Voces de África: una mirada a la literatura postcolonial
A pesar de las huellas de la colonización, las obras de esta región ofrecen una amplía propuesta estilística y conceptual; un ejemplo es Ellas (también) cuentan
POR DIANA FERNÁNDEZ IRUSTA
No sólo es el continente más extenso; África es, ante todo, un territorio casi inabordable en lo que hace a la diversidad geográfica, la profundidad histórica y la multitud de culturas, lenguas y conflictos que lo habitan. Sobre esa multiplicidad, como marcándola a fuego, hay dos huellas que insisten en un presente de por sí complejo: la memoria larga del tráfico de esclavos y la memoria más reciente de la colonización.
“Escribo en francés para decirles a los franceses que no soy francés”, solía decir el escritor argelino Kateb Yacine (Constantina, 1929-Grenoble, 1989), activista por la independencia de su país, autor de la novela Nedjma (considerada una de las primeras grandes obras de la literatura argelina en francés) y Gran Premio Nacional de las Letras en Francia en 1987.
Yacine, que también escribía en árabe y en beréber, aseguraba que el francés era el “botín de guerra” de la Argelia levantada en armas contra la metrópoli, y en esa frase —en la honda complejidad que encierra— quizá se cifre buena parte de los problemas, hallazgos y búsquedas de la literatura poscolonial. En el continente del suajili, el igbo, el yoruba y un listado que se acerca a las 200 lenguas, “lo cierto es que lo que ha sido publicado, en su mayoría, está en francés e inglés”, escribe Federico Vivanco, compilador y traductor de Ellas (también) cuentan (Editorial Baile del Sol) antología inédita de escritoras africanas de expresión inglesa. Y, si bien no es esperable la belicosidad de los tiempos de la descolonización, en el intercambio entre lenguas nativas y europeas, en la textura de unas incidiendo sobre las otras, y en la aceptación de un vehículo lingüístico como parte de un legado —problemático y a la vez parte de un inevitable mestizaje— radica la riqueza estilística y conceptual de muchas de estas obras.
En Ellas (también) cuentan se incluyen relatos de autoras nacidas en Ghana, Uganda, Sudáfrica y Zimbabue con la explícita voluntad de, en línea con el pensamiento de la nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, dar a conocer voces que narren la realidad africana en los términos del propio continente. Es una antología de escritoras: la marca de género emerge tanto en la sutileza de ciertos signos domésticos como en la crudeza con que se describe un aborto en “No te puedes perder en Ciudad del Cabo”, de Zoë Wicomb (Namaqualand, 1948). En los relatos de Franka-Maria Andoh (Acra, 1968), Ayesha Harruna Attah (Acra, 1983) y Milly Jafta (Port Elizabeth, 1950) emerge un Occidente convertido en meca de la salvación económica, en contrapunto con las penurias de la migración y el desgarro de los que terminan en el limbo de no pertenecer ni a un mundo ni al otro. Por su parte, en “Recuerda a Atita”, la ugandesa Jackee Budesta Batanda aborda los estragos de los enfrentamientos armados que, desatados tras los movimientos de descolonización de los años 60 y 70, no tiene aún visos de detenerse.
Darle voz a un continente es también iluminar los entresijos de su historia. A eso apunta el camerunés Patrice Nganang (Yaundé, 1970) con La estación de los ciruelos, segunda parte de la Trilogía de África que el autor dedica a sucesos ocurridos a mediados del siglo XX.
La inestabilidad política de Camerún no le es ajena a Nganang. En 2017 fue enviado a prisión tras publicar un informe donde cuestionaba al presidente Paul Biya (al frente del país desde 1982). Hoy reside en Estados Unidos y da clases en la Universidad de Princeton.
En La estación de los ciruelos, Nganang se concentra en otro tipo de inestabilidades políticas e históricas. Ubicado mayormente en Yaundé, capital de Camerún, el relato pone el foco en el momento en que la Segunda Guerra Mundial ingresa en África. Más concretamente, en los acontecimientos que se sucedieron luego de que, enviado por Charles de Gaulle, Philippe Leclerc llegara a Camerún, desalojara a las autoridades que respondían a Pétain y, en nombre de la Francia Libre, reclutara a tiradores nativos, “carne de cañón” con la que enfrentaría a las tropas italianas y alemanas en el desierto del Sahara.
Lo que en otro autor podría haber sido una simple novela histórica, en manos de Nganang se revela diferente. El tono de su escritura es extremadamente lírico; el relato —incluso cuando se refiere a la pura y dura materia histórica— tiene un ligero sabor a leyenda. Como si, impregnado del espíritu de los personajes africanos (el hijo del vidente, el leñador que pasa sus días en la selva, la mujer a la que consideran “madre del mercado”), estuviera más ligado a los tiempos circulares de la oralidad que a la severa linealidad moderna. De hecho, de manera intermitente emerge un narrador que se dirige al lector, le sugiere volver algunas páginas atrás si quiere entender mejor determinado pasaje, le comparte alguna reflexión, se permite cierta ironía.
Las referencias a figuras históricas no se reducen exclusivamente a Leclerc o a de Gaulle; sin llegar a ser un relato coral en términos estrictos, la novela se abre en multitud de historias y personajes que, con Yaundé como centro geográfico y narrativo, engarzan sus derroteros personales con los que la guerra y las especulaciones políticas les van imponiendo. Un personaje alude de manera explícita a Ruben Um Nyobè, dirigente que en 1948 (años después de los sucesos contados en la novela) fundaría un partido anticolonialista. Otro personaje recrea la figura de Louis-Marie Pouka, poeta escolarizado en las instituciones francesas y partidario de la asimilación plena a la cultura europea.
“La paradoja de nuestra relación con Francia es que ella es, al mismo tiempo, nuestro opresor y nuestro ideal. ¿Cómo encontrar la salida?”, reflexiona Pouka, que al comienzo de la novela impulsa un cenáculo literario en Yaundé con la esperanza de recrear los cafés literarios parisinos. Sólo atraerá a campesinos analfabetos que pronto lo abandonarán, también ellos subyugados por una Francia a la que aceptarán defender en el Sahara sin saber que ese viaje —de la selva al desierto— será sin retorno.
FOTO: Zoë Wicomb (Namaqualand, 1948), autora africana conocida por su cuento “No te puedes perder en Ciudad del Cabo”. /Harvard Review
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