V. y los rododendros

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La última anotación que hizo Virginia Woolf en su diario nos habla de una mujer apasionada por la naturaleza y enamorada de su esposo Leonard, con quien compartió todo menos ese último instante de vida antes del suicidio en las aguas del Río Ouse, en la provincia británica de Sussex

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POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS

Escritor. Autor de La piel insomne (Almadía, 2020)

“L. está podando los rododendros.” Esta es la última anotación que Virginia Woolf garabatea en su diario. La fecha es lunes 24 de marzo de 1941.

 

Cuatro días antes de llenarse los bolsillos con piedras e internarse en el río Ouse, Virginia ve a su esposo Leonard cuidar unos arbustos. El rododendro, del griego rhódon (rosa) y dendron (árbol), florece en primavera. Todas sus partes son tóxicas y aun mortales si se comen.

 

Leonard Woolf poda unos arbustos potencialmente letales cuatro días antes de que su mujer se ahogue en el río. La muerte zumba en el aire. ¿Verá Virginia, segundos antes de que su vida sea podada sin remedio por las aguas del Ouse, cómo las piedras en sus bolsillos se vuelven rosas? ¿Pensará que al hundirse en las aguas quedará libre al fin de la piedra de Sísifo que representan las voces que colman su cabeza como si fuera un panal de abejas?

 

“No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros.” Así se despide Virginia de Leonard. Es su manera de decir: Te he amado incluso entre rododendros, incluso entre veneno. No firma la carta suicida con su nombre de pila sino con su inicial: V. Una identidad podada al extremo para dejar una sola letra, una de las últimas del alfabeto.

 

Podar: de eso trata la escritura, de llegar a lo esencial, al núcleo de lo que se quiere y debe decir y no callar como instruyó Ludwig Wittgenstein: “La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores.” ¿Verá Leonard, mientras lee con el corazón crispado la despedida de V., las flores que crecen como por arte de magia en los rododendros que podaba apenas cuatro días atrás?

 

Hoy, 28 de marzo de 1941, en el río Ouse que corre como si fuera el torrente sanguíneo de Sussex hay más piedras de las que había el día anterior. Hay abejas que surcan la atmósfera con rapidez de balas rubias en pos de otro panal donde asentarse a sus anchas. Hay un cuerpo que ha sido podado de la primavera y que no será recuperado sino hasta tres días después.

 

“Este cuerpo, con todas sus facultades, le parecía nada, nada en absoluto. Tenía la rarísima sensación de ser invisible, no vista, desconocida […] y sólo le quedaba este pasmoso y un tanto solemne avance.” Flotando río abajo, V. ve su cuerpo en el cuerpo de Clarissa Dalloway. Guisantes de olor o Lathyrus odoratus son las flores que Clarissa compra en la floristería Mulberry en Bond Street una mañana en que el verano se desploma sobre Londres. Completamente distinto al de las rosas, su aroma inunda el cuerpo de V. que se convierte en un organismo de agua bajo el brumoso sol primaveral.

 

En el fondo del río Ouse, V. cree vislumbrar flores que arden como ardían frente a los ojos de la señora Dalloway. Cree advertir “grises y blancas mariposas nocturnas, revoloteando, yendo y viniendo”. Se prepara, líquida, para la noche que se avecina a plena luz del día.

 

 

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“Sí, muy probablemente estoy destruida, enferma, muerta. ¡Maldita sea! Aquí me caí diciendo ‘Qué extraño, flores’”, escribe Virginia Woolf.

 

Esta entrada del diario de quien se reducirá a la letra V. por decisión propia está fechada el martes 2 de septiembre de 1930 al cabo de un paseo con la bailarina rusa Lidia Vasilievna Lopujova, casada con el economista británico John Maynard Keynes, durante el que V. describe sus jaquecas con una frase con filo de cuchillo: “La presión como de una jaula metálica de sonido sobre mi cabeza.” Estas jaquecas cruzan los diarios y el cerebro de V. como un estremecimiento feroz y permanente. Como un río con un lecho lleno de piedras del tamaño de la mano que las depositará en los bolsillos de un vestido tal vez estampado.

 

Cuando pierde el conocimiento frente a Lidia, V. piensa en flores. ¿Podrán ser los rododendros que su esposo podará antes de su suicidio? Las jaquecas se parecen a los rododendros: son tóxicas y hasta mortales en algunos casos. La mente de V. es devorada poco a poco con un apetito floral.

 

“Acabo de regresar de engañar a la jaqueca —debería haber un nombre para estas peregrinaciones— en Hampton Court”, escribe V. en su diario. Peregrinar entre rododendros: he ahí un nombre posible para la jaula metálica que ciñe la cabeza de V., que vuelve prisionera a la cabeza de V. junto con las ideas que la surcan. Dentro de la jaula hay sólo un ave muerta sobrevolada por abejas que buscan algo dulce en el corazón de la carroña.

 

V. fuma mientras piensa. Jaquecas y rododendros, flores y piedras, abejas y despojos: ¿cuál es su relación posible, su nexo íntimo? ¿Por qué la naturaleza finca vínculos entre cosas que no tendrían que vincularse? ¿Hasta dónde hay que peregrinar para dar con la llave que abra la puerta de la jaula que ahora se cierra de nuevo con el estampido metálico que anuncia el retorno del dolor al fondo del cráneo?

 

 

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“El pasado es hermoso porque uno nunca comprende una emoción en su momento”, escribe Virginia Woolf el miércoles 18 de marzo de 1925.

 

Con esta anotación V. comienza un nuevo cuaderno, el Diario XIV. Ha dejado inconcluso el cuaderno anterior, Diario XIII, y eso la inquieta: ahí está, innegable, el zumbido del desasosiego que a veces se puede confundir con el murmullo del pasado por más bello que sea. El Diario XIII termina con “algunos presentimientos ominosos al ver tantas páginas en blanco”. Páginas que semejan un jardín vacío y virgen donde pronto empezará a escucharse el rumor de los rododendros que germinan.

 

Antes de (in)concluir el Diario XIII, en la entrada del martes 6 de enero de 1925, V. habla de días de lluvia y de un río que se desborda. “A menudo no fui capaz de dar un paseo. L. podó, lo cual exigía un valor heroico. Mi heroísmo fue puramente literario”, se disculpa mientras trata de no prestar atención al fragor seductor de las aguas crecidas.

 

Ahí está Leonard, el esposo fiel, podando, siempre podando: sabe que el matrimonio es asimismo una infatigable labor de jardinería. Ahí están las páginas vacías llenas de rododendros que harán las veces de palabras dolorosas y potencialmente mortíferas. Ahí está el río hinchado como un vientre de agua en cuya preñez participan piedras.

 

Las abejas evitan los rododendros para no producir miel tóxica. Miel loca, la llamaban también en la antigua Grecia. En su Anábasis, el comandante Jenofonte refiere el envenenamiento por miel loca sufrido por los diez mil mercenarios helénicos que invadieron Persia bajo las órdenes de Ciro el Joven: “Los griegos, subida la montaña, acamparon en numerosas aldeas muy bien abastecidas, y nada les llamó la atención sino la gran abundancia de panales que había en aquellos lugares. Pero a todos los soldados que comieron la miel se les trastornó la cabeza y tuvieron vómitos y desarreglos de vientre; ninguno podía tenerse en pie. Los que habían comido sólo un poco parecían borrachos, los que comieron más daban la impresión de locos, y algunos quedaban como muertos.” La demencia es dulce como la miel, como la embriaguez, como el corazón de la carroña. La demencia es también una jaula de metal que se ciñe sobre la cabeza de quien la padece y donde en ocasiones huele a flores aunque estén marchitas.

 

“Toda flor parece arder, suavemente, con pureza, en la tierra neblinosa”, reflexiona V. a través de Clarissa Dalloway. Toda flor es un incendio que atrae incluso en medio de la bruma a las abejas, pequeñas ascuas que llevan y traen polen y fuego para que el mundo pueda seguir viviendo o sobreviviendo entre llamaradas. Sólo el rododendro no arde de vida. El rododendro es una jaqueca, la brasa de algo que se extinguió sin dejar mayor rastro, un aviso de muerte disfrazado de panal. Una metáfora que Leonard poda en el jardín de la locura mientras a su alrededor, en el encendido aire primaveral, vibra el eco de los gritos alucinados de diez mil soldados con los labios rebosantes de néctar.

 

 

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“No tenemos emociones completas respecto al presente, sólo respecto al pasado”, escribe Virginia Woolf para inaugurar su Diario XIV.

 

Esta frase la podría suscribir Rhoda, uno de los siete personajes principales de Las olas, la séptima novela de V., publicada en octubre de 1931. Siete-siete: los números pueden ser un refugio cuando se entra y sale de la jaula metálica del dolor. Por sus virtudes ocultas, señala el matemático Hipócrates de Quíos, “el siete tiende a realizar todas las cosas; es el dispensador de la vida y fuente de todos los cambios, pues incluso la luna cambia de fase cada siete días: este número influye en todos los seres sublimes”.

 

Refugio de un mundo tormentoso del que se siente exiliada desde niña es justo lo que Rhoda busca en medio del vendaval integrado por seis soliloquios que giran en torno suyo con la pericia rítmica que V. aplica en la composición de su sublime panal literario. (El séptimo soliloquio, que correspondería a Percival, ha sido interrumpido por la muerte.) Lo que Rhoda quiere, sí, es una habitación propia y de preferencia poblada de música para contrarrestar el zumbido de su mente que acabará llevándola a probar la miel amarga y loca del suicidio. Quiere para ella sola una ventana que le permita mirar el océano que le pertenece desde la infancia y que se condensa en el cuenco de agua donde deposita breves y tristes ofrendas de pétalos.

 

En Las olas abundan flores como las que Clarissa Dalloway se encarga de comprar una mañana diáfana, “cual regalada a unos niños en la playa”, en la que sopla un aire fresco similar “al golpe de una ola”. Rhoda piensa en una habitación propia pero floral y desprovista de abejas porque le basta y le sobra con las que le inundan la cabeza y la apartan de todo lo que la rodea. Piensa, lo que es más, en las “flores visionarias” soñadas por Percy Bysshe Shelley en un poema que es en realidad una pregunta. “Me apresuré a volver. Mis labios: ‘¡Ten/ estas flores!’, dijeron. Pero ¿a quién?”, dice Shelley. A mí, piensa Rhoda, dámelas a mí para colocarlas en mi habitación con vista al mar donde me ahogaré. Y en voz alta replica a Shelley: “Reuniré mis flores y las regalaré — ¡Oh! ¿A quién?” Pero ahora nadie le contesta. Nadie hay en la habitación del pasado que resulta hermosa porque uno rara vez descifra cómo debe habitar el hogar tumultuoso que le brinda el presente.

 

En la habitación donde escribe su Diario XIV y escribirá Las olas, V. piensa en flores. Piensa en Leonard, paciente, podando rododendros en los que acecha, taimada, la locura que hizo presa de diez mil soldados griegos. Rhoda, rhódon, rododendro: ¿habrá hecho V. ese nexo nominal y eufónico? ¿Qué tanto de flor hay en un nombre, qué tanto de melodía semejante a las que Ludwig van Beethoven escuchaba en su sordera? ¿Qué tanto de V. hay en Rhoda? ¿A qué huele la identidad como la que Rhoda anhela disolver en el oleaje, como la que V. decidirá ofrecer a las aguas del río Ouse?

 

El presente es una flor falsa e incompleta, se dice V., su aroma siempre viene del pasado y al pasado regresa porque el hoy es ayer en cuanto lo aspiramos. Enciende un cigarro. En su jardín vuelan abejas que componen una sinfonía tan bella como demencial. “Antes de escribirlos pienso en mis libros como si fueran música”, recuerda haber admitido mientras la corola de un gramófono soltaba su polen invisible.

 

Cuando era niña V. solía aureolarse de flores quizá visionarias, aunque su rostro remitía no tanto a Percy Bysshe Shelley como a Juana de Arco. Cuando era niña Rhoda solía ver naves ocultas en las flores que deshojaba: “Todos mis barcos son blancos. No quiero pétalos rojos de geranios ni de malvas. Quiero pétalos blancos que floten cuando incline el cuenco. Tengo ahora una flota que bogará de playa en playa. Dejaré caer una rama como si fuera una balsa para un marinero que se ahoga. Dejaré caer también una piedra a fin de mirar las burbujas que suben desde las profundidades del mar.”

 

Toda flor, se podría haber dicho V. entre volutas de humo, es en verdad una piedra que espera ser guardada en un bolsillo.

 

 

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“Es muy raro el estado de ánimo ideal para la lectura, a su manera un placer tan intenso como cualquier otro, pero generalmente un dolor.” Esto anota Virginia Woolf el 16 de junio de 1925 mientras suda en el verano candente que sigue a la publicación de La señora Dalloway, su cuarta novela, lanzada un mes antes, el 14 de mayo.

 

A junio corresponde también el día en que Clarissa Dalloway va en busca de las flores para adornar la fiesta que se ensombrecerá con la muerte de Septimus Warren Smith: “Junio había hecho brotar todas las hojas de los árboles. Las madres de Pimlico amamantaban a sus hijos. La armada transmitía mensajes al almirantazgo. Arlington Street y Piccadilly parecían dar calor al aire del parque y alzar las hojas, ardientes y brillantes, en oleadas de aquella divina vitalidad que Clarissa amaba. Y, con entusiasmo, ahora Clarissa habría bailado, montada a caballo […] Tenía la perpetua sensación, mientras contemplaba los taxis, de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar, y sola; siempre había considerado que era muy, muy peligroso vivir, aunque sólo fuera un día.” Cada despertar conlleva, en efecto, el riesgo de precipitarse en el sueño del que ya no se despierta. Cada día trae implícita su ineludible noche eterna.

 

Dos junios separados por apenas dos años. 1923: la señora Dalloway se aventura “como un cuchillo [que atraviesa] todas las cosas” en la mañana de Londres, en el momento justo “en que toda flor —las rosas, los claveles, las flores de lis y las lilas— resplandece; blanca, violeta roja, anaranjado profundo”. 1925: la señora Woolf siente una vez más la floración del dolor, esa especie de segundo esposo tan leal como Leonard. El dolor de leer, el dolor de escribir, el dolor de esperar las críticas sobre La señora Dalloway. Junio, las jaquecas de junio, las flores de junio sobre las que planean las abejas de la demencia.

 

“Qué frescas, como ropa blanca recién lavada y planchada”, le parecen las rosas de la floristería Mulberry a la señora Dalloway en junio de 1923. Rosa, del griego antiguo rhódon: lo que es fragante, lo que desprende un olor que puede llegar a enloquecer. Aunque sea tóxico o porque es, precisamente, tóxico. Allí acecha, agazapado y listo para que unas manos pacientes lo poden, el rododendro.

 

Allí está, adolorida por jaquecas en su habitación propia con vista a un vasto océano interior, V. Aguarda la suerte de Clarissa Dalloway, que embargada por la sensación de estar sola en el mar compra flores para el suicidio de Septimus Warren Smith, que se arrojará al vacío por una ventana como la que Rhoda reclama para sí misma entre el rumor incesante de Las olas.

 

 

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El 19 de agosto de 1925, Leonard y Virginia Woolf pedalean a bordo de sus bicicletas en el calor estival hasta Charleston, finca emblemática del Círculo de Bloomsbury. Se dirigen a celebrar los quince años de Quentin Bell, el segundo hijo de Vanessa, la hermana mayor de V., quien se encarga de diseñar las portadas de los libros de ésta. Hay dos Vs en la familia. A la vuelta de las décadas Quentin será el biógrafo de la V. más conocida, su tía materna, que ha inspirado el periódico familiar (Charleston Bulletin) creado por él y su hermano mayor Julian en el verano de 1923.

 

En plena cena de festejo familiar, V. se desmaya. ¿Caerá diciendo, como lo hará durante otro desmayo en septiembre de 1930 en compañía de una bella bailarina rusa: “Qué extraño, flores”? ¿Pensará en Sally Seton, la amiga y enamorada juvenil de Clarissa Dalloway, que anuncia la inclinación por las ofrendas que Rhoda expandirá en Las olas: “Sally salió, cogió malvas, dalias, todo género de flores que jamás habían sido vistas juntas, les cortó la cabeza y las arrojó a unos cuencos de agua, donde quedaron flotando”?

 

Agotamiento, se autodiagnostica V. al recobrar la conciencia en casa de su hermana Vanessa. Pero apenas van dos de las ocho semanas de retiro intensivo para trabajar en Al faro, su quinta novela, que verá la luz en mayo de 1927 y en la que escribirá: “El blanco de las flores y algo gris en las hojas conspiraban para despertar en ella una sensación de ansiedad.” Y además: “Las palabras (miraba hacia la ventana) sonaban como si fueran flores que flotaran sobre el agua de afuera, separadas de todos ellos, como si nadie las hubiera pronunciado, como si hubieran ingresado en la vida ellas solas.” Flores y palabras, agua y ventanas: la música que suena en los libros de V. está llena de ritornellos.

 

Quince días después de que su sobrino Quentin cumpla quince años, V. anota: “He estado aquí tumbada, en esa extraña vida anfibia del dolor de cabeza.” La jaqueca, compañera fiel con la que también se firma un contrato matrimonial. La jaqueca y la escritura, la jaqueca y la lectura. La jaqueca en las tardes con “filo de oro” del verano que parecen no terminar jamás.
La jaqueca hace de V. una criatura que se desplaza no sin dificultad entre el agua diáfana del mundo, donde cabezas y pétalos de flores flotan como parte de enigmáticos rituales, y la tierra lóbrega del dolor. Allí donde crecen, insidiosos, los rododendros.

 

 

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“A los sesenta me sentaré a escribir mi vida”, apunta Virginia Woolf el lunes 8 de febrero de 1926. Así da inicio lo que será el Diario XV.

 

Los diarios de V., lo asume ella misma, son la cantera de la que saldrán sus memorias. La “materia prima para esa obra maestra”, añade en un arranque quizá demasiado optimista, quizá demasiado utópico. Porque por desgracia la obra maestra que sin duda habría sido esa autobiografía nunca verá la luz. Como ya es sabido V. resuelve ahogarse el 28 de marzo de 1941, a los cincuenta y nueve años, dejando tras de sí una de las despedidas más estremecedoras de la historia de la literatura: “Querido: Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. Creo que no puedo pasar por otra de esas espantosas temporadas. Esta vez no voy a recuperarme. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor.”

 

En la muerte de V. pulsan, desgarradoras, sus propias palabras. El río Ouse la arrastra diez meses antes de cumplir los sesenta años, una orilla temporal que habría alcanzado el 25 de enero de 1942. No se sentará frente a su mesa de trabajo en Monk’s House en East Sussex, fotografiada por Gisèle Freund en 1965, para dar forma escrita a una vida signada por el dolor y la enfermedad mental que sin embargo se presenta repartida con muy distintos disfraces en sus nueve novelas, la última de ellas (Entre actos) editada de manera póstuma.

 

Quien se sienta a tratar de ordenar la vida y la escritura de V. al cabo del suicidio es Leonard, su esposo. Leonard, el paciente podador, el experto en rododendros. En 1942, un año después del ahogamiento de V., este jardinero amoroso da a la imprenta La muerte de la polilla y otros ensayos, volumen integrado por veintiséis prosas diversas en el que se lee: “La mujer todavía tiene muchos fantasmas que combatir, muchos prejuicios que superar. Por cierto que tendrá que pasar mucho tiempo, a mi entender, para que una mujer pueda sentarse a escribir un libro sin encontrar un fantasma que matar, una piedra contra la cual chocar.” Piedras, invariablemente piedras en el río caudaloso de las palabras.

 

En el prólogo a esa reunión de textos de V., Leonard refiere la seriedad con que su esposa “se tomaba el arte de escribir, aun para periódicos”. Y una anécdota basta para ilustrar esa seriedad. Antes de morir V. reseña un libro cuyo autor queda tan azorado, tan gratamente sorprendido, que quiere el mecanuscrito de la crítica. Leonard localiza el borrador original del artículo escrito de puño y letra y “no menos de ocho o nueve revisiones completas” mecanografiadas por la propia V., que concluye así el hermoso ensayo consagrado a un atardecer sobre Sussex: “‘Ya váyanse —les dije a mis yoes reunidos—. Ya cumplieron su cometido. Llegó el momento de despedirnos. Buenas noches.’ Y el resto del viaje transcurrió en la deliciosa compañía de mi propio cuerpo.”

 

Como si supiera que el cuerpo espectral de V. lo observa de cerca, Leonard señala que incluso los textos inéditos incluidos en La muerte de la polilla y otros ensayos fueron repasados con cuidado. Lo único que hice, afirma, fue puntuar y corregir errores obvios. Siempre revisé de este modo los manuscritos de los libros y los artículos de V. antes de que se publicaran.

 

Pero lo que en realidad quiere decir Leonard Woolf es otra cosa. Quiere decir: Siempre estuve ahí, en el jardín soleado aunque estriado de sombras que es el matrimonio, podando los rododendros para neutralizar su ponzoña hasta donde me fue posible a la luz de la primavera. Siempre estuve pendiente de que las flores de V. resplandecieran a salvo de las abejas de la locura, lejos de las piedras con que la muerte carga nuestros bolsillos para entorpecer el tránsito por el río fragoroso de la vida.

 

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