Vistas del Londres de “La tierra baldía”
La reciente publicación de la correspondencia entre T. S. Eliot y Emily Hale trajo consigo inesperadas revelaciones que arrojaron nueva luz sobre la lectura de esta obra que alcanza sus primeros 100 años
POR JOSÉ HOMERO
“Mientras se va aclarando, poco a poco, la vida de Eliot, se vuelve más evidente que la apariencia ‘impersonal’ de su poesía (la multiplicidad de rostros y de voces) encubre una reelaboración muchas veces bastante literal, de sus experiencias personales”, señala Lyndall Gordon. Sentencia paradójica pues ¿no es The Waste Land cumbre del modernismo poético y modelo de poesía hermética? ¿No el propio poeta, en su faz crítica, abogó por deslindar al autor de la obra y por el predominio de la forma sobre la emoción? Eliot, que incluso ocultó su nombre entre dos iniciales, suprimió y postergó los hechos para ocultar el trasunto biográfico de su poesía. Tan temprano como 1925, pidió que no se le hiciera “ninguna biografía”, y a sus allegados “que guardaran silencio”. Gordon asienta un dato que, en 1977, el año de la publicación de El joven T. S. Eliot (en español apareció en 1989 bajo el sello del FCE), parecía anecdótico: “Gran parte de su correspondencia se guarda bajo cancel hasta el próximo siglo”.
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Y he aquí al río. Veníamos desde un barrio situado al norte y nos apeamos en King William Street. Habíamos planeado conocer varias iglesias y monumentos de la City antes de encaminarnos hacia el oeste. Habiendo previsto visitar el río posteriormente, me sorprendió su vista. Familiar por tantos pasajes literarios y tantas imágenes fílmicas, nada, sin embargo, me había preparado para el encuentro. Anchuroso, con su cardumen de destellos plateados vibrando al sol de las diez de la mañana surcado por lanchones, me recordó a otro río, el Coatzacoalcos, a cuya cadera se recostó mi ciudad natal, Minatitlán. Me acodé sobre la baranda del puente de Londres a contemplarlo. Aunque tampoco sé mucho de dioses, su presencia milenaria, ancestral, anterior a todo vestigio humano, me estremeció.
El río es una de las presencias tutelares de Eliot; y las referencias, sean al poderoso Mississippi (“The river is within us”, escribió en “The Dry Salvages”) o al Támesis, imbuyen sus versos, cumpliendo una función simbólica pocas veces estudiada, excepto con sesgo biográfico. El rumor del Támesis se escucha en el poema cuyo centenario hoy celebramos desde la primera de sus cinco estancias. En “El entierro de los muertos” la voz poética planta, justo en el sitio donde descendimos del autobús de la línea 43, uno de los motivos que armonizan esta sinfonía coral: la multitud que cruza el puente de Londres ajena a su condición espectral (“la nación de los muertos”, la llamó ese gran eliotiano que fue David Huerta), una recreación dantesca, como precisó el autor. Más sutilmente, encauza otro tema que fluye por el río del texto: el elemento agrícola. La tierra baldía, desde los tocones que la asientan, insinúa su venero simbólico: entre los ciclos naturales discurren los ritos de la fertilidad que curan la esterilidad:
Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
¿ha comenzado a retoñar? ¿Florecerá este año?
¿No turba su lecho la súbita escarcha?
(todas las traducciones de los textos, con excepción del de Gordon, son de quien escribe)
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La fecha exacta en que nuestra apreciación de The Waste Land comenzó a cambiar fue el 2 de enero de 2020. Resguardadas en el sótano de la Biblioteca Firestone de Princeton por décadas, ese día las cartas que Eliot remitió a Emily Hale, la Niña de los Jacintos, finalmente fueron exhumadas. Aguardaba a los lectores del contenido largamente velado una sorpresa más: una carta del poeta, quien había pedido que se difundiera el día en que la correspondencia quedara libre.
La trama cuidadosamente urdida para impedir que el lector percibiera en el vasto tapiz lírico el drama personal, comenzó a pudrirse, sus hilos a deshilarse. No ha mellado la monumentalidad del poema, pero sí una de las columnas que sustentaron su poética: la impersonalidad de la voz lírica. La divulgación de esa correspondencia, sumado al cotejo del manuscrito original con las partes expurgadas y el cuerpo crítico de las varias copias que circularon entre el círculo de Eliot, permiten concluir que The Waste Land, sin menoscabo de su carácter alegórico, entraña un trasunto de la infelicidad doméstica. El rey sin amor, el príncipe desdichado de la torre abolida, el hombre hueco que no está ni vivo ni muerto, Tiresias errante, es el propio poeta atrapado en un matrimonio desventurado; una jaula como la que resguarda o retiene a la Sibila de Cumas, que mengua pero no puede morir, sobre la que el adulterio, la locura, la esterilidad y la corrupción ciernen sus garras. Los variopintos personajes: el rey pescador, el martirio de San Narciso, Tiresias y Flebas el fenicio son proyecciones del teatro íntimo, la experiencia de “¡El horror! ¡El horror!”, como nada sutilmente insinuaba el epígrafe de Joseph Conrad (de El corazón de las tinieblas), desechado por Ezra Pound.
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La monótona cópula del joven burócrata y la secretaria, que Tiresias atestigua a través de la ventana, reitera la violación de Filomela por el enardecido Tereo, narrada en el cuadro sobre la repisa, metafórica ventana en el sofocante tocador de la jugada inicial de “Una partida de ajedrez”. Las precisas referencias al paisaje londinense, a sus iglesias, sus barrios, sus calles y sus pubs no interfieren con la representación de una ficción primordial. Por ello, los londinenses pueden reclamar suyo el poema al reconocer la toponimia.
Flowed up the hill and down King William Street,
To where Saint Mary Woolnoth kept the hours
With a dead sound on the final stroke of nine.
Dice Jason Harding, en T. S. Eliot in context, “oscurecido por capas de alusiones, la literalidad de la topografía de este pasaje se pierde fácilmente”. El primer verso de esta frase resulta enigmático para la mayoría de los traductores al español que desatinan su sentido; incomprensible si no se recorre King William procedente de la ribera sur del Támesis. Para cruzar el puente, esa multitud debe ascender la cuesta —en realidad “flota” (“flowed up”), pues son ánimas; matiz que también se esfuma en la decantación castellana—, para en seguida descender por la calle del rey Guillermo hasta desembocar en la confluencia con la calle de Lombard. Ahí se alza, aislada y oprimida, la iglesia de Santa María Woolnoth, próxima al banco Lloyd’s, donde el antiguo estudiante de Harvard laboraba, sintiendo tal presión y agobio que, eventualmente, sufriría el colapso nervioso que le permitió tomar el descanso necesario para culminar su poema, hasta entonces inconcluso y sin derrotero definido.
Aunque el poeta declare en las notas que el “mortecino sonido de la novena campanada” fue un “fenómeno que he notado con frecuencia”, no menos cierto es que ese “tañido fúnebre” (otra traducción para “dead sound”) lo es doblemente: como eco semántico —una disemia— en el que reverbera la configuración lúgubre de la turba, y como recordatorio de la hora de entrada laboral. El párrafo consigna el diario recorrido del joven oficinista hacia la llamada “rotonda del banco de Inglaterra” (Bank Junction). El “¡Dense prisa por favor que ya es hora!”, con que apremian los mozos a las amigas que discuten al final de “La partida de ajedrez”, adquiere una resonancia literal: el seco sonido de la novena campanada revela que el peregrino va con retraso.
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Altivo y solitario alabardero de épocas pretéritas se yergue San Magnus el Mártir, cuyos cimientos se remontan al siglo XI a. C., siendo presumiblemente el primer templo católico del enclave. Arrasado por el gran incendio de 1666, su reconstrucción comenzó en 1671, y es una de las obras mayores de Christopher Wren, cuyo hito es la catedral de San Pablo.
Tras contemplar el Támesis, bajamos por la calle del Rey William y en seguida tomamos la calle del Pescado (Fish Street). El emblemático coloso de siglos, hoy de estatura disminuida por las arrogantes construcciones modernas y el sofocante tráfico, nos guiñó ojivalmente desde la acera opuesta. San Magnus fue el sitio de entrada a Londres hasta 1831, cuando se inauguró un nuevo puente y se destruyó el antiguo; su donosa arquitectura y su prominencia en el paisaje lo convirtieron en un emblema londinense. Pese a ello, una iniciativa eclesiástica de 1920 proponía demolerlo junto a otras iglesias del distrito financiero.
En la segunda Carta de Londres, columna que escribía para la revista norteamericana The Dial, fechada en mayo de 1921, además de reseñar los principales acontecimientos culturales de la primavera londinense, Eliot cuestiona la demoledora propuesta. Aunque apunta el olvido en que se encuentran (“pocos visitantes norteamericanos y ciertamente pocos nativos exploran alguna vez estos desconsolados templos”), añade que otorgan al área mercantil una “belleza que sus horribles bancos y casas bursátiles no han logrado desfigurar totalmente”. Y concluye con una confidencia: “Para quien, como el presente escritor, pasa sus días en esta ciudad de Londres (quand’io sentii chiavar l’uscio di sotto )(1) la pérdida de estas torres para toparse con el panorama de un callejón mugriento y vacías las naves que al mediodía acogían al visitante solitario procedente del polvo y el tumulto de la calle Lombard, será irreparable e inolvidable”.
Entre las 19 iglesias que la oposición cívica salvó de la demolición se encontraba la ya citada de Saint Mary Woolnoth. En las primeras versiones The Waste Land se nombraban otras parroquias, pero esos pasajes los suprimió Pound. Algo sobrevivió, empero, en el cántico que retoma el motivo de la ciudad irreal en la tercera sección, “El sermón de fuego”, donde se celebra el “inviolable esplendor” de San Magnus. Hoy podemos corroborar que, de entre todos los templos —esta mañana de domingo tan desolado como hace un siglo—, fue el más cercano al joven Eliot durante la composición del poema. Refugio en sus horas del almuerzo y su espacio de oración, seguramente escuchó el coro muchísimas veces, y la grave y mística reverberación de los tubos del gran órgano anegaría su espíritu de exultación.
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Para Eliot, la biografía tenía un sentido singular. La experiencia sensible tanto como el pensamiento o la imaginación podían propiciar un destello creativo. “Cuando la mente de un poeta está perfectamente dotada para su tarea, a menudo conjunta experiencias dispares; la experiencia del hombre común es caótica, irregular, fragmentaria”. Acaso por ello en el centenario la cosecha bibliográfica trajo consigo obras que cavan en el profundo pozo de los documentos biográficos, como The Hyacinth Girl: TS Eliot’s Hidden Muse, de Lyndall Gordon (Virago) y Mary & Mr Eliot: A Sort of Love Story, de Mary Trevelyan and Erica Wagner (Faber). Sobresale The Waste Land. A Biografhy of a Poem (Faber), que aborda el poema desde esa perspectiva que Eliot consideraba la auténtica biografía de un poeta: el cúmulo de experiencias que “en su mente siempre están formando conjuntos nuevos”. Con una investigación exhaustiva que recala en todas las fuentes disponibles, Matthew Hollis nos acerca a la mente del poeta y el conjunto de sus experiencias presentándonos el entorno, las circunstancias, históricas, personales, artísticas que influyeron en la escritura de la obra magna que este 2022 cumplió su primer siglo. Esperemos que su presencia sea tan milenaria como el Támesis.
- Nótese la cita de Dante, lo que revela que data de esa primavera la configuración de la masa laboral como una muchedumbre fantasmal y condenada al subsuelo. En este caso, el Underground, es decir, el metro, el vehículo preferido de transporte ya desde finales del siglo XIX
FOTO: En 1948, T.S. Eliot obtuvo el Premio Nobel de Literatura por su contribución sobresaliente y pionera a la poesía/ National Gallery