Viajes y aventuras de un niño, según una niña
El umbral. Travels and adventures de Ana García Bergua cumple 30 años; una oportunidad para leer esta novela que conserva su encanto
POR HÉCTOR MANJARREZ
“Dicen que mi tío Julius se llamaba así por ser descendiente espiritual directo del capitán Julius Schemler, a quien el destino condujo complicadamente a la Armada de Bilbao en pleno siglo XVII, forzándolo a ser parte de la familia de españoles a la cual pertenezco. La súbita aparición del capitán Schemler, oriundo de Baviera, en el árbol familiar, un día de sol en que la Abuela leía los informes que, para satisfacer su curiosidad insaciable, había encargado a la compañía “Gloria y Honor de su Apellido, A.C.”…
“’Julius’, dijo la Abuela aquel día a su vientre de seis meses”…
“Al mes siguiente, era ‘Julius querido’; después, ‘No te preocupes, que ya Julius lo hará’. Pero en ese momento no se percataron de que, antes de salir, el mensajero de la compañía ‘Gloria y Honor de su Apellido, A.C’ levantó un brazo, cruzó el otro sobre su cabeza y solemnemente exclamó: —Gloire éternelle aux élus. Antes de desaparecer para siempre”…
Así pues, Julius, el pseudo bávaro hijo de ibéricos trasterrados en México, merecía la Gloria Eterna deparada a los elegidos. A los siete años se había convertido en un monstruo: ¡un niño modelo! Un día don Juan, su padre, “desesperado, le propinó una azotaina sin sentido con el dudoso fin de provocarle algún resentimiento que lo volviera normal”.
“—No tienes que pegarme para que reaccione, me lo puedes pedir”, respondió el engendro “con serenidad oriental” y, desde aquel día, “su padre le perdió por completo la confianza”.
Debe de haber sido difícil, para un padre bueno pero patriarcal, recibir una lección así.
Mientras tanto, la hermana tres años mayor, “Nati —como la llamaban en la casa— había inventado una táctica acorde a su edad y condición para desentrañar el misterio de Julius. Regresaba de la heladería a espiar por el ojo de la cerradura del cuarto del hermano” y también “para quitarse algunas dudas personales, que solían consistir en asuntos de fisiología masculina”, lo cual es humano, tan humano y no elegido.
Pero Julius era distinto y “aprendió a dormirse con la perversa satisfacción de recordar el azoramiento de los miembros de la familia como creaciones de su propia sonrisa intachable”. Este chavito —o crío— prepotente tenía que resolver un enigma “al que toda su infancia, quizá toda su vida, estaba dedicada /…/ y si Don Juan, Natividad o la misma Abuela se hubieran dado cuenta de la carga que soportaba ese niño de tan pocos años, hubieran llorado de piedad, como los padres de los santos”.
Pero los años pasan, aun para los niños, y Natividad “le escribía a /un tal/ Adolfo una carta en la que le explicaba que ‘no podemos seguir fingiendo que nos queremos’ mientras celebraba la ansiada pérdida de su virginidad, ocurrida ese mismo día con la participación de uno de su escuela en un salón de clases abandonado”. Y para los padres que se sienten envejecer también cuando transcurren las tardes que gastan hablando de cuándo caerá el dictador, y Don Juan —que de donjuanesco no tiene nada— añora a la gorda y negra Zumbaina, y montado en el inmenso animal de antenas lastimosas, en el hermoso y enorme insecto que cruzaba con pesadez un hervidero de avenidas” —en el tranvía— “recordó que su padre, alcalde de Fuencerrada /…/ al enterarse de que el coche de caballos desaparecía, sustituido por un bicho misterioso de andar autónomo, soltó a todos los caballos del pueblo y los puso a correr/…/ armando tal lío que hasta hubo heridos, y cuando las Teresianas lo encerraron en un convento para ser tratado como un loco de aquellos tiempos, lo único que alcanzó a explicar fue que ‘no dejaría que olvidaran al caballo’. Para él, era como sustituir al mayordomo por la cocinera”.
Pero bueno, en esta familia trasterrada en México de cocinera e hijos mexicanos, el único Elegido por los Dioses era Julius, aunque a la dieciseisañera Natividad también le zumbaba la sesera, la Abuela (que era la Madre) estaba chiflada y Don Juan Lizardi (que era el Abuelo) no estaba para nada en sus cabales. El Elegido era el hijo varón y menor, que ya estaba bajo el imperio de un franchute malévolo, Monsieur Lamine. “La rebeldía de Julius era más radical de lo que se podía pensar: estaba basada en el desprecio a los demás, y en el dolor de ya no ser objeto de revelaciones sobrenaturales”.
II
“Una noche, leía una novela sobre un pirata, de un escritor polaco. Sumergido en aquella prosa magistral, no advirtió un ligero rechinido que hizo su ventana al abrirse /…/ El Ángel se paró frente a él y Julius pudo ver la espesa cabellera negra que le cubría también la espalda como una crin. Entonces el Ángel comenzó a murmurar una canción incomprensible, una suerte de letanía cuyas notas tristes y profundas hacían que Julius temblara de dolor. /…/ El Ángel se montó sobre él y aprisionó sus piernas con las garras. Julius gritó, pero no fue el suyo un grito de espanto, ni de nada que él conociera. Era la misma letanía del Ángel lo que sus labios pronunciaban, y las dos voces formaban una armonía misteriosa y fúnebre /…/ hasta que /…/ el Ángel le reveló su nombre, el nombre impronunciable del Ángel Azrael /…/”.
En definitiva, Julius es uno de los Elegidos, se dice el inocente lector, y ser uno de los Elegidos no es cosa fácil. Y no sólo él sueña, también su hermana Nati y su padre Don Juan Lizardi derivan por ese rumbo. La Abuela la tiene más sencilla: ella sólo delira y habla sola, además de que teje mientras escucha las corridas de toros.
Julius entre sus deberes tiene el de penetrar en la extraña Biblioteca, donde medran el ave Nigrea, el Hidroponte Jaspier, la tortuga Granjes y el elegante tigre Limantour —de nombre ilustre o maldito—; la Biblioteca más grande y más desierta de América también encierra entre “los libros solitarios, cerrados y tristes como solteronas guardando una añeja virtud que a nadie le importara /…/ una muy vieja edición de historias para niños en inglés: en la portada se leía Travels and Adventures en letras góticas sobre un grabado que mostraba a un explorador perdido en un pantano, a punto de ser devorado por un cocodrilo, del cual se defendía con un fusil partido a la mitad”. Sin embargo, Julius no pudo hallar el Rapport sur la disparution de l’âme dans les objets, en castilla “Informe sobre la desaparición del alma en los objetos”, de un siniestro catedrático de la Academia de Ciencias Ocultas y Esoterismo de Toulouse.
Simultáneamente, la concupiscente Nati se ha prendado del rico y torpe y fuerte y alto y feo Héctor Ovidio, que —“presa del terror que le inspiraban aquellas miradas burlonas” de sus condiscípulos “posadas como hormigas sobre sus defectos”— olvidó de golpe todo lo que tuviera que ver con las matemáticas y tuvo una visión diáfana de la tabla de los elementos”… Tras de intentar conquistar a dicho Héctor Ovidio una y mil veces, finalmente lo humilló ante el salón entero y él la arrastró a la salida de clases a un cine donde, “acorralados por la negrura y la soledad de las butacas, no tuvieron más remedio que declararse su amor”, “amor que iba a ser difícil, poco placentero, nada más lejano al final feliz que siempre había ilusionado. Pero qué enorme era y cuánto lo había esperado”.
Quisiera demorarme en la caprichosa y encantadora personalidad de Natividad, que por añadidura es la madre de la narradora del libro que nos ocupa y que yo llamo niña porque su escritura adulta conserva toda la sabiduría de la infancia, pero eso sería usurpar el papel protagónico y trágico de Julius, que es quien recibe la visita de un Ángel terribilis y de un gato llamado Rogelio, portador de cierto recetario (“cómo levitar, cómo inducir al sujeto a decir o hacer tal cosa, cómo descansar, cómo olvidar, cómo recordar, cómo vivir sin agua y sin comida durante tres semanas sin perecer, etcétera) contenidos en un tomo empastado en piel cuyo título rezaba Traité sur l’énergie immobile”, cuyo título no traduciré en recuerdo de los viejos y ya remotos tiempos en que la sabiduría se dispensaba en libros en franchute.
Además, Julius utiliza el “método Morot de utilización de un animal como medio de su propia conciencia” y el gato Rogelio conduce “a Natividad hasta su /…/ cuarto guiado por una voluntad racional”. Por consiguiente, “Natividad se sintió fascinada, pues nunca había pensado que la rareza de su hermano llegara a tales extremos”. Cuando la hermana mayor le confía que sus familiares ya la tienen harta, Julius la aconseja: “Mándalos a la mierda y vete a Europa”.
Natividad obedece ese exhorto. Antes de ahuecar el ala, evitó a Julius, que la auspiciaba pero asustaba, y permitió que la Abuela le enseñara a tejer y Don Juan le mostrara el funcionamiento de la oficina que él mismo tenía en el descuido. “Se interesaba en el más mínimo problema /…/ y así todos los miembros de la casa se quedaron con la imagen de una Natividad atenta y altruista, cuya partida lamentaban profundamente, pues hasta ahora veían cuánto se interesaba por todos, sin sospechar que toda aquella preocupación era una extraña labor para acelerar el tiempo”.
En cuanto a la cocinera Trinidad, se vio “obligada a preparar cocidos, pinchos y bocadillos para multitudes enteras de españoles emocionados y altoparlantes, que si bien habían olvidado la guerra y el regreso a España, ahora lloraban con la partida de la hija de una de ellos como si una gota de su sangre se restituyera al caudal de su ya para entonces fantasmagórica identidad”, aunque Nati no viajaba a España sino a la Gran Bretaña.
III
Todavía falta la otra mitad, pero no les diré más. Lean o en su caso relean esta novela que en treinta años no ha perdido un ápice de su encanto, de eso que los ingleses llaman whimsy y que a falta de palabras más lindas el español designa como “fantasía” y “capricho” y “artificio”.
Y sepan lo que se atreve a afirmar el avieso Monsieur Lamine: EL AZAR NO EXISTE. LO SOBRENATURAL NO EXISTE. Ustedes sabrán si le creen.
FOTO: Ana García publicó Pesquisas literarias, en 2014. Crédito de imagen: Archivo El Universal
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