasta encontrar la fundación. Le eché un vistazo, decidí que era un buen lugar para quedarme un tiempo y, siguiendo la filosofía del niño pragmático, renté una modesta habitación en un barrio de haitianos que me permitía satisfacer mis necesidades más elementales. Me quedé trabajando como voluntario hasta otra mañana, un año y tres meses después, cuando recibí la noticia de que tenía que regresar a México en el primer vuelo disponible porque mi padre se estaba muriendo.

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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