Las voces que sobrevivieron a la pandemia del sida
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En la década de los 80, la epidemia provocada por el VIH cambió la forma de vivir nuestra sexualidad. Sobrevivientes de esos años de incertidumbre dan su testimonio
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POR SERGIO TÉLLEZ-PON
Autor de La síntesis rara de un siglo loco (Tierra Adentro, 2017); Twitter: @tellezpunk
Las enfermedades atacan por igual a todos los seres humanos. En teoría también todos deberíamos saberlo pero de inmediato surgen los prejuicios que asocian una enfermedad con un sector de la sociedad. Al principio de la pandemia del sida, en los años ochenta, ésta fue una enfermedad relacionada con hombres homosexuales, por eso se le llamó el “cáncer rosa”. Ya en los noventa la epidemia se extendió a trabajadores sexuales y drogadictos. Esos prejuicios impidieron que se actuara rápido, en consecuencia, cobró la vida de muchísimas personas, sobre todo jóvenes que iniciaban su vida sexual. Casi cuarenta años después, quedan algunos testigos de ese tiempo, sobrevivientes de esa otra pandemia que, según datos de ONUSIDA, ha matado a casi 40 millones de personas en todo el mundo.
Vivíamos con muchas preguntas
Jan Novak llegó a México en los años noventa, primero vino como parte de la comitiva del entonces presidente checo Václav Havel. Le gustó nuestro país y regresó para quedarse, se naturalizó mexicano y ahora preside la asociación Fusión G que organiza la Marcha LGBT y el Queer Film Festival en Playa del Carmen. Jan nació en República Checa, en 1961, de manera que cuando surgió el sida en los primeros años ochenta era un joven que tenía una activa vida sexual. Pero también nació cuando el régimen comunista seguía gobernando y seguiría por casi 30 años más.
En el comunismo todo lo relacionado con los gays estaba prohibido. Si alguien lo decía abiertamente podía ser vigilado, mandado al psiquiátrico o encarcelado. Desde luego, también toda la información estaba controlada y con respecto a esa nueva enfermedad que surgía, dicha información era nula. La única fuente con que contaban los gays checos eran los turistas alemanes o franceses quienes comentaban algunos detalles, que se convertían en rumores, sólo entonces supieron que “algo estaba pasando”. Así que todo respecto al tema era incierto, no había acceso a condones, no sabían qué síntomas provocaba, ni cómo se transmitía, ni cómo podían protegerse o qué había para tratarla, vivían con muchas preguntas y también con mucho miedo. “No podíamos oír la radio de otros países ni ver la televisión occidental y nuestros medios no informaban nada”, recuerda.
Jan estuvo una vez hospitalizado y supieron que era homosexual. Allí él se dio cuenta de que le sacaban mucha sangre para hacerle pruebas más seguido porque tal vez los médicos sospechaban algo. “Los médicos sabían un poco más, pero nosotros no, nada”. Todo cambió en 1989, entonces empezó a fluir la información desde el lado oeste, en particular de Alemania y Austria. Aunque Jan no vive con VIH bien puede ser un sobreviviente de la pandemia si se toma en cuenta que en esos años muchos gays sí se infectaron y de ellos un gran porcentaje no vive hoy para contarlo.
Convivencia
Óscar Sánchez es fotógrafo. Desde hace muchos años trabaja en Convivencia, un proyecto de documentación sobre la relación de su vida con el virus. Este trabajo se presentó recientemente en el MUAC de la UNAM como parte de la exposición Expediente Seropositivo. Aunque en 1988 Óscar se había hecho una prueba de detección en la Fundación Mexicana para la Lucha contra el Sida, que salió negativa, no fue sino hasta 1992 cuando se hizo otra que lo confirmó como seropositivo y a partir de ese momento ha trabajado en este proyecto que documenta su vida y preocupaciones.
Cuenta que un año antes, en 1991, se enamoró perdidamente de un chavo y como “muestra de amor” tuvo relaciones sexuales sin condón. Luego supo que ese chico probablemente era seropositivo y que a otra pareja anterior también la había infectado. Fue entonces que decidió hacerse esa segunda prueba. Tuvo mucho miedo porque era la época en que saber que tenías VIH era aceptar que ya te ibas a morir. Desde entonces, confiesa, tiene esa espina de creer que no tiene futuro y que se va a morir mañana.
El primer tratamiento que siguió hacia 1995-1996 fue el AZT. Confiesa que se negaba a tomarlo y cuando finalmente lo hizo sólo lo tomó por un par de meses porque los efectos eran bastante molestos y veía que quienes lo tomaban se tornaban cenizas. Pronto entró al IMSS, allí le empezaron a dar un tratamiento llamado 3TC y luego siguieron otros, con un coctel llegó a tomar entre 27 y 29 pastillas al día. Parte de su trabajo fotográfico documenta y escenifica esas etapas. Convivencia contiene varios portafolios, uno de ellos se llama “Efectos secundarios”, que habla sobre los efectos que produce cualquier ingesta de drogas, sean recetadas o no, pues “todo lo que le metas al cuerpo produce efectos”. Con base en la información que los medicamentos decían que provocaban, hizo estas escenificaciones y las registró. Es una serie que no ha dejado de fotografiar, “sigo haciendo cosas, hoy un poco trabado, sin saber qué hacer, pero sigo tomando fotos, documentando todo”.
No dimensionaba el peligro
Andrés Cruz es nayarita pero por la cercanía pasó su juventud en Puerto Vallarta. “Mira cómo son las cosas, me fui de Vallarta por discriminación y ahora es el paraíso gay”, comenta. A finales de los años ochenta llegó a Tijuana, a conocer la frontera, y se quedó. Hoy es el presidente de Comunidad Cultural Tijuana (Cocut) A. C., que trabaja con
poblaciones LGBT. En aquel entonces, recuerda, ya había una intensa vida gay gracias a que en esa ciudad fronteriza la fiesta nunca paraba.
El epicentro del ambiente gay era, y sigue siendo, la plaza Santa Cecilia, en el mero centro. Ya había algunos bares, como el legendario Ranchero. “Empiezas a conocer gente, te acostumbras a verla allí entre los bares, de repente ya no está, entonces preguntas dónde está fulanito y resulta que ya no está, se lo llevó el virus. Era muy triste”, rememora. Si bien, Andrés frecuentaba esos lugares, reconoce que en el fondo tenía un prejuicio pues pensaba que mientras no se metiera con las personas que también frecuentaban los bares a él no le pasaría nada. Él ligaba y tenía encuentros con gente fuera del circuito gay con la que, no obstante, no usaba condón.
Reconoce que si no utilizaba condón no era por miedo sino por falta de concientización, “no dimensionaba el peligro”. Fue hasta 1999 cuando se hizo la primera prueba, para entonces ya tenía una pareja estable y decidieron hacérsela juntos para cuidarse. Ahora con la Cocut, se dio cuenta de que la comunidad gay está más dispuesta a hacerse la prueba, buscar ayuda o asesoramiento. En cambio en otro tipo de población no, pues notó que cuando regalaba condones en lugares públicos los hetero se niegan siquiera a recibirlo, “yo no soy puto o yo no uso”, se justificaban. En el caso de los bares gays, reconoce que no es fácil entrar a ellos pues los parroquianos se sienten vulnerados, invadidos en su espacio de divertimento. E incluso entre los trabajadores sexuales, los meseros y las trans hay cierta reticencia porque, dice Andrés, no quieren que el empleador lo sepa, no quieren perder el trabajo. “Ayudamos a muchos pero se nos fueron varios”.
Era una situación desesperanzadora
“Estoy por cumplir treinta años de que me diagnosticaron”. Pronto conoció una organización pionera en el tema llamada GeSida, encabezada por Francisco Galván. Fue con él y le planteó su problema, en ese momento la asociación ya tenía varios casos de Pemex a quienes también les habían aplicado la cláusula. Francisco fue muy claro y le dijo que no había manera de que recuperara su trabajo, sin embargo, le propuso algo. La idea era demandar a Pemex y a otras empresas por esos despidos para sentar un precedente. Y, además, hacer una conferencia de prensa para que el tema tuviera mayor impacto. Anuar dudó y pensó la propuesta un par de semanas. Finalmente se convenció y aceptó. Francisco volvió a ser claro y le dijo que no iban a ganar la demanda pero que, para hacer algo en el futuro, necesitaban crear jurisprudencia. En la Junta de Conciliación y Arbitraje, dice, “nos veían raro, nadie entendía qué hacíamos allí, había temor”. Luego de la conferencia de prensa su caso apareció en distintos periódicos, incluido El Universal y el canal de noticias ECO porque el tema era muy escandaloso para esos años.
Hoy es ilegal hacer esos exámenes a un trabajador sin su consentimiento. “No es que mi caso o el de los otros que estuvieron allí hayan cambiado la legislación pero al final contribuimos pues hicimos público el problema, lo llevamos hasta la instancia legal e hicimos del tema un discurso público”. Estos casos ayudaron a que se vieran las cosas distinto, a que se dejara de despedir gente y que se eliminaran cláusulas discriminatorias.
Muchas ganas de vivir
K. es una mujer trans que accede a compartir su testimonio pero de forma anónima, aunque no por eso es menos vívido y valioso. Ella cree que se infectó por una transfusión de sangre en 1985, pues ese año se sometió a una operación de busto. El médico le indicó que comiera mucho plátano y no tomara alcohol pero “uno es joven y quería festejar”. Ya en el quirófano se empezó a desangrar y tuvieron que ponerle dos litros de sangre. Como se sabe, en esos años, la sangre no pasaba por todo un proceso de certificación así que es muy probable que allí se haya dado la infección. Creció en la Magdalena Mixhuca, un barrio duro, donde desde niña fue muy afeminada y “chichona”, pues por parte de su papá todos tienen busto grande. Ella daba shows de vedette para los que le pedían tener más busto, fue por eso que se sometió a esa cirugía.
Muchos años después apareció una de las llamadas “enfermedades oportunistas”, enfermedades que se aprovechan de la infección y la baja de defensas para aparecer. Tuvo que dejar los espectáculos porque tenía fiebres, no podía comer, bajó de peso y se le caía el cabello. En varios hospitales que recorrió nadie sabía qué podía tener… pero ella, que ya había visto a alguien morir, empezó a sospechar. Luego vinieron los tratamientos, el primero fue el AZT, que era un medicamento para el cáncer que no había dado resultados y que ahora usaban para tratar el VIH. Una infectóloga se lo recetó pero, agregó, “ya sabemos que un solo medicamento no sirve, necesitamos una terapia de varios medicamentos. Hasta ahora creemos que deben ser tres”. Su siguiente parada fue el INER, donde le hicieron los primeros exámenes de carga viral y CD4. Seis meses después llegó la primera terapia “que era espantosa” porque eran 29 pastillas diarias las que tomaba que traían consigo sus efectos, “pues aquellos era una intoxicación”. Actualmente está en un coctel de rescate “porque ya me chuté el 90% de los medicamentos”, esto porque cada organismo responde distinto a las enfermedades y a los tratamientos.
“Yo siempre tuve ganas de vivir”, confiesa. Muchos murieron porque para ellos era peor la medicina que la enfermedad. El tratamiento era tan fuerte que pocos lo aceptaban. “Jamás he estado en un hospital, no he sabido lo que es una neumonía, ni Sarcoma de Kaposi”.
Todo eso es historia, ya ocurrió
Veracruzano de nacimiento, Josué Quino llegó muy niño a la Ciudad de México y aquí vivió la mayor parte de su vida. En 1985 vivía con su entonces pareja en el piso 12 del edificio Allende en Tlatelolco. El día del temblor recuerda que lo sintieron pero se quedaron en su departamento, la sorpresa vino cuando salieron para ir a trabajar y se toparon con el edificio Nuevo León colapsado. Un año después, su vida cambió por completo.
Desde niño tuvo problemas en la garganta, le operaron las anginas y le quedó una tos casi permanente. Pero un día esa tos aumentó así que su pareja lo llevó con un homeópata que lo recetó y le pidió que regresará en 15 días. A su regreso, ese doctor le pidió tomarle una muestra de sangre. Con ciertas estratagemas piadosas, al final le tomó sangre tres veces, con las que le hizo la prueba de detección que resultó positiva. Entonces su pareja decidió que también se haría el examen, que resultó positivo. “A mí nunca me informaron ni autoricé que me hicieran la prueba, sin embargo hoy, 34 años después, la verdad es que yo no me la hubiera hecho”. Por ser gay y teniendo el virus la sentencia era que se iba a morir, “era lo que se sabía entonces, no había vuelta de hoja”.
Primero supo que la esperanza de vida era de 5 años, luego algunos científicos aumentaron a 10 años. Pasados esos 10 años se dispuso “a bien morir” pues, por si fuera poco, a lo largo de ese tiempo contabilizó a más de 200 amigos y conocidos que murieron. Se negó a morir y decidió hacer algo, así que fundó y desde entonces preside la organización Teatro y Sida A. C., que sobrevivía con apoyos gubernamentales “entra el presidente por el que voté y corta los apoyos a las organizaciones de la sociedad civil”. “El hecho de que hoy esté vivo es la suma del amor de mi familia, mis amigos y mis doctores. La vida vale la pena vivirla”.
FOTO: Organizaciones civiles realizan pruebas de detección rápida del VIH a un costado del Ángel de la Independencia, en 2017./ Archivo EL UNIVERSAL
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