Vita, una historia de feminicidio

Feb 29 • Reflexiones • 2812 Views • No hay comentarios en Vita, una historia de feminicidio

/

/

POR VALERIA SÁNCHEZ MICHEL

Mi camino en las mañanas rumbo al trabajo es siempre acompañada del noticiero matutino. Hace unas semanas la locutora entrevistaba a una experta en cuestiones de género, quien hablaba sobre la importancia de reconocer la tipificación de los feminicidios y no usar otros términos. Mencionó cómo, por ejemplo, se refería a ellos como crímenes pasionales. De pronto, simplemente dejé de escuchar, me abstraje y seguí conduciendo. De esos momentos en que ayuda haber recorrido el camino muchas veces y una conduce por inercia. De golpe, los recuerdos fueron llegando. Me recordé 23 años atrás, en el dintel de la puerta de un departamento, sin atreverme a entrar, sin comprender qué pasaba. A mi espalda se encontraba una oficial con quien después de un largo rato de compartir la espera, simplemente cruzamos unas cuantas palabras. Fue ella quien me dijo: “para mí esto tiene toda la pinta de ser un crimen pasional”.

 

El día anterior había sido sábado. Mi tía llegó a casa, comimos en familia y entonces me pidió que la acompañara al Centro. Amábamos ir al Centro, amábamos caminar entre los edificios antiguos y platicar. Llegamos a la zapatería que le gustaba, se probó y compró varios pares (todavía recuerdo las zapatillas de tacón de diversos colores). Le encantaba siempre estar arreglada, pensaba cada accesorio y prefería despertar temprano y salir peinada y maquillada (siempre decía que no entendía a aquellas personas que se arreglaban en el camino o que llegaban a su trabajo a hacerlo “no le veo el caso, ya las viste desarregladas” decía). De regreso a casa me preguntó: “¿te irías a vivir conmigo?”. Yo la miré emocionada, no vacilé ni un instante. Continuó: “Busco algo al sur de la ciudad, entre mi trabajo y tu escuela”. Ahora que lo escribo, estoy segura que era algo que llevaba pensado tiempo atrás, pero que hasta ese momento no me había mencionado. Le dije que sí, que me encantaría. “Ya no puedo más, no quiero seguir viviendo con Eduardo. Hablaré con él y empezamos a buscar.” Me dejó en casa y se fue.

 

Al otro día, ya por la tarde noche, estaba yo al teléfono con el novio. Sentada en el piso, pegada a la mesa del teléfono. Siempre tardábamos horas. Una operadora interrumpió la llamada y me pidió que colgara pues se estaban tratando de comunicar a mi número. Colgué. Llamó una mujer y simplemente dijo que era necesario ir al domicilio de mi tía.

 

Fuimos papá y yo. En el trayecto apenas si cruzamos palabras, pero ambos recordamos que sonaba en la radio “los caminos de la vida, no son como yo pensaba, no son como imaginaba, no son como yo creía …” Llegamos al domicilio y estaba un agente del Ministerio Público. Papá fue el que entró. A lo lejos veía yo a Eduardo que lloraba y decía “no es justo”. Yo me quedé en el umbral, paralizada.

 

La memoria es algo que siempre viene acompañado de olvidos. Hay muchos detalles que ya no recuerdo. Esa noche fue eterna. La primera versión simplemente fue que ella había abierto la puerta, se habían metido a su departamento a robar y la habían matado. Pero desde el primer momento había detalles que no cuadraban: ella jamás abriría en baby doll (adoraba la lencería, pero era sumamente pudorosa), la puerta no estaba forzada, le habían estrellado varias botellas de vino en la cabeza, la habían asfixiado y varios vecinos escucharon “ya déjame, Eduardo” – por cierto, en el proceso aprendí que los testigos tenían más peso si lo habían visto a que si sólo lo habían escuchado.

 

Cuando la oficial me dijo lo del “crimen pasional” le pregunté “¿y dónde está mi tía?”. Me tocó, como moviéndome y me dijo “pues, ¿no la ve ahí, en medio del charco de sangre?”. Siempre había estado frente a mí, en medio de la sala rodeada de un color carmesí que formaba en ella como un aura. La mirada a veces se anestesia, nos previene del inmenso dolor. Esa imagen no existe en mí, la borré.

 

La muerte de mi tía fue un parteaguas en la vida de la familia. Nunca más nos hemos vuelto a reunir todos (a veces pienso que evadimos el dolor, el tener que platicar del tema). La hermana menor de mi papá, mi tía Paty, dedicó durante un año todos sus fines de semana a darle continuidad a las averiguaciones, a la búsqueda de pruebas y de testigos. Viajó de Morelia a la Ciudad México pues no quería dejar que se dejara de hacer justicia. Todo indicó que fue su pareja, Eduardo, quien armó como coartada el hurto. Tras un año se dictó sentencia. Olga Sánchez Cordero fue la juez que le dictó en “uso de la razón sin razón” la pena máxima de 17 años, dado que eran pareja. Él apeló y el caso llegó a la Suprema Corte. Se ratificó la sentencia. Volvió a apelar y se fue al Tribunal Superior. Se volvió a ratificar la sentencia y cumplió condena. Nombrar importa. Al amparo de las luchas que se han dado, si hoy lo sentenciaran por feminicidio, porque fue un feminicidio, la pena máxima sería de 65 años.

 

Ella pidió ayuda. En la investigación se supo que el vecino de abajo pidió ayuda, llamó a seguridad pública y le respondieron “ahora vamos”. Ella seguía gritando “¡ya déjame, Eduardo; ya no me pegues!”. El vecino volvió a marcar a la seguridad pública, ellos simplemente respondieron: “Nosotros no podemos ir porque es propiedad privada y no podemos intervenir”. Eduardo la asfixió. Esas llamadas sirvieron para determinar con mayor precisión la hora de su muerte.

 

Mi tía se llamaba María Elva Pizarro Vargas, acababa de cumplir 50 años. La recuerdo siempre elegante y recatada. Amorosa con toda su familia; para mí siempre fue una madre. Los últimos minutos de la vida de mi tía fueron sumamente violentos. En la investigación también se supo que niños de la unidad habitacional fueron con el vigilante a decirle que pedían auxilio en el departamento 203. El vigilante tampoco actuó. Los últimos minutos de la vida de mi tía estuvieron rodeados también de indiferencia. Si hubieran existido protocolos apropiados para denunciar la violencia de género, la seguridad pública probablemente hubiera llegado y ella no hubiera perdido la vida.

 

Hay dolores con los que una aprende a vivir, los silencias y los ocultas. Ma. Elva, Vita (como le decían), es esa ausencia que hoy, comprendo, forma parte de las estadísticas de feminicidio y es una razón más para luchar para que nadie tenga que existir a pesar de las ausencias. Porque nadie debe vivir con ausencias que están presentes toda la vida.

 

FOTO: Marcha feminista del 25 de noviembre de 2019 en la Ciudad de México./ Berenice Fregoso/ EL UNIVERSAL

« »