Insert coin: (Memorias de un vicioso de los videojuegos)

Ago 3 • Conexiones, destacamos, principales • 6047 Views • No hay comentarios en Insert coin: (Memorias de un vicioso de los videojuegos)

/

La industria de los videojuegos, con sus millonarias inversiones y legiones de adictos demuestra que las tentaciones lúdicas son un negocio en crecimiento en el mundo. Esta crónica sigue los pasos de un gammer, desde su iniciación en las “maquinitas” de barrio hasta su puntual seguimiento de los mundiales donde los competidores se enfrentan por premios millonarios

/

POR J.C. GUINTO

 

Después de mucho tiempo de no jugar maquinitas, asisto a un bar de la colonia Roma en el que además de tomar cervezas y comer papas fritas, puedes jugar videojuegos. Mis dedos tocan los botones y miro en la pantalla que los pixeles explotan. Para muchos de mi generación, cuando éramos niños en los años 80, esos juegos nos enseñaron que para avanzar y llegar a las metas, había que intentarlo muchas veces, fallar como los protagonistas, hasta tomar la decisión correcta que nos hiciera ganar.

 

Fue en Chilpancingo, un domingo en el mercado, entre los gritos de las señoras que vendían chilate y el olor a pozole, que me llamaron la atención los sonidos que provenían de unas maquinitas. Metí una moneda y los marcianos se dejaron caer en cascadas. Piloteé una nave e hice destrozos en el espacio. Miré que la puntuación se sumaba, hasta que fui destruido. No quise dejar de jugar, de meter monedas en la ranura. A partir de ese momento, me convertí en un vicioso de los videojuegos.

 

Cada vez que íbamos al cine, al terminar la película, pedía dinero a mis padres para jugar un simulador de vuelo llamado After Burner. Ellos, en un principio, me daban dinero. Después dejaron de hacerlo, y satanizaron a las maquinitas porque sólo me quitaban el tiempo. Aunque para mí era muy entretenido meterse a una cabina a destruir naves. Ninguna película, ningún juego mecánico, se comparaba con la sensación de controlar un avión, y no importaba que después de un rato me precipitara al mar envuelto en humo, sólo necesitaba otra moneda para repetir la experiencia.

 

Luego de varios años regresamos al pueblo en el que nací, Coyuca de Benítez, y lo primero que hice al bajar del automóvil fue preguntarles a mis primos si había maquinitas. Me respondieron que estaban a un lado de la tortillería, y me fui sin ayudar a mis padres a instalarse. Encontré el lugar y controlé un ninja que lanzaba estrellas de metal, y rescataba niños que habían sido secuestrados. El tiempo se escurrió, la noche llegó y salí del local con los ojos irritados. Martin Amis anotó en su libro, La invasión de los marcianitos, que los videojuegos son narrativos, y que “Cuanto más dinero metes, más cosas pasan. Cuantas más cosas pasan, más dura la historia”. En esos tiempos mi única preocupación era conseguir monedas para meterme en la piel de los personajes, y avanzar en las historias que contaban los juegos. Lavaba el coche de mi padre, le ayudaba a mi abuela en su tiendita, ahorraba cada peso que caía en mis manos. Las tareas de la escuela las dejaba al último, lo importante era pasar los escenarios, sumar puntos y dejar mi marca: ser un héroe. Al menos en mi imaginación, lograba obtener el éxito que no tenía con mis calificaciones de la escuela. En los videojuegos hallaba formas fantásticas de evadir el tedio académico.

 

Un día un vecino me dijo que en la lejana colonia Zapata había un juego nuevo, que trataba sobre hombres, mujeres y monstruos que peleaban en las calles. Corrí al patio, escarbé en la tierra de una maceta que utilizaba para guardar monedas, y encontré el dinero. Salí de casa, caminé bajo un sol ardiente, los zanates graznaban en los árboles de grosellas. Pasé por las cantinas de la Vicente Guerrero, muy cerca del basurero al que iba a tirar las bolsas que me daba mi abuela para ganarme unos pesos. Seguí el camino y busqué la sombra. Otros niños, que también iban en peregrinación hacia la maquinita, se juntaron conmigo en la esquina de una calle. A lo lejos vimos un tumulto afuera de una miscelanea. Hacían cola para jugar y no dejaban ver de qué se trataba. Me formé. Todos estábamos en silencio. Sólo se oía que echaban monedas y caían, se escuchaba el movimiento de las palancas, los dedos que apretaban con fuerza los botones. Hacía calor, sudábamos. Tenía sed, pero no quise desperdiciar el dinero en comprarme una Yoli. Cuando alguno perdía, se volvía a formar. Alguien dijo que la maquinita estaba defectuosa de las bocinas, que por eso era “muda”. Al fin llegó mi turno. Metí una moneda. Escogí a un karateca llamado Ryu. Lo hice saltar, dar patadas. No supe cómo, pero conseguí que sacara con sus manos una bola de fuego azul que pegó en el pecho de un monstruo verde. En menos de dos minutos me electrocutaron. Y así, ansioso, volví a la fila con ganas de volver a jugar. Todos los juegos de pelea que salieron después le deben a Street Fighter II mucho de su factura. La variedad de personajes también fue un factor de éxito. Fue el primero en el que se podían realizar combos (cadenas de golpes seguidos sobre el contrincante), y ha generado 10 billones de dólares en ventas.

 

En esos tiempos, la felicidad era una pantalla colorida, tener el poder sobre dioses de pixel. Los juegos eran absorbentes, sin pausas, no había nada más allá de ellos; el mundo se desvanecía al iniciar los relatos. Me regalaron un Nintendo, y la primera noche que lo jugué no pude dormir por pensar en cómo obtener 100 vidas para Mario. Por primera vez jugaba en casa, no tenía necesidad de ir a un establecimiento. Era casi un lujo. Pero como no podía tener todos los juegos, volví a la calle.

 

Cerca pusieron un local y trajeron una máquina nueva de Street Fighter II, reluciente y con sonido. Por fin pude oír el Hadoken, el Shoryuken y el Sonic Boom. Practiqué hasta dominar los golpes especiales, gasté muchas monedas. Con el tiempo nadie me ganaba. Hacían fila para retarme, pero al mismo tiempo no querían jugar contra mí. Una tarde llegaron unos chicos de preparatoria, y fue placentero hacerlos pedazos. Al ganarle al último de ellos, desconectaron la máquina y se fueron sin decir palabra.

 

Mamá, al verme enajenado, decidió que asistiría cada domingo a misa de siete de la noche para retomar “el camino del bien”. Me dio dinero para que al terminar me comprara una torta y un agua de horchata. Caminé y entré a la iglesia blanca. El cura dio el sermón. Volteé la vista al techo y miré un montón de cuijas arracimadas. ¿Cómo le hacían para vencer la gravedad?, me pregunté. Algunas paredes estaban cuarteadas. Olía a incienso. Después de una hora llegué al puesto de tortas, a un lado encontré maquinitas. En lugar de cenar metí las monedas en la ranura metálica, y me convertí en un samurái de pelo largo que se enfrentaba a guerreros del Japón antiguo. Los siguientes domingos ya no entré a la iglesia, preferí la adrenalina que me generaba escapar de una nave infestada de aliens, que escuchar sermones.

 

En ese local reinaba Agatón, un tipo alto, moreno, que utilizaba gruesos lentes de armazón café. Los ojos se le veían minúsculos. Cruzaba las manos sobre los mandos, con la derecha agarraba la palanca y con la izquierda presionaba los botones. Era imbatible. Cuando íbamos a nadar al río con mis amigos, lo veía cabalgar cerca de la rivera, cuidaba la huerta familiar. Pero los domingos por la noche era otro. Con una sola moneda era capaz de acabar cien niveles. Observaba sus movimientos, copiaba su técnica. Hasta que un día llegó su papá, lo tiró al piso y le pegó con una cuarta. El señor le gritó que debía volver para ayudarlo temprano a cuidar de la huerta, que ya era mucho el tiempo perdido por vicioso. La cuarta, la misma con la que azotaban los caballos, subía y bajaba sobre el cuerpo de Agatón: lo hacía estremecerse de dolor. Ya no volvió. Un domingo llegó una niña de ojos verdes que vendía frituras en la calle, y sólo jugaba al Super Sidekicks. A veces sólo asistía por verla. Pero dejé de hacerlo la noche que vi a un acosador vestido con bata roja, apestaba a loción, traía puestas chanclas y calcetas blancas. Se acercó y susurró palabras. Estaba borracho. No le hice caso. Se fue a otra maquinita y oí que le ofreció dinero a un niño para que se fuera con él. Como tampoco le hizo caso continuó con su búsqueda. Se acercó a un grupo de preparatorianos y les preguntó si alguno quería que le sacara la leche. Me fui de allí con ganas de no regresar jamás.

 

Tiempo después ingresé a una escuela en Acapulco, y al salir visitaba el Espacial, un enorme local de maquinitas ubicado muy cerca de la Catedral. Allí pateé gnomos en el Golden Axe y fui un caza recompensas del Sunset Riders. Éramos tantos jugadores y máquinas que casi no había necesidad de hacer retas. Juan José Saer señaló: “Todos los vicios son solitarios. Todos los vicios necesitan de la soledad para ser ejercidos”. Dentro, a pesar de que éramos muchos, estábamos solos frente a las pantallas, regodeándonos en el placer de ganarle a los contrincantes artificiales que generaba el sistema. Había aire acondicionado, afuera el calor derretía a las personas. Me colocaba en mi juego favorito, Crude Buster, y mi personaje golpeaba todo lo que se le pusiera en frente. El dinero me duraba poco. Había que cambiar las monedas por fichas, y cuando ya no tenía, miraba las partidas de los otros. Después me iba, tomaba el camión y por la ventana veía caer al sol en el mar. Salíamos por Pie de la Cuesta, y las gaviotas y los pelícanos volaban sobre la espuma de las olas. Solo en el asiento, mientras veía al sol hundirse en el horizonte, pensaba en nuevas formas de superar niveles.

 

Al pasar los años me fui a vivir al entonces Distrito Federal. Jugaba un simulador de motocicletas en Jardines del Pedregal, y me la pasaba en las maquinitas de las farmacias de la Isidro Fabela. Ingresé al bachillerato. Y durante las vacaciones regresaba a Guerrero. Una vez, al bajar del autobús, cerca de la escuela primaria Hermenegildo Galeana, vi que alguien jugaba Mortal Kombat III en un local pegado a una llantera. Dejé mi maleta a un lado, elegí a Scorpion y carbonicé contrincantes. En eso llegó un niño, pequeño, metió una moneda en la ranura y me retó. Sonreí. Él no dijo nada. Me ganó fácilmente. Busqué revancha. Volvió a derrotarme. Manejaba a Baraka con absoluta maestría. Lo reté dos veces más y fui hecho trizas. Él ni siquiera volteó a verme. Me alejé. Hasta ahí llegó mi enfermedad, fui curado con la más dura derrota. Atrás quedaron los días en los que sólo pensaba en encontrar monedas; desapareció la fascinación por el poder de controlar.

 

A pesar de que las revistas especializadas las llamaban Arcade, o Arcadias, siempre preferí nombrarlas maquinitas. Con el tiempo los locales desaparecieron. Hoy en día en la Ciudad de México, para encontrarlas, hay que ir a locales especializados en plazas comerciales, o en la entrada de algunos cines. Las consolas y los eSports (deportes electrónicos) acaparan el mercado, generan cada año millones de seguidores en el mundo, y millones de dólares en ganancias. Ver que otros jueguen torneos para muchos es ridículo, pero la experiencia se multiplica, el jugador no está solo, lo rodea un estadio lleno de personas que lo vitorean. En México su fama va en aumento. Si mis padres hubieran visto lo que hoy en día se puede ganar (el gamer mejor pagado se hace llamar Kuroky, y sus ganancias son de 3.3 millones de dólares) quizás me hubieran alentado a jugar. En el 2015 el mundial de League of Legends fue visto por más de 36 millones de personas. La bolsa de premios de 2017 para el juego Dota 2 fue de 24 millones de dólares. Sus universos se expanden y popularizan. El éxito se basa en que son gratuitos, pero puedes comprar armas, vestuarios. Por lo general hay 2 equipos de 5 personas (cada uno es un personaje particular: un guerrero, una asesina, un espectro), ubicados en ciudades míticas, territorios medievales con criaturas fantásticas. Para ganar, los equipos tratan de llegar al castillo (o la base del equipo enemigo) por diferentes caminos para destruirlos. Una vez que alguien se atreve a jugarlos, se comprende que otros lo hagan en mucho menos tiempo. Al entender las reglas, se disfruta. Lo mismo pasa con el futbol, por ejemplo: ver a Ronaldo o a Messi hacer lo que para un simple mortal sería imposible, se goza porque se reconoce la dificultad.

 

Toco los botones azules de la maquinita que tengo enfrente. Mi personaje salta, golpea, gira y da patadas. Pierdo y regreso a la mesa que ocupamos. Miro a las personas que juegan en las otras máquinas del bar. Tomo cerveza. Se oye música, se mezcla con los sonidos de los videojuegos. Pienso en los desaparecidos territorios de mi infancia, en esa arcadia en la que los zanates graznaban en la copa de los árboles, y en la que el mar y el sol se fundían en el horizonte. María Gainza escribió que, aunque “las cosas dan vueltas antes de irse, dejan su rastro de caracol, su estela de plata transparente y húmeda, y después se hunden en la memoria.”

 

 

FOTO: Aspecto de la final de la Copa Mundial de Fortnite 2019 en el estadio Arthur Ashe de Nueva York. / CRÉDITO: AFP

« »