Vicente Rojo, el creador de arte público
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“Se fue un grande” es una frase hecha, pero en el caso de Vicente Rojo no hay otra forma de dimensionar lo que se ha perdido con su muerte. Hombre de múltiples registros creativos, deja discípulos, amigos y una sólida obra plástica, gráfica y editorial
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POR SONIA SIERRA
A Vicente Rojo no le gustaba que lo llamaran artista; nunca le gustó la idea de ser pintor, pero sí pintar. Tuvo desde los cuatro años la vocación de tener un lápiz y un papel, dibujar, recortar, pegar; y eso siguió así hasta su muerte el miércoles 17 de marzo a los 89 años, que había cumplido el pasado 15 de marzo…
Una de las cosas que más fascinaba y sorprendía de Rojo era la cantidad de proyectos, que tenía siempre en mente. Le gustaba idear nuevas series, concebir exposiciones, romper sus propios límites interviniendo otros espacios, creando por ejemplo un vitral para el techo del Monte de Piedad o un paisaje que evocaba el tezontle. Las formas geométricas, los materiales, llevar a extremos de la abstracción imágenes de la naturaleza, participar en causas para grupos desprotegidos, editar un libro sobre todo para que llegara a muchos lectores, y corresponder con cariño a los amigos eran cualidades suyas. “He tratado de ir desarrollando mi trabajo aceptando el cariño que muchas personas me han dedicado. He continuado trabajando, sigo teniendo muchos proyectos para los próximos años que no sé cuántos serán. Espero que, por lo menos otros 80. No aspiraría a más”, dijo en entrevista en 2012, con motivo de sus 80 años.
Fue también uno de los protagonistas del movimiento artístico de la Ruptura que marcó distancia con la Escuela Mexicana de Pintura.
Nacido en España en 1932, llegó a México 1949, 10 años después de que su padre se exiliara en este país, en 1939, en el barco que llegó después del Sinaia, el Ipanema. Rojo llegó con su madre; decía que tenía totalmente el habla mexicana, a pesar de que no había perdido su acentito. “Soy mexicano desde que llegué; al día siguiente dije: ‘Yo de aquí no me muevo’”. En México se encontró con un mundo desconocido, pero también con un padre al que casi no conocía; lo había dejado de ver cuando tenía siete años, y que cuando el padre se sentía inquieto de un hijo al que le gustaba dibujar, trabajar en cosas artísticas.
Llegó tras un viaje de 35 horas que siguió la ruta Barcelona, Madrid, Lisboa, Azores, Madeira, quizás Miami, La Habana. Lo recordaba como el viaje más largo y más hermoso que pudo hacer en su vida. Un viaje definitivo.
A los seis meses de estar en México comenzó a trabajar en el Instituto Nacional de Bellas Artes, como asistente de Miguel Prieto, en el área de Publicaciones, y lo que a partir de ahí vino para él cambió su vida y fue determinante en su obra.
En Bellas Artes, que entonces dirigía Carlos Chávez; trabajó al lado de otras figuras de las artes y letras como Fernando Gamboa, Miguel Covarrubias y Salvador Novo.
Trabajó dos años con Prieto y él lo llevó como asistente al suplemento México en la Cultura, de Novedades, que dirigía Fernando Benítez, y que fue su amigo durante 50 años. El joven Rojo participaba en la edición, pero también era mensajero: ‘Pasa por la casa de Alfonso Reyes que te va a dar un texto’, ‘pasa a la casa de Paul Westheim que te va a dar un texto’, Él, timidísimo, no hablaba, iba viendo y aprendiendo; con Westheim, por ejemplo, lo llevó a conocer el mundo prehispánico.
Bellas Artes, México en la Cultura fueron su gran escuela. No le había gustado tomar clases en Barcelona. Inquieto por la pintura, por recomendación de Miguel Prieto fue a buscar a Antonio Ruiz, El Corsito, entonces director de La Esmeralda, que lo dejó tomar clases como oyente. No le gustó tomar clases en la escuela en Barcelona por muchos motivos, y fue a ver a El Corsito. Tomó clases de pintura con Agustín Lazo –a quien admiraba mucho–, y también con Raúl Anguiano. Si un artista no le gustaba no lo decía en esos términos, prefería decir que no le interesaba. No le interesaba Anguiano y no le interesaban los murales de Siqueiros, pero como pintor de caballete éste le parecía extraordinario y superior a Diego Rivera y José Clemente Orozco.
Vicente Rojo fue uno de los artistas que en los años 80, en medio de la tragedia tras los sismos, apoyó a las mujeres costureras que emprendieron un proyecto para recuperarse del desastre. Con la solidaridad de un grupo de “artistas” (palabra que a Rojo no le gusta usar) las sobrevivientes, porque muchas quedaron atrapadas, crearon muñecas que vendieron y con esto sacaron adelante su cooperativa. Las muñecas se llamaban Lucha y Victoria; pero Rojo creó, además unos cuantos gatos que coleccionó Carlos Monsiváis, otro de sus grandes amigos.
Rojo ha sido testigo y animador de muchos procesos culturales en el país. Desde que llegó a México no sólo dio pasos para consolidar su propia obra y aportar así a la cultura nacional, sino que formó amistades que a más de 60 años aún mantiene; la lista es larga y sólo anuncia unos cuantos –varios ya ausentes– temiendo dejar fuera a otros: Miguel Prieto, Fernando Benítez, Juan García Ponce, Emilio García Riera, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco, José Luis Cuevas, Manuel Felguérez, Lilia Carrillo, Fernando García Ponce, Arturo Ripstein, Felipe Cazals, Jorge Fons, José Luis Ibáñez, Juan Ibáñez, Héctor Azar.
Rojo amaba pintar, recordar, trazar, pero amaba también las letras, los libros, el mundo editorial. “Un libro para mí –decía–, por pequeño que sea o por poco importante que sea, para mí no deja de ser un monumento, un monumento al que tengo que ponerle toda la atención y toda mi capacidad expresiva para que cumpla esa función, que cumpla una función de ayuda a mi trabajo como diseño, como edición, que a la lectura del propio libro. Nunca me ha interesado hacer una portada para que dijeran: ‘Ah, qué bonito está’. Lo he hecho con la ilusión de que se pudiera leer”.
Hay decenas de galerías y museos, libros, películas y revistas cuyos nombres vemos sin saber que detrás de cada uno está el sello de Vicente Rojo: el Centro Cultural Santo Domingo y Jardín Histórico Etnobotánico, las galerías Juan Martín y López Quiroga, las portadas de Las batallas en el desierto, Bajo el volcán y Cien años de soledad, y un alfabeto para la revista Plural, entre muchos otros ejemplos.
Si el libro era un monumento, las letras eran para él un acontecimiento: “Un acontecimiento que nos rodea desde que aprendimos a leer, desde niños. La letra, además de acompañarme desde niño, como a todos, me acompañó simplemente por el hecho de leer, que es lo que todos hacemos. Siempre que he tenido en mis manos un libro que he podido para armar, me he hecho la ilusión de que me hubiera gustado haber escrito ese libro, pero visualmente ese es el fondo de mi trabajo”.
Otros libros fueron Discos visuales, que hizo con Octavio Paz; Aura, de Carlos Fuentes; Apología del lápiz con Arnoldo Kraus, la antología Cien años de literatura mexicana –con Philippe Ollé-Laprune–, los alfabetos secretos para acompañar Leer, escribir, de Bárbara Jacobs, o las de La tinta negra y roja, poesía náhuatl, publicado al alimón con Miguel León-Portilla; Escenarios de la Memoria y Alas de Papel (compartida con poetas y narradores).
Rojo también creó diseños en revistas, carteles, libros; tuvo colaboraciones con escritores que dieron pie a libros de edición limitada; pinturas de series como “Negaciones” y “Señales”; pinturas que son parte de su serie de cartas a escritores; y estaban también los pequeños escenarios creados por ejemplo para el libro Circos, hecho con José Emilio Pacheco.
Fue un artista cuya obra también ocupa espacios públicos. Todas las esculturas públicas suyas no están firmadas: “Toda mi obra es de dominio público, desde la pequeñita hasta la grande. Yo pienso que toda la obra pública, si tiene éxito, tiene que acabar siendo anónima”.
De diez de la mañana a dos de la tarde, Rojo se metía de lleno a trabajar en su estudio, un espacio diseñado por el arquitecto Felipe Leal. Un espacio de dos plantas, lleno de luz, de obras empacadas a punto de partir para su exhibición en algún lugar del país y de materiales para las esculturas que hará en su siguiente serie. Justamente las series fueron característica suya: Señales, Negaciones, Recuerdos, México bajo la lluvia, Escenarios (compuesta por Pirámides, Códices, Paseo de San Juan, Es telas, Escenarios secretos y Escenarios Abiertos y Volcanes Construidos). Y Escrituras.
Aunque el tiempo que dedicó a trabajar era menor, Vicente Rojo siguió creando con el mismo empeño.
Tras el enorme ventanal de su estudio, se abre un jardín que el artista llama el bosque, donde todo crece con libertad, sin intervención humana. En medio de árboles cuyas copas no se divisan, está uno de sus Volcanes (escultura) y sobre un muro, un caballito de feria, en metal.
Ahí hablaba de su obra, del pasado, de los recuerdos: “Desde niño me ha acompañado todo eso. Lo que me ha gustado ha sido usar las tijeras, pegar, combinar, no necesariamente hacer collages aunque los he hecho, pero sí jugar con esos elementos que son tan sencillos, tan cercanos, de tal uso común que a veces no se les da mucha importancia pero que nos acompañan toda la vida”.
“Sigo trabajando a la antigüita, con el lápiz, con el compás –instrumento que me parece tan extraordinario como un lápiz–, con las tijeras, la goma, el pegamento. Comencé a trabajar con esos materiales y sigo con ellos. Uso todos los lápices. Comento con muchos amigos que ellos saben la diferencia entre un B1, B2, o un H3… yo nunca he conocido las diferencias entre los lápices. Cuando tengo un lápiz, yo le puedo sacar el provecho si me da lo que necesito. Pero los matices del lápiz son riquísimos. Además es riquísimo el olor a la madera y al grafito”.
El artista decía que el recuerdo “es una presencia, no es algo que queda allá atrás, está al día. Uno puede hacer trampa con sus recuerdos, los puede inventar, son una materia muy rica. Tengo recuerdos que a veces he tratado de comprobar y resulta que no eran ciertos, pero, para mí, eran tan reales como si lo hubieran sido. A todos nos pasa eso un poco: maquillamos las cosas, las arreglamos”.
FOTO: Para Juan García Ponce, la obra de Vicente Rojo fue la más radical de las artes plásticas en la segunda mitad del siglo XX en México. En la imagen, el pintor y escultor afuera de su estudio, en Coyoacán./ Germán Espinosa/ EL UNIVERSAL
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